miércoles, 28 de marzo de 2012

CUENTO DE NAVIDAD

Con la colaboración en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano

La historia que estoy a punto de contaros sucedió hace muchos años en la Villa de Barbaescarchada, un pequeño pueblo de agricultores escondido entre árboles en la falda de los montes Siempreverdes. Como cada veintidós de diciembre, y coincidiendo con el solsticio de invierno, comenzó a celebrarse en el corazón del cercano bosque de Trestroncos la Asamblea del Invierno. A esta reunión acudían miembros de todas las especies de la comarca, y en ella se debatían los asuntos más importantes que habían sucedido en el otoño, y también se hacían las oportunas previsiones para el invierno. Todo el mundo olvidaba sus diferencias en esa noche tan especial, en la que se podían sentar juntos el zorro y el conejo, el búho y el ratón, el lobo y el cervatillo. Siempre comenzaba cuando el sol se escondía en el horizonte y acababa cuando el último de los presentes terminaba su exposición, pero nunca iba más allá del amanecer del día siguiente.
En esta ocasión el orden del día de la Asamblea había terminado y había llegado la hora en la que cualquiera podía intervenir para plantear cuestiones que considerase de interés común. Ya había hablado el oso y le había solicitado al Señor de los Frutos de la Primavera más bayas, a poder ser de esas rojas que le gustaban tanto a los suyos. Después le había tocado el turno al Señor de las Corrientes de Agua Dulce y les había anticipado a las truchas que el caudal de los ríos sería menor del deseado, porque la previsión era que las nieves no cubriesen como en años anteriores. Ahora había pedido la palabra Malahierba, el Señor de los Musgos y los Líquenes. Todo el mundo conocía el odio que aquel malvado ser sentía hacia el hombre, la única especie que no estaba representada en la Asamblea, porque todavía no se había ganado el derecho a estar presente. Por fortuna para todos, el poder de su maldad perdía mucha efectividad fuera de los límites de sus oscuros dominios, formados por ciénagas, pantanos y los sombríos rincones del bosque donde nunca alcanzaba a calentar la luz del sol, y sus malignas propuestas nunca encontraban el apoyo necesario entre la concurrencia como para poder llevarlas a práctica.
Pero ese año Malahierba había decidido cambiar de estrategia. Con la intención de ganarse el mayor número posible de adeptos para su causa, algo que le garantizaría el éxito en las votaciones finales, en principio se había limitado a repasar los hechos más significativos que habían sucedido en sus dominios. Después, y para conseguir ablandar el corazón de los presentes, enumeró a todos los que habían desaparecido desde la última Asamblea. Los habitantes del bosque comenzaron a prestar atención a sus palabras cuando comprobaron que no adoptaba el tono belicoso de costumbre, y guardaron un respetuoso silencio al escuchar los nombres de los que ya no estaban entre ellos. Malahierba aprovechó el momento en el que los murmullos se amortiguaron, cargó su peso sobre el atril que habían improvisado en el tocón de un viejo árbol partido por un rayo, y lanzó una pregunta que hizo que la Asamblea enmudeciese por completo.
—Porque ¿quiénes de vosotros no habéis perdido un familiar o amigo...?
El Señor de los Musgos y los Líquenes saboreó ese instante de atención, que ya era mucho más de lo que había logrado en cualquiera de sus anteriores intervenciones y, cuando el dramatismo del momento comenzaba a tornarse impaciencia, cerró la interrogación.
—¿Asesinado por la salvaje mano de los hombres que habitan la Villa de Barbaescarchada?
Ya está, lo había soltado. El silencio reinaba en el bosque. Esta vez lo había logrado, por fin había conseguido llamar la atención de la Asamblea para su causa.
—Barbaescarchada afortunadamente todavía es muy pequeña en comparación con este bosque que habitamos, pero en un corto periodo de tiempo ha duplicado su tamaño y todos sabemos que a partir de ahora eso sucederá cada vez más rápido. El hombre precisa más comida para sus crías y más madera para sus casas. El bosque, nuestro hogar, retrocede a su alrededor a pasos agigantados.
El Señor del Invierno no había podido acudir a la Asamblea, porque en estas fechas siempre tenía mucho trabajo, y, como cada año, había enviado en su lugar a Iris, una pequeña y cristalina criatura. Iris sabía cómo defendía el Señor del Invierno al hombre, y no le gustaba nada el tono que estaba empleando aquella especie de demonio del bosque.
—Se alimentan de todos vosotros —Malahierba señaló con su esquelético dedo a la multitud—, roban vuestro espacio para sus moradas. Construyen y calientan sus construcciones con vuestros cuerpos —les dijo a los árboles— y, lo que es aún peor, os sacrifican en vano.
Iris se dio cuenta de que el discurso estaba yendo demasiado lejos, así que se preparó para intervenir en cuanto aquel reyezuelo de las sombras acabase su exposición.
—Todos sabéis que durante esta época del año los hombres cortan miles de árboles sanos para adornar sus Navidades. Árboles como vosotros, asesinados sin motivo. Son incontables los abetos que se han sacrificado para celebrar estas fiestas, además de acebos, pinos, eucaliptos y hasta algún sauce. Y todo ello para nada. Estos humanos sin escrúpulos acaban sin pestañear con la vida de un ser vivo que ha tardado tantos años en crecer, sólo para engalanar su tronco durante quince días y luego dejarlo morir en la cuneta de algún camino.
La indignación crecía entre los miembros de la Asamblea, que comenzaban a manifestar su malestar con gritos. Iris estaba segura de que Malahierba había colocado estratégicamente a varios de sus partidarios entre la multitud, con la intención de encender los ánimos de los que estaban a su alrededor, y lo estaba consiguiendo. Los rostros de los apacibles habitantes del bosque se habían transformado en auténticas máscaras de odio. Iris estaba asustada, no era capaz de reconocer a sus amables vecinos. El lugar entero comenzó a vibrar.
—¡Es hora de que les demos un escarmiento! —aulló Malahierba.
—¡Sííííí! —se oyó el primer grito decidido de apoyo. Más tarde nadie reconocería haber sido el autor del mismo, pero de lo que todos estaban seguros era de que había partido de algún sector afín a Malahierba.
—¡Venganza! —bramó Malahierba desde el púlpito.
—¡Venganza! —coreaban al unísono cada vez más habitantes del bosque.
—Podemos hacer que paguen todo lo que nos han hecho hasta ahora. Hoy será Trestroncos, pero mañana se nos unirán el resto de bosques del mundo. Os contaré qué haremos. A partir de hoy nadie se atreverá a tocar la corteza de otro árbol sin ningún motivo.
Iris se dio cuenta de que ya no podía hacer nada. Quizás ni el mismísimo Señor del Invierno, con su inmenso poder, pudiese hacer algo tal y como estaban los ánimos en la Asamblea. Pero se quedó a escuchar. Estaba obligada a ser los oídos de su Señor, y éste querría saber de sus labios todo lo sucedido. Cuando Malahierba terminó de exponer su horrible plan, la mayoría de la Asamblea votó a favor de ponerlo en práctica. Iris no perdió más tiempo, se dio la vuelta y, haciéndose hueco a duras penas entre los excitados miembros de Asamblea, partió en busca de su Señor. Al alcanzar la cercana colina volvió la vista atrás. Malahierba comenzaba a pronunciar las primeras palabras del sortilegio, uno de aquellos que no se podían poner en práctica sin la colaboración de la totalidad de la Asamblea. El lugar entero comenzó a latir mientras la Asamblea conducía el poder del bosque para hacer realidad el maleficio. Iris no quiso esperar más. El cielo estaba cubierto por un espeso manto de nubes, pero pudo ver el camino de vuelta gracias a la luz negra que comenzaba a emanar de las fibras de cada uno de los árboles del bosque.
A la mañana siguiente la normalidad había vuelto al bosque. La Villa de Barbaescarchada se despertó temprano, como cada día, y sus gentes comenzaron sus labores en el campo ajenas al inmenso peligro que se cernía sobre ellos.
Cuando Iris llegó por fin ante su Señor, era la mañana del día de Nochebuena y estaba agotada. Había viajado durante todo el día y toda la noche sin descanso. El Señor del Invierno estaba preocupado. Nunca antes había visto a uno de sus enviados mostrar tanto cansancio, ni solicitar tan urgentemente una audiencia. La forma cristalina de Iris estaba opaca, sin brillo. El asunto debía ser realmente importante, así que aparcó por un tiempo su tarea de extender el invierno por aquellas tierras, y prestó atención a lo que Iris tenía que contarle.
Al relatar los hechos acaecidos durante la Asamblea, Iris no omitió detalle alguno. Sabía que era transcendental conocerlo todo a la hora de tomar alguna decisión, pero procuró darse prisa, pues el tiempo corría en su contra.
—¡Malahierba! —exclamó el Señor del Invierno en cuanto Iris comentó cúal había sido el resultado de la Asamblea—. Sabía que tarde o temprano sería un problema, pero nunca imaginé que llegase a ser tan grande, y mucho menos que pudiese conseguir arrastrar en su locura al resto de los habitantes del bosque. ¿Y qué fue lo que decidió hacer la Asamblea casi por unanimidad? —continuó el Señor del Invierno al darse cuenta de que había roto el hilo de los acontecimientos.
—Acordaron dar un escarmiento a los hombres de Barbaescarchada. Malahierba gritaba una y otra vez que aquello sólo sería el comienzo, y que muy pronto les seguirían las Asambleas de los demás bosques. Pero el castigo es excesivo, mi señor. Malahierba, con el poder de la Asamblea, pronunció el conjuro de la resurrección y ordenó a todos los árboles arrancados o talados que volviesen a la vida en la noche de Navidad para buscar venganza en aquellas familias que les hubiesen arrebatado la vida.
—Pero eso es terrible. Malahierba no puede hacer eso, y menos en Navidad. Además, lo que ese malvado viejo sabe y no cuenta, es que los habitantes de Barbaescarchada plantan tres jóvenes árboles en los montes de los alrededores por cada uno que talan para conseguir espacio para su pueblo, porque son extremadamente cuidadosos con el bosque. Además, su caza nunca va más allá de lo necesario, tal y como lo haría cualquier otro animal del bosque que tuviese que alimentar a sus crías. No podemos permitir que Malahierba se salga con la suya. Iris, acompáñame. Partiremos de inmediato.
Iris y el Señor del Invierno viajaron raudos a lomos de una tormenta ártica, que dejaba nieve y granizo incrustados en los postigos de puertas y ventanas de madera, y carámbanos colgando de los aleros de las casas. Cuando llegaron al bosque de Trestroncos, el sol comenzaba a ponerse. La tormenta cubrió el cielo de la comarca con densos y oscuros nubarrones, y los habitantes de Barbaescarchada, al verlo, terminaron sus tareas con rapidez para recogerse en sus hogares y calentarse al fuego de las chimeneas. La temperatura afuera estaba bajando muy rápidamente.
—¡Malahierba!, ¡acude ante tu Señor! —bramó el Señor del Invierno desde el mismo lugar en el que se había celebrado la última Asamblea, y un fuerte viento llevó su llamada muy lejos.
Al no obtener respuesta a su tormentoso grito, lo repitió una y otra vez y, cuando estaba a punto de perder la paciencia, una voz somnolienta le respondió a sus espaldas.
—No vendrá.
El Señor del Invierno e Iris se giraron a la vez para descubrir a un centenario roble que se erguía con su retorcido tronco desnudo. Las hojas que antes habían colgado de sus ramas yacían a sus pies marrones y arrugadas.
—¿Cómo dices, viejo roble?
—No vendrá, porque te tiene miedo, mi Señor. Así como muchos otros que también se arrepienten de haber votado a su favor en esa desgraciada Asamblea.
—Pero es preciso que nos volvamos a reunir para deshacer el sortilegio de Malahierba.
—No te ofendas, mi Señor, pero eso es imposible.
—¿Y por qué?
—Porque lo que ha decidido una Asamblea no puede deshacerse y, aunque pudiese, mira a tu alrededor.
El Señor del Invierno fijó su vista en el círculo de árboles más próximo, también desprovisto de sus hojas, y alcanzó a distinguir los rostros huidizos de varios animales entre la maleza.
—Hasta la primavera no volveremos a ser los que fuimos en la última Asamblea porque muchos de los nuestros duermen ahora el sueño del invierno.
—¡Pero no podemos consentir que Malahierba se salga con la suya y su conjuro acabe con los habitantes del pueblo! —chilló Iris con desesperación.
—No, no podemos impedir que el encantamiento haga su efecto, pero quizás...
—¿Quizás qué, viejo roble? Habla, no tenemos tiempo que perder —urgió el Señor del Invierno.
—Hummmm —respondió con calma el viejo árbol—, ¿sabéis qué nos gusta aún más a los árboles que el viento haciendo cosquillas en nuestras ramas?
—La verdad es que no.
Iris y el Señor del Invierno estaban intrigados.
—Las estrellas —y con el nudoso extremo de su rama más alta señaló al cielo.
—Ya, pero no veo cómo eso puede solucionar nuestro problema. —Iris pensó que quizás el viejo árbol estaba un poco chocho, y también que estaban perdiendo un tiempo precioso hablando con él de sin sentidos.
—Los humanos siempre rematan sus árboles de Navidad con un adorno muy especial —continuó el roble, sin hacer caso del impaciente comentario de la pequeña figura cristalina—, una hermosa estrella en la rama más alta. Sólo tenéis que hacer que esas estrellas iluminen de verdad con una luz tal que los árboles se queden hipnotizados. Según tengo entendido, el maleficio de Malahierba sólo tendrá poder hasta el amanecer del día siguiente.
—¿Sabes qué, amigo roble? Que no me parece una mala idea. Además, poco tenemos que perder, puesto que no se me ocurre una alternativa.
El Señor del Invierno sabía que necesitaba de la colaboración del mayor número de habitantes del bosque, así que se dirigió a todas las criaturas que, temerosas, se acercaban a ver qué era lo que estaba sucediendo.
—¡Acercaos, habitantes del bosque, no tengáis miedo! Cuantos más seamos, más fuerte será el poder de nuestro hechizo.
El nutrido grupo, al que cada vez se unían más miembros, se puso rápidamente manos a la obra. Nunca serían suficientes como para impedir que el plan de Malahierba pudiese ponerse en marcha, pero, si la idea del viejo roble funcionaba, podrían ser capaces de neutralizar su amenaza. Sabían que muy pronto cobraría poder la maldición de Malahierba.
Una vez entrada la noche, la niebla maligna producida por el maleficio de Malahierba flotó hasta el pueblo y, a su contacto, los árboles de Navidad de cada una de las casas comenzaron a cobrar vida. Primero estiraron y encogieron con cuidado sus ramas resecas, y después probaron el movimiento de sus nudos atrofiados y comenzaron a girar su tronco a izquierda y derecha, como desperezándose. Pequeños temblores recorrían sus ramas. Parecían un recién nacido al dar sus primeros pasos, pero rápidamente adquirieron seguridad en sus movimientos y fuerza en sus extremidades. En muchas casas podía escucharse el leve tintineo de los adornos que colgaban de sus ramas al chocar entre sí, pero el sonido era tan delicado que no llegó a despertar a los habitantes del pueblo.
Cuando todos los árboles fueron plenamente conscientes de que habían vuelto a la vida, recordaron cuáles habían sido sus últimos momentos antes de morir. El hombre los había asesinado y los había arrancado de la compañía de los suyos. Un sentimiento de odio recorrió cada una de sus fibras vegetales. Por sus troncos ya no circulaba savia, y necesitaban algo de aquellas criaturas que tan cruelmente les habían arrebatado la vida. Necesitaban su sangre. Tenían sed y sabían dónde podían saciarla. Se sabían fuertes y además contaban con la ventaja de que todos los hombres, mujeres y niños de aquel pueblo dormían ajenos a la amenaza que se había despertado en la planta baja de sus casas.
Pero es justamente en la noche de Navidad cuando suceden los milagros.
Afuera, en el bosque de Trestroncos, los cánticos cesaron y la extraña luz que iluminaba el cónclave organizado por el Señor del Invierno se apagó. Lo que podía hacerse estaba hecho y éste era el momento de comprobar si tendría efecto. Todos se acercaron hasta el límite del bosque, porque desde allí podían verse con claridad las primeras casas del pueblo, y aguantaron la respiración. Y el milagro sucedió. Sin previo aviso, todos pudieron ver cómo dentro de cada una de las viviendas nacía una luz indefinible, mezcla irisada de todos los colores del arco iris, que cambiaba suavemente de color. Y era hermosa, muy hermosa.
En el interior de las casas los árboles de Navidad dejaron de moverse y abandonaron sus ideas de venganza. Estaban hipnotizados por aquella suerte de destellos celestiales que se derramaban sobre ellos y que nunca habían visto tan cerca. Algunos estiraban despacio sus ramas hacia la maravillosa luz en un intento por alcanzarla, pero no tardaban en quedarse paralizados, extasiados mientras aquella cálida iluminación sobrenatural bañaba sus ramas.
Y eso sucedió en todas las casas del pueblo. Excepto en una.
Daniel y Blanca eran dos hermanos de diez y dos años, que vivían con sus padres en una de las casitas más pobres del pueblo. Como cada año, y debido a que sus padres trabajaban de sol a sol en las faenas del campo, habían sido los niños los que, dos días antes de Navidad, se habían encargado de engalanar el árbol. Pero en esta ocasión les había sucedido algo que en cualquier otro momento no habría tenido mayor importancia. Al llegar el momento de colocar la estrella en la rama más alta del árbol, y cuando Daniel se ponía de puntillas en el taburete, pues ese árbol era un poco más grande que los de años anteriores, perdió el equilibrio y se vio obligado a soltar la pequeña estrella de madera para evitar caerse. Los dos niños vieron a cámara lenta cómo la estrella se partía en dos sobre el suelo de madera. Daniel, que estaba acostumbrado a solucionar problemas como aquel, decidió entonces que lo mejor sería unir el adorno con un poco de masa hecha de miga de pan y agua. Él mismo sería capaz de tallar otra estrella de madera como aquélla unos días después, cuando pasara todo el ajetreo de la Navidad. Cuando sus padres llegaron a casa aquella noche, y la familia se reunió para cenar mientras comentaba las incidencias de la jornada, Daniel ya no recordaba lo que había sucedido por la mañana con el adorno del árbol, pues para él había sido un asunto de poca importancia. Y Blanca, aunque hubiese querido, no hubiese podido contarlo, pues su repertorio de palabras todavía no era tan extenso como para relatar con claridad el percance.
Así que en la noche de Navidad, cuando sus padres les arroparon y les dijeron, como todos los años, que se durmiesen pronto porque Papá Noel no quería ver a ningún niño despierto, Daniel les hizo una última pregunta:
—¿Creéis que he sido tan bueno como para que me traigan un tren?
Sus padres se miraron. Estaban muy cansados después de todo un día de duro trabajo, pero a la luz de la vela sus ojos se iluminaron de nuevo con la ilusión de un niño.
—Bueno, la verdad es que no tardaremos mucho en comprobarlo. Pero estamos casi seguros de que este año también se acordarán de ti.
—¿Y traerán algo para la hermanita aunque no haya escrito su carta?
Su madre sonrió. Los tres giraron la vista hacia el rincón, donde hacía tiempo que la pequeña dormía plácidamente en su cunita.
—¿Crees que tu hermana ha sido buena? —le preguntó su padre mientras acariciaba su pelo alborotado.
—Pueeees... Sí. Aunque quizás un poco traviesa —corrigió Daniel sobre la marcha para tratar de ser lo más exacto posible.
—Entonces Papá Noel también se acordará de ella, porque todos hemos sido un poco traviesos a la edad de tu hermana. Ahora vamos a dormir, no vaya a ser que no pueda dejar los regalos porque todavía estés despierto.
Cuando sus padres abandonaron la habitación, Daniel estaba tan nervioso que pensó que no sería capaz de conciliar el sueño, así que cerró los ojos con fuerza para intentar dormirse primero. A los cinco minutos dormía tan profundamente como su hermana.
En el mismo momento en el que el conjuro de Malahierba hizo que todos los árboles de Navidad de Barbaescarchada volviesen a la vida, en la planta de abajo de su casa el abeto comenzó a moverse con malignas intenciones. Pero la mala suerte quiso que, con los primeros movimientos, se deshiciese la precaria unión hecha con miga de pan, y la pequeña estrella cayese al suelo partida en dos, con lo que el hechizo protector del Señor del Invierno no causó ningún efecto sobre ella. Mientras en el resto de las casas del pueblo los árboles permanecían absortos con las hermosas luces de sus estrellas, en la casa de Daniel y Blanca un silencioso asesino comenzó a buscar a aquellos que podían saciar su sed de sangre. A la menguante luz de los rescoldos de la chimenea, el árbol estudió la casa y concluyó que los humanos tenían que estar durmiendo en el piso de arriba, así que tomó impulso para dirigirse a las escaleras y... en ese momento volvió a suceder lo inesperado.
Malahierba podía ser una criatura muy poderosa y malvada, posiblemente la más malvada de las criaturas con la que os hayáis cruzado jamás, pero eso no quiere decir que tuviera que ser muy lista. En su plan, que él creía calculado al milímetro, no había contemplado un pequeño e insignificante detalle, porque ¿cuántas personas conocéis que sean capaces de caminar con sus pies enterrados en un tiesto? Pues así sucedió lo que tenía que suceder, que el vengativo árbol de Navidad se cayó cuan largo era sobre el suelo de la sala. Y así se quedó por un instante, agitando espasmódicamente sus ramas. Pero el testarudo árbol todavía se movía y, con una determinación que rayaba la locura, comenzó a clavar sus ramas en el suelo de madera para arrastrarse hacia las escaleras. El tiesto en el que estaba enterrado pesaba demasiado como para poder avanzar con rapidez, pero quizás todavía pudiese llegar hasta los dormitorios de los hombres antes de que amaneciese.
Cuando los zorros, que de entre todos los animales del bosque habían sido los elegidos para comprobar que en las casas todo iba según el plan previsto, informaron al Señor del Invierno de que uno de los árboles estaba intentando cumplir su sangriento objetivo, éste se vio obligado a urdir otro plan de urgencia para impedir el desastre.
En la casa, el pequeño abeto asesino se arrastraba con determinación dejando en el suelo los arañazos producidos por su avance pero, al llegar a la altura en la que se dibujaba en el suelo la tenue luz de la noche que se filtraba por uno de los ventanucos de la casa, se quedó paralizado. Afuera, el Señor del Invierno había aguardado justo hasta ese momento para realizar su última intervención. Ordenó que las nubes se retirasen en un pequeño círculo que permitió que la luz de la estrella más brillante del firmamento se colase por el ventanuco de la humilde casa, bañando con su mágica luz al árbol, que inmediatamente detuvo su avance. Y ese gesto puso punto y final a la terrible maldición de Malahierba.
De lo que sucedió a continuación en todas las casas del pueblo, no estoy autorizado a contaros nada más, pues ya sabéis que se trata de esa franja de tiempo en la que Papá Noel y sus duendes aparecen por arte de magia con los regalos, y que es mejor que permanezca envuelta en el misterio. Lo único cierto es que los habitantes de Barbaescarchada, a pesar de que, como cada mañana, se levantaron muy temprano para realizar sus tareas, no vieron rastro alguno de luces extrañas, ni sospecharon nada de sus nuevamente inmóviles árboles de Navidad. Tan sólo en la casa de Daniel y Blanca se extrañaron de que su abeto estuviese tirado en el suelo, pero olvidaron rápidamente el percance en cuanto vieron los regalos que les habían dejado donde debiera estar el árbol: a Daniel un hermoso tren de madera de brillantes colores y a Blanca una pequeña muñeca de trapo. Justo aquellos regalos por los que llevaban tanto tiempo suspirando.
Y esto es todo lo que sucedió aquella terrible noche de Navidad.
En cuanto a Malahierba, pues continuó intentando encender con sus discursos contra el hombre cada una de las Asambleas a las que asistió, pero ya nunca volvió a tener apoyos entre los habitantes del bosque, que pudieron conocer por boca de Iris el respeto que los habitantes de Barbaescarchada sentían por la naturaleza.
Ilustración de Sonia del Sol
Así que ya sabéis, niños, si no queréis enfurecer a Malahierba, no debéis cortar árboles en Navidad para luego dejarlos morir, pues también son seres vivos. Pero, y esto es lo más importante de todo, si lo hacéis, nunca dejéis de poner una estrella en la rama más alta, pues no se sabe cuándo el Señor del Musgo y los Líquenes volverá a intentar lanzar su sortilegio.

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