viernes, 23 de marzo de 2012

LA VIEJA ERMITA




La cabeza me dolía. El latido grave y machacón que pulsaba en mis sienes me había despertado de una claustrofóbica pesadilla. Volver a la realidad era un alivio, como tomar aire después de aguantar la respiración demasiado tiempo. Mi piel estaba perlada de sudor. Lo que aún podía recordar del sueño me desasosegaba, pero a medida que pasaba el tiempo la historia se me escapaba igual que el agua de mar entre los dedos de las manos.
Si tuviese cerca mi grabadora… Soy escritor, me gano la vida de esa manera. La pesadilla parecía un buen guión para mi próximo libro, ese que tanto se me resistía y para el que Marga y yo habíamos decidido aislarnos durante un tiempo. Con ese propósito habíamos alquilado la planta baja de una casona escondida en un remoto bosque de la Cordillera Cantábrica.
El martilleo persistía en mi cabeza con insistencia. Algo de la cena debía haberme sentado muy mal.
Aparté de mi regazo el mando de la xbox. Solía escribir de noche, así que me había puesto a jugar un rato, con el mac reposando a mi lado en el sofá, aguardando el momento en el que me llegase la inspiración. Marga había decidido acostarse temprano para descansar del agotador viaje en coche.
Recordaba haber llegado a pasar un nivel del juego, luego nada más; sólo oscuridad.
La habitación estaba iluminada ligeramente por el tenue brillo del televisor. En la pantalla mi personaje yacía en el suelo en medio de un charco de sangre, lo que significaba que alguno de mis siniestros enemigos había esperado a que me venciese el sueño para acabar con mi vida digital de forma violenta. Prometí vengarme en un momento más oportuno.
Intenté levantarme y el dolor de mi cabeza hizo que me postrase de nuevo en el sofá. ¡Al diablo con la grabadora y mi pesadilla! No me encontraba en la mejor forma para acometer una tarea como esa. Estaba tan cansado que lo único que deseaba era llegar como fuese hasta la cama.
Mientras intentaba incorporarme de nuevo, esta vez mucho más despacio, volví a repasar mentalmente el extraño suceso de la jornada.
Sin cobertura entre aquellas formidables montañas, el GPS y los móviles habían demostrado ser poco más que lastre inútil durante todo el viaje y, a pesar del detallado mapa que consultábamos muy a menudo, nos habíamos perdido en más de una ocasión. La excusa perfecta para detener el coche y estirar las piernas llegó cuando tras una de las muchas vueltas del camino vimos aparecer un pequeño cementerio. Sus muros grises contrastaban con el intenso verde que les rodeaba. Recuerdo las palabras de Marga que, cansada de tanta carretera, me animó a bajar del vehículo con la excusa de que aquello podría ser el comienzo de una historia interesante.
Al asomar nuestros rostros entre las gruesas rejas de hierro oxidado de la entrada nos quedamos hipnotizados por la magia del lugar. Queríamos ver más y hasta llegamos a empujar inconscientemente la verja, pero estaba firmemente clavada en el suelo y no se movió ni un centímetro. Por su tamaño el camposanto parecía de juguete. Las lápidas, no más de cincuenta, se distribuían arbitrariamente por el descuidado césped. Se veían muy antiguas, casi todas cubiertas de musgo, y muchas de ellas inclinadas como si un tornado las hubiese zarandeado sin piedad. De haber traído conmigo la cámara digital a buen seguro que me hubiese llevado una foto como recuerdo.
Nos dimos la vuelta frustrados por no poder entrar. De regreso al coche reparamos en una pequeña y sólida construcción de piedra, medio oculta entre robles, que tomamos por una ermita. Aquella especie de santuario no se parecía a nada que hubiésemos visto antes. No tenía ventanas y su pared exterior estaba cubierta de cruces grabadas a cincel de todas las formas imaginables. Unas toscas, otras lujosas y recargadas de detalles.  Sobre el pórtico había una inscripción muy desgastada. Tomé cuidadosa nota de lo que se leía en el cuadernito que siempre llevaba encima para las ideas repentinas. Marga, que había sacado mejores notas que yo en latín, se asustó un poco. A pesar de no entenderlo del todo me comentó que el texto le parecía una advertencia.
Ilustración de Sonia del Sol
Fuese o no un aviso, ninguno de los dos quisimos irnos sin ver un poco más, así que nos acercamos con prudencia a la recia puerta de madera de la entrada. Estaba cerrada a cal y canto, pero a la altura de la cabeza se abría una pequeña ventana, protegida por barrotes, por la que se podía echar un vistazo al interior.
Dentro estaba oscuro y hasta nosotros llegó un intenso olor a humedad. La menguante luz exterior casi no alcanzaba a iluminar un pasillo central de desgastadas losas de piedra. Al fondo, en el corazón de unas vasijas de cristal rojo, titilaban las llamas de varios cirios muy consumidos. El silencio se tragaba cualquier ruido. Ya no se escuchaban los pájaros que nos habían acompañado durante todo el camino. La oscuridad del interior era espesa, irreal.
No sé cuanto tiempo nos quedamos mirando aquellas temblorosas luces, pero me resultaba difícil apartar la vista de ellas. Recuerdo haberle dicho a Marga que el sol se estaba poniendo y que sería mucho más fácil perdernos en la oscuridad de la noche. Ella aceptó la lógica de mi razonamiento y se giró encaminándose con decisión al coche. Yo volví mi cabeza por última vez al interior de la ermita.
Mis asombrados ojos vieron una sombra silenciosa pasar rauda por delante de las luces, oscureciéndolas un instante. Un segundo después note un pinchazo en mi mano derecha, que todavía agarraba uno de los barrotillos del ventanuco. Con un acto reflejo la alejé de la oscuridad. El dorso de mi mano sangraba por unas pequeñas punzadas que dolían como si todavía tuviese algo clavado dentro. Me alejé unos pasos fijando mi vista en la puerta. Casi esperaba ver un rostro maligno asomándose por la ventana.
Nada.
Volví al coche un poco mareado. Marga ya me esperaba en el asiento del copiloto, así que tuve que pedirle que condujese el coche después de enseñarle la herida que me había hecho en la mano, probablemente con una astilla de madera de la puerta.
Después de ese percance el viaje finalizó sin más contratiempos y por fin llegamos a la casona. Los últimos rayos de sol desaparecieron detrás de un bosque de castaños.
Unos amigos nos habían recomendado aquel lugar, que no se anunciaba de ninguna otra forma. Nos habían dicho que se trataba de una casa aislada del pueblo y que a los dueños, que hacían su vida en la segunda planta, nos les veríamos salvo que tuviésemos necesidad de hacerlo. Exactamente lo que precisaba, un mes de aislamiento absoluto que despertase mi instinto creativo.
Los dueños del caserón, Teresa y Eliseo, nos esperaban en la entrada. Enseguida reparamos en que se trataba de un matrimonio parco en palabras, quizás porque no estaban acostumbrados a tratar habitualmente con la gente. Lo primero que hicieron, antes de darnos la bienvenida, fue trasladarnos su preocupación por nuestra tardanza. Marga, a modo de disculpa, les comentó el extraño suceso de la ermita y les pidió unas gasas y desinfectante para mi herida, que tenía un feo color, pero que ya no me dolía. Nuestros anfitriones contemplaron mi mano y se miraron entre sí con gesto hosco. Después, tras echar un vistazo por encima de mi hombro a un bosque cada vez más oscuro, nos introdujeron en la casa con urgencia. Yo en un principio me resistí, alegando que las maletas todavía estaban en el coche, pero Teresa insistió en que permaneciésemos en el interior mientras Eliseo, que tomó las llaves de mi mano sin darme tiempo a reaccionar, salió raudo a por el equipaje.
La verdad era que lo ocurrido en la ermita constituía un misterio que superaba con creces cualquier otra cosa que me hubiese sucedido en la vida. Parecía un capítulo de uno de mis libros de terror, pensé mientras abría y cerraba la mano herida y caminaba en la oscuridad de la casa hacia mi habitación. Alcancé a distinguir la silueta de Marga bajo la sábana e intentando olvidar el suceso me introduje en la cama de la forma más sigilosa posible. Ella se dio media vuelta y me abrazó con cariño.
La una y media de la mañana.
Estaba tan cansado.
La siguiente vez que abrí los ojos el reloj marcaba las tres.
El profundo sueño del que me habían arrancado se resistía a dejarme ir. Alguien gritaba y yo tenía la extraña sensación de que llevaba haciéndolo bastante tiempo. Me giré alarmado, extendiendo la mano. Marga no estaba en la cama. La llamé. Mi voz sonó ronca, como un graznido. Me notaba raro, pero por lo menos la cabeza ya no me dolía. Debía de haber pillado un buen resfriado.
Los gritos volvieron y me dí cuenta de que se trataba de Marga.
Sin tiempo para pensar, salté de la cama e intenté localizarla en la casa guiándome por su voz. Todo estaba a oscuras y tropecé mil veces con muebles y alfombras.
La llamé de nuevo y ni yo mismo fui capaz de reconocer mi voz.
Marga estaba arriba, en el segundo piso, donde dormían los dueños de la casa. Subí a trompicones la escalera, lacerándome la espinilla. A medida que ascendía sentía como el miedo inyectaba adrenalina en mi torrente sanguíneo. El corazón me latía muy deprisa.
Llegué al rellano del piso de arriba y me di cuenta de que había luz en una de las habitaciones. De ese cuarto procedían todos los ruidos y los gritos.
Volví a intentar llamar a Marga sin poder vocalizar de forma correcta. Algo o alguien tenía que estar asustándola mucho.
Eliseo salió de la habitación de forma violenta, causándome una gran sorpresa. Su rostro demostraba que no esperaba verme allí, plantado valientemente en el filo de la oscuridad. En sus manos llevaba una escopeta de caza y unos cartuchos con los que intentaba cargarla sin perderme de vista. Con los nervios sólo logró introducir uno de los cartuchos en los cañones, el resto se le cayeron y rodaron por el suelo de madera. Aquel hombre cerró el arma con un chasquido, la amartilló, y me apuntó con ella de forma amenazadora.
Al fin pude verlo todo claro.
Aquella extraña pareja de locos debía de haber puesto algo mi cena para aturdirme, seguramente con la esperanza de poder hacerle daño a Marga sin que yo me entrometiese.
Todo sucedió muy rápido. Eliseo había llegado a disparar su arma, pero había errado el tiro gracias a la velocidad con la que yo le había embestido. Casi sin darme cuenta estaba encima de él. El hombre olía a sudor, a miedo y a pólvora.
Eliseo forcejeó durante un tiempo, pero pronto quedó claro que no iba a ser rival para mí. Yo nunca había sido un gran luchador, más bien al contrario, por eso me extrañó que una persona como él, acostumbrada a trabajar duro en el campo, apenas pudiera oponerme resistencia. Sonó un desagradable chasquido y el hombre dejó de luchar. Yo me levanté rápidamente, apartando de mí sus fláccidos miembros, y me planté en la puerta de la habitación.
Lo que vi allí adentro me dejó sin respiración, pero no era momento para vacilaciones. Teresa tenía sujeta a Marga y la amenazaba con un gran cuchillo de cocina. La cara de Marga reflejaba el terror que sentía.
En ese momento mis músculos me sorprendieron de nuevo. Salté mucho más allá del centro de la habitación, golpeando la lámpara con mi cabeza. La luz empezó a bailar por el cuarto de tal forma que todos los objetos que me rodeaban cobraron vida. Con aquel ágil movimiento me situé apenas a la distancia de un brazo de la mujer que, antes de que yo pudiese hacer nada más, avanzó hacia mí blandiendo su cuchillo, cortando el aire con energía.
El acero se hincó en mi carne y la sangre comenzó a manar profusamente. En un primer momento me asusté mucho, pero la herida de alguna forma incrementó el nivel de adrenalina de mi cuerpo y aportó más valor a mis actos. Como respuesta a su ataque asesté a la mujer un increíble golpe con el que la arrojé contra la pared, en donde se quedó inmóvil, con sus extremidades descolocadas como una muñeca rota. El cuchillo que sujetaba salió despedido en la otra dirección, hacia el lugar en el que Marga aguardaba arrodillada, sollozando con la cara escondida tras sus manos.
La luz seguía bailando dentro del cuarto su danza de locura. No me importó. Todo se había acabado.
Me acerqué a Marga muy despacio, intentando tranquilizarla mientras buscaba las palabras y un tono de voz que mi garganta destrozada no era capaz de articular. Ella detuvo su llanto, me miró, y entonces sucedió algo que yo jamás hubiese podido imaginar. Mi esposa recogió el cuchillo del suelo y, con un interminable grito de furia, se arrojó contra mí con la intención de hacerme daño.
Lo primero que se me ocurrió fue que la tensión del momento debía de haberla trastornado, así que traté de detenerla de la forma más delicada posible, pero enseguida me vi superado por su rabia y energía.
Marga consiguió alcanzarme con el arma y el acero se introdujo por segunda vez en mi carne.
El tiempo se detuvo en la habitación.
Marga retrocedió y los dos nos quedamos contemplando el mango del cuchillo sobresaliendo de mi pecho.
La herida parecía muy grave.
Marga había vuelto a llorar, quizás al darse cuenta de lo que en su enajenación había sido capaz de hacer.
Extrañado, me dí cuenta de que no sentía dolor alguno. Tampoco de la primera herida, la que me había infringido Teresa. Cogí el mango del cuchillo con mi mano derecha y me lo saqué lentamente. El sollozo de Marga subió de tono hasta alcanzar un agudo propio de la histeria.
Yo no entendía nada.
Con el cuchillo ensangrentado aún en mi mano, levanté la vista hacia la persona que amaba. Marga miró a su alrededor con desesperación y la cara totalmente desencajada y su mirada se detuvo en la ventana que estaba entreabierta detrás de ella. Sin darme tiempo a hacer o decir nada, corrió hacia ella y se arrojó al vacío, desapareciendo en la noche.
Yo quería gritar, quería llorar, pero no era capaz de hacer ni lo uno ni lo otro. Me asomé a la ventana y a la luz de la luna creciente alcancé a ver el cuerpo de mi esposa, desmadejado sobre el granito de la entrada de la casa.
Corrí, casi volé. Atravesé la vivienda hasta llegar al lado del agonizante cuerpo de mi amada.  A la luz de la luna unos ojos casi sin brillo seguían reflejando terror. Un hilo oscuro se escapaba entre sus labios.
Con su último aliento Marga me preguntó algo que no alcancé a entender porque su débil voz se ahogaba en sangre. 
Después pude sentir cómo la vida abandonaba su cuerpo.
El dolor partió mi alma. Con su cabeza entre mis manos elevé la vista al cielo oscuro y grité, y el gritó desgarró la noche.
El amanecer me despertó al lado de su cuerpo inerte. No había sido una pesadilla. La persona a la que había querido más que a nada en el mundo yacía muerta a mi lado. Me incorporé atontado, sin saber que hacer, y entré en la casa. Condené en silencio el momento el que habíamos tomado la decisión de viajar hasta aquellos malditos parajes.
En mi desesperación intentaba encontrar una explicación racional a lo que había sucedido esa noche. Cuando crucé el vestíbulo lo entendí todo.
El reflejo en el espejo de cuerpo entero del vestidor tendría que haber sido mío, pero no podía ser yo. La figura que me devolvía la mirada tenía un rostro que ninguna persona podría describir sin perder el juicio en el intento. Los rasgos de mi cara dibujaban una máscara de horror, de terror puro y maldad absoluta. Pero nadie sostendría mi mirada el tiempo suficiente como para poder fijarse en detalle alguno, porque yo sabía que aquellas dos brasas, que brillaban con un rojo intenso en lugar de mis ojos, serían capaces de robar su alma, de provocar su locura. Por fin comprendí el pavor de Marga, ahora encajaba todo. Eliseo y Teresa no pretendían hacer daño a mi esposa, tan sólo querían defenderla de aquello que la había despertado en la noche, de aquello en lo que me había convertido.
Instintivamente miré las pequeñas heridas de mi mano, perfectamente curadas ya. Alrededor de ellas aparecía tatuada una tela de araña de pequeñas venas negras que crecía por momentos.
Han pasado varios días desde aquella noche. Los cambios en mi cuerpo parecen haberse detenido. Mis dientes se han vuelto extremadamente afilados y los labios ya no alcanzan a cubrirlos. Cada músculo de mi cuerpo es una cuerda tensa y acerada. Siento que las uñas de mis manos podrían clavarse sin esfuerzo en la madera. Mis ojos se han adaptado a buscar en la oscuridad. Siempre tengo hambre.
No soy capaz de recordar nada que me uniese a las criaturas muertas de la casa. Si alguna vez hubo algo, ha desaparecido. Sus cuerpos sólo son carne con la que me alimento. No tengo remordimientos.
El viento sopla entre los árboles y pronuncia mi nombre secreto, el del ser que ahora habita dentro de mí. Siento que le pertenezco. El me enseña a cazar y me guía. El me lleva a los límites del bosque. Allí observo en silencio a los hombres y sus cachorros sin que ellos sospechen. Envuelto en los juegos de luces y sombras del atardecer les acecho, agazapado, aguardando el paso de otro ser vivo con el que intentar saciar mi inagotable sed de sangre.

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