Con la colaboración en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano
—¡Malcom!, ¡Malcom!, ¡Malcom!
Mientras caminaba hacia el camerino,
podía sentir el hormigón vibrando bajo los pies con la energía de las sesenta
mil personas que coreaban su nombre. Suplicaban que volviese al escenario. Lo
querían, lo adoraban. Y querían más. Siempre querían más. La comunión con el
público había sido una experiencia solo comparable al mejor de los orgasmos. En
su retina todavía permanecía la imagen congelada de miles de almas haciendo los
coros de Love you till death. Pero ya
no habría más por esa noche. Estaba cansado. Se había vaciado, como en cada
concierto. Ahora cada una de las maltrechas células de su cuerpo pedía a gritos
algo con lo que poder silenciar el dolor. Necesitaba acallar los gritos,
esconderse de la luz, dormir un poco quizás. Aguardaría escondido en la
oscuridad del camerino hasta que los fans hubiesen desaparecido de los
alrededores del estadio. Después Vinnie lo llevaría al hotel, en donde lo
esperaba alguna de las chicas a las que había firmado autógrafos antes del concierto.
Vinnie siempre se encargaba de arreglarlo todo. Las escogía por él. Conocía sus
gustos, sus manías. Después las haría desaparecer con sigilo antes de que
llegase la luz del nuevo día. Malcom no soportaba despertar y tener que hablar
con alguien, y mucho menos con alguna de aquellas ninfas que lo veneraban como
a un dios.
Vinnie se cruzó en su camino. Malcom no
necesitaba nada de él ni de ninguna otra persona en ese momento. Solo quería
alcanzar la agradable oscuridad del camerino y tomar unas cuantas pastillas.
Seguramente le diría que el concierto había sido cojonudo, que era el mejor.
Para eso era su manager. Pero ahora mismo solo necesitaba silenciar las voces
de su cabeza.
—Eres el mejor, Malcom. —Sonrisa falsa—.
Nunca trabajé con alguien como tú.
Mentira, Vinnie nunca trabajaba. Era una
especie de sanguijuela que vivía del esfuerzo de los demás. ¿Qué perdería
Vinnie en todo esto si alguna vez las cosas salían mal? Nada. Siempre podría
encontrar a otro Malcom al que poder engatusar con sus palabras de encantador
de serpientes.
—Este concierto ha sido cojonudo, Malcom.
Sin duda el mejor de tu carrera.
Malcom sonrió cansado. Estaba aburrido de
oír las mismas frases un día tras otro. Con la tajada que se llevaba de todo,
Vinnie podía por lo menos esforzarse en ser un poco más original.
—Me gustaría que vieses a alguien,
Malcom. Se trata de un viejo amigo... Solo quiere hablar contigo acerca de su
propuesta, aquella de la que hablamos la semana pasada, ¿te acuerdas? —Vinnie
leyó el disgusto en los cansados ojos de Malcom—. Sabes que siempre quiero lo
mejor para ti, Malcom. Nunca haría algo que fuese en contra de tus intereses.
Yo personalmente he estudiado su oferta y creo que es muy generosa —le dijo
Vinnie mientras caminaba a su lado y tropezaba una y otra vez con los trastos
acumulados en los estrechos pasillos.
Otra mentira. Nadie quería solo hablar
con él. Todo el mundo quería un trozo suyo. Malcom se detuvo y miró a los ojos
del que una vez pensó que era su amigo. En la penumbra del pasillo Vinnie parecía
nervioso. Dentro de la cabeza de Malcom las voces estaban elevando el volumen y
amenazaban con desbordar los diques de la cordura. Estaba a punto de decir algo
desagradable, pero se dio cuenta de que Vinnie tan solo era otra pieza más en
una maquinaria que los manejaba a todos a su antojo mientras les vendía que
eran libres. No tenía sentido gritarle. Dar voces a aquel guiñapo de hombre
excesivamente entrado en carnes y adicto a la cocaína no haría que las voces
desapareciesen.
—Mañana, Vinnie. Hoy no puedo. Necesito
descansar.
Malcom puso la mano en el hombro de su
manager para dejar bien claro que la decisión no era negociable. Vinnie lo
conocía bastante bien como para saber que no era una buena idea ir más allá,
así que dejó que Malcom diese media vuelta y continuase su camino hacia el
camerino.
***
Media hora después, las voces eran solo
un pequeño murmullo. Las pastillas milagrosas y media botella de tequila
Herradura eran una combinación que no fallaba nunca, aunque era consciente de
que cada vez necesitaba más de esas pequeñas pastillas para encontrar la paz.
Malcom estaba tumbado en el diván,
vestido solo con unas pulseras de plata que brillaban débilmente en su muñeca.
La organización había convertido el camerino en un pequeño santuario iluminado
por diecinueve velas rojas. Esa era una de las peticiones que siempre
realizaban a la hora de firmar un contrato. Vinnie decía que las estrellas de
rock se medían por la cantidad y la extravagancia de sus exigencias.
El plan era tan sencillo como necesario.
Descansar con los ojos cerrados hasta acabar la botella de tequila que sostenía
por el bocal; hasta que bajase la marea. Alguien llamó a la puerta tres veces.
El sonido llegó hasta él amortiguado por los tranquilizantes y el alcohol, pero
fue suficiente para hacer que volviese a la realidad.
¿Acaso no le había dejado bien claro a
Vinnie que no quería ser molestado?
Malcom se incorporó y se miró al espejo,
y no le gustó lo que vio. ¿Qué quedaba del pequeño niño que jugaba al escondite
con sus amigos en los campos de trigo? Parecía que hacía mil años que su
familia se había visto obligada a emigrar a la ciudad, cuando el banco embargó
la granja y se quedó con todo: las tierras, los amigos, los recuerdos, la
esperanza... A veces todavía despertaba por la noche empapado en sudor y tenía
que obligarse a recordar que la pesadilla no era real, que ya no tendría que
preocuparse nunca más por la posibilidad de perder su casa.
—¿Hola? ¿Señor Haeskell? —Una voz de
hombre sonó al otro lado de la puerta.
¿Señor Haeskell? Nadie le llamaba así
desde hacía muchos años, probablemente desde la escuela. Quizás se tratase de
alguno de esos estirados periodistas cuyo único contacto con el rock era el que
tenía al apagar el estéreo de sus hijos los fines de semana. Lo cierto era que,
fuese quien fuese, por lo menos había demostrado suficiente arrojo e
inteligencia como para burlar al equipo de seguridad, pero no empezaba con buen
pie. Malcom no tenía precisamente buenos recuerdos de su etapa escolar.
Quizás si permanecía en silencio el
tiempo suficiente, el hombre pasase de largo.
La puerta se abrió sin su permiso, algo
que podría haberlo enfadado de no ser porque las pastillas lo habían sumido en
un estado de tranquilidad en el que era imposible exaltarse. Sentía curiosidad
por ver el rostro del intruso cuando lo viese desnudo. Con seguridad
balbucearía mil disculpas y se retiraría pensando si quizás ese fallo habría
acabado con su carrera en el periódico. O quizás le sacase una foto para la
portada del Rolling Stone. A Malcom no le importaba. Quienquiera que fuese no
saldría de allí con todos los huesos en su sitio si acababa por disgustarlo.
El hombre entró en la habitación sin
dudar un instante y no se mostró azorado por lo que vio. Parecía saber lo que
iba a encontrar allí adentro. Era muy delgado, con el pelo milimétricamente
peinado hacia atrás, y en su cara destacaban una nariz aguileña que le daba un
aspecto de ave rapaz y dos ojos oscuros en los que casi no había blanco. Iba
vestido de una forma que a Malcom se le antojó pasada de moda, como un inglés
de esas películas antiguas al que solo le faltaba una chistera, con mucha
clase, y se movía con la elegancia de esas personas que se creen superiores.
Malcom odiaba a ese tipo de personas. Habían sido individuos como aquel los que
los habían dejado sin casa, los que habían empujado a su padre al suicidio y a
su hermana a la prostitución y, al final, a las drogas.
Malcom no hizo gesto alguno por cubrirse.
Estaba en su reino, y allí podría obligar al extraño a desnudarse si quisiera...
Tomó otro trago de tequila.
—¿Quién coño eres y cómo has llegado
hasta aquí? —preguntó sin rodeos.
El hombre sonrió y enseñó unos dientes
blanquísimos. Ahora su cara se había transformado en la de un lobo.
—Hola, señor Haeskell. No es necesario
que se ponga a la defensiva conmigo. Mi nombre es Lucer Heylel, y estoy aquí
para hacerle una propuesta que no podrá rechazar.
Esa sonrisa que no se borraba de su cara
irritaba profundamente a Malcom, pero la seguridad que mostraba en sus gestos y
en su forma de hablar, con ese lenguaje tan estirado, picó su curiosidad. Todos
los días se acercaba algún tío raro, acudían como las polillas a la luz, pero
pocas veces mostraban tanta seguridad en su presencia. Bien, dejaría que
intentase venderle el paraíso antes de mandarlo a la mierda.
—Tienes toda mi atención. Dispara.
—Hoy he podido ver su concierto, señor
Haeskell, y ahora puedo decir que todo lo que me contaban de usted se queda
corto. Nunca he visto nada igual.
—Sí. Creo que no ha estado mal del todo.
—Es hora de que pase a jugar en las
grandes ligas, señor Haeskell. He venido para ofrecerle la oportunidad de
crecer, de hacerse una leyenda...
Otra vez su apellido. En los labios de
aquel hombre chirriaba como una uña arañando una pizarra. Malcom conocía muy bien
a las personas como Lucer: ejecutivos sin escrúpulos que venderían a sus madres
por una posición en las listas de ventas. Demonios que ponían el mundo a tus
pies y pesadas cadenas de oro en las manos. Versiones corregidas y aumentadas
de Vinnie. Adiós a la libertad, bienvenida esclavitud.
—Llámame Malcom. Y, para tu información,
ya estoy donde quiero estar —le espetó, y dejó que algo de bilis impregnase sus
palabras—. Ya soy la leyenda que quiero ser. Si de verdad has estado en el
concierto, habrás oído a sesenta mil personas gritar mi nombre.
—No es necesario que se enfade conmigo...
Malcom. Está muy cansado y quizás no sea consciente de todo lo que puedo
ofrecerle. Usted me habla de una batalla, yo le hablo de la guerra. Usted me
habla de un día, yo le ofrezco la eternidad. Estoy poniendo a su disposición la
maquinaria necesaria para que millones de personas coreen sus canciones como
himnos sagrados por toda la eternidad. Pida lo que necesite: compositores,
músicos, arreglistas... Usted figurará como el único autor de todo ello. Habrá
un antes y un después de su firma en este contrato —sacó unos papeles del
bolsillo interior de su americana, los desdobló y se los acercó a Malcom—. Y
créame, sé de lo que hablo. He dedicado toda mi existencia a construir los
ídolos que las masas adoran. Por mis manos han pasado todos los mitos que el
hombre venera desde el principio de los tiempos.
Malcom dejó la botella de tequila en el
suelo y hojeó los papeles. Estaban escritos a mano, con letra muy apretada y
una caligrafía propia de los documentos antiguos. Era increíble lo que la gente
desesperada era capaz de hacer para conseguir una firma suya. Esto era más de
lo que estaba dispuesto a soportar. Como juego había sido divertido, pero las
voces dentro de su cabeza estaban volviendo y la situación estaba empezando a
perder la gracia.
—Mira, como te llames, no me gusta tu
cara, ni tu propuesta, ni la forma en la que te has colado en el camerino. Y
estás loco si piensas que voy a firmar esto —y arrojó los papeles con violencia
hacia el hombre, que acabaron en el suelo—. Ahora sal de aquí o llamaré a
seguridad.
—El que está loco eres tú, Malcom, y
quizás por eso me gustas tanto. —El hombre pronunció lentamente las palabras
mientras recogía los papeles del suelo. Sus ojos brillaban de una forma
peligrosa—. Este contrato no es de los que necesitan ser leídos, hijo. Muchos
artistas, mil veces mejores que tú, matarían por poder firmarlo y que su nombre
pasase a la eternidad. Nadie desprecia una propuesta así. Pregúntale a Vinnie, él
sabe muy bien de lo que estoy hablando. Porque me caes bien, y en cierta manera
me recuerdas a mí hace mucho tiempo, te voy a dar la oportunidad de que lo
pienses un día más.
A pesar del embotamiento, Malcom detectó
una velada amenaza en las palabras de Lucer.
—Me parece que no quieres entender la
realidad de la situación, amigo.
—Piensa bien lo que vas a decir, muchacho, no vaya a ser que te
arrepientas toda la vida de tus próximas palabras.
En los ojos de Malcom podía leerse con
claridad que su decisión ya estaba tomada.
—Yo no te necesito, tío. Eres tú quien ha
venido a rogarme que firme tus jodidos
papeles... Era mi nombre el que aclamaba la gente ahí afuera, y eso no
me lo has dado tú. Más bien creo que lo que quieres es aprovecharte de mí, como
todos los demás. Ahora sal de este cuarto. No quiero verte nunca más.
El hombre se levantó.
—Hasta las flores más bellas se
marchitan.
—¡Que te follen!
Malcom tomó la botella del suelo y la
esgrimió como un arma. El hombre levantó una mano para tranquilizarlo mientras
dibujaba de nuevo la sonrisa de lobo en su cara.
—Tranquilo, Malcom, eso no será
necesario. No quiero ensuciar mi traje. Hay más formas, y tengo todo el tiempo
del mundo. ¡Ah, el ímpetu de la juventud! —comentó divertido—. Sangre nueva que
hierve. Un defecto del hombre que en ocasiones la vida no le permite corregir.
Lucer salió del camerino y cerró la
puerta tras él. Vinnie lo estaba esperando afuera y lo tomó del brazo. Una sola
mirada del hombre bastó para que lo soltase.
—Yo he hecho mi trabajo, señor Heylel.
—Como solía decir tu madre —dijo él con
voz afectada—, un trabajo puede hacerse de muchas formas, mi buen Vinnie.
Quizás debieras haberte esforzado un poco más. Sabes mejor que nadie que
siempre acabo por conseguir aquello que quiero. Solo existen dos posibilidades:
o me entregan su alma o les robo la vida. Pero aquel que me traiciona bien
puede acabar perdiendo ambas cosas...
—No, por favor —dijo Vinnie mientras le
besaba la mano.
—No lloriquees. No soporto los
lloriqueos. Todavía me eres útil, Vinnie, pero no me falles otra vez —amenazó
Lucer mientras se alejaba—. Por cierto, recuerdos de tu madre. Dice que te echa
de menos.
Pues yo a ella no, pensó Vinnie mientras
veía al hombre desaparecer entre las sombras. Aunque al final acabase por ir al
infierno, como todo el mundo, por lo menos esperaba no tener que hacerlo hasta
dentro de muchos años. Abrió la puerta del camerino y vio la imagen de Malcom
reflejada en el espejo.
—¿Qué es lo que has hecho?
—Trae el coche hasta el callejón y
llévame al hotel.
***
Esa noche, Malcom estaba en la habitación
del hotel, desnudo, de pie ante una cama enorme en la que dos hermosas mujeres,
también desnudas, se besaban y reían mientras le tendían la mano para invitarlo
a unirse a la fiesta. Vinnie había acertado de pleno con su elección. No
parecían las típicas chiquillas a las que había que enseñar quién era el que
mandaba en la cama, y que en ocasiones acababan llorando porque pensaban que
habían venido a otra cosa.
—Ven, Malcom, deja que te enseñemos una cosa
—le dijo la pelirroja, y él sonrió como si algo en el juego que estaba a punto
de comenzar pudiese sorprenderlo todavía.
Pensó que sería interesante dejarse
seducir. No recordaba haber puesto música, pero dentro de su cabeza, todavía
espesa por el alcohol y las pastillas, sonaban las notas de una música
embriagadora.
Malcom se dejó caer sobre la cama,
extendió los brazos, cerró los ojos y se rindió. Las mujeres se acercaron hasta
él con movimientos sensuales, deslizando su piel desnuda sobre las sábanas de
seda. Malcom sintió el calor de sus cuerpos duros, la presión de sus pechos, el
cálido aliento que se escapaba entre sus labios, el suave roce de unos dedos
que buscaban en cada rincón de su cuerpo. Todavía con los ojos cerrados,
permitió que la lengua de una de las chicas le separase los labios y se
enredase con la suya; adentro, cada vez más adentro, hasta que comenzó a
faltarle el aire...
Malcom abrió los ojos asustado e intentó
incorporarse, pero sus músculos respondían a cámara lenta a las órdenes que
impartía su espeso cerebro. Parecía que estuviese buceando en una piscina de
gelatina. Los párpados pesaban demasiado y los ojos recibían las imágenes
desdibujadas. La mujer que estaba sobre él escondía los rasgos de la cara entre
su melena pelirroja, y la mezcla de todo lo que había tomado debía de estar
jugándole una mala pasada, porque por un instante creyó ver cómo una
lengua demasiado larga como para
ser humana se escondía en la boca de la chica. Los ojos de la mujer,
semiocultos entre la cascada de pelo rojizo, brillaban con un fulgor extraño,
antinatural.
Malcom no podía pensar con claridad,
alguien tenía que haber puesto algún tipo de droga en su copa. No lograba que
se fuese de la boca el sabor de aquellos labios, tan dulces. Trató de luchar,
intentó resistirse al juego que proponían aquellas mujeres, pero los brazos y
las piernas pesaban demasiado, y además algo en su interior no estaba tan
seguro de querer que todo aquello acabase. La sensación de placer era
indescriptible. Nada ni nadie lo había llevado nunca hasta esos límites o le
había hecho sentir algo parecido. A pesar de no poder verlo, Malcom sintió cómo
las manos de la otra mujer guiaban con suavidad su erección al húmedo interior
de la pelirroja, que comenzó a moverse de una forma que hizo que arquease su
cuerpo. La mujer bajó su cabeza hasta la de él, acariciándolo con un cabello
que parecía tener vida propia.
—¿Ves, Malcom, todo lo que has perdido?
—le susurró al oído.
Y cuando la mujer se incorporó, sonreía,
y esa sonrisa dejó al descubierto unos delgados colmillos que daban a su cara
el aspecto de un lobo.
En ese momento Malcom sintió que los
músculos se estiraban y comenzaban a romperse, como cuerdas de guitarra
demasiado tensas, pero no tuvo tiempo de gritar, porque un instante después
también se rompió su corazón.
***
—No soy adivino. Pero me jugaría la paga
de un mes a que se trata de una sobredosis. —El forense levantó la vista del
cuerpo desnudo, se quitó las lentes y fijó los pequeños ojos porcinos en su
amigo, el teniente Bruce O'Malley.
—¡Joder, Ambrose, parece que te alegras
de que el muchacho haya acabado así!
—En absoluto. Desde que TMZ anunció la
muerte de este mozalbete, he recibido sesenta y siete llamadas perdidas de mi
hija mayor, a razón de una por minuto. Te aseguro que esta noche, durante la
cena, lo pasaré tan mal como si lo hubiese asesinado yo mismo.
—Bueno, supongo que eso te descarta como
sospechoso, por lo menos de momento —dijo Bruce sonriendo.
A su alrededor los hombres del
departamento de homicidios ponían la suite patas arriba sin ningún tipo de
piedad. El alcalde lo había llamado en persona. No todos los días moría un
ídolo del rock de talla mundial en su ciudad.
—¿Qué piensas de todo esto, Bruce?
—Hummmm... No lo sé, amigo, pero hay
muchas cosas que no encajan.
—¿En la versión de los guardaespaldas?
—En todo. Por un lado tenemos a ese par
de hormonados sin cerebro que aseguran haber metido a dos chicas, que no ha
visto nadie más, en esta habitación ayer por la noche, pero que hoy, al ir a
ponerlas de patitas en la calle, ya no había ni rastro de ellas. Evaporadas.
¡Puffff!
—¿Crees que pudieron haber sido ellos?
—Lo dudo. No ganan nada con su muerte. Al
contrario, a partir de este momento están oficialmente sin trabajo. ¿Quién
demonios iba a querer contratarlos ahora con semejante mancha en su currículum?
Durmiendo la mona mientras alguien se cargaba a la persona que vigilaban...
Gracias, Donnie —le dijo al agente que les acercó un par de cafés del Starbucks
de la esquina.
—Me obligarás a mentir de nuevo a Marsha
la próxima vez que me invites a cenar a tu casa —comentó divertido Ambrose,
mientras observaba a su amigo poner dos sobres de azúcar en el café.
—Soy incapaz de superar mi adicción al
café, pero odio esa porquería de sacarina —suspiró el teniente mientras
terminaba de revolver el café y tomaba un primer sorbo que le quemó la lengua—.
Necesito azúcar para poder pensar con claridad, amigo. Me pagan para usar el
cerebro, no para ponerme unas mallas. Además, tú siempre puedes mirar hacia
otro lado y hacer la vista gorda...
—¿Por qué crees que no se trata de una
sobredosis? —cambió de tema Ambrose.
—No hay carta, con lo que no parece un
suicidio. Su manager dijo en la declaración que el chico no tomaba nada más
fuerte que esas pastillas que te llevas al laboratorio y alcohol y, aunque de
momento no descarto nada, no parece que ese sea un cóctel capaz de dejar las
venas de alguien como si por ellas fluyese tinta china. Tú mismo dices que no
hay pinchazos...
—Por lo menos a simple vista. Te
sorprendería saber la cantidad de sitios por donde la gente se mete esa mierda.
Y que no sepa de lo que se trata no es nada extraño... Todos los días me
encuentro con alguna nueva droga de diseño creada a medida para estos nuevos
ricos. Los chicos se meten cualquier cosa que les prometa experiencias nuevas,
aun a riesgo de hacer de conejillos de indias y poner en peligro su vida. Están
de vuelta de todo. ¿Cuántos años tiene? ¿Veinticinco, treinta...?
Bruce abrió la carpeta con el informe.
—Veintiséis.
—Los jóvenes de ahora viven en veinte
años lo que nosotros en cincuenta. Tienen prisa por hacerlo todo cuanto más
rápido, más alto y más fuerte mejor.
—¡Joder, como en las olimpiadas!
—¿Cómo dices?
—Nada, olvídalo. Solo era un chiste malo.
—A los treinta años ya son viejos. Están
cansados. Y ahora imagina lo mismo, pero con el mundo a tus pies, sin nadie que
te controle. —Los dos hombres miraron el cadáver de la cama—. Temo por mis
hijas...
—Vamos, hombre, tú y yo hacíamos lo mismo
que ellos a su edad, solo que ya no te acuerdas.
—¡Ah, Bruce! —dijo mirando a su amigo a
los ojos—. Creo que me estoy haciendo mayor.
—No te ofendas, pero tenemos más de
cincuenta y cinco años. Para este mundo estamos pasados de moda.
—Ya, ya. ¿Por dónde vas a empezar a
investigar?
—¿Para qué quieres que te lo diga?, ¿para
filtrarlo al TMZ?
—¡Vete a la mierda! —le dijo su amigo
mirándolo con seriedad.
—Perdona, era solo otro chiste malo.
Necesito encargarme del capullo que filtró la foto a esos buitres. Respondiendo
a tu pregunta, pues me imagino que empezaré por apretarle las clavijas al tal
Vinnie. Está claro que era su camello y que él mismo es adicto a algo. Espero
que su adicción lo obligue a cantar durante el tiempo que lo tengamos retenido
en comisaría.
—Ese es mi Bruce. Siempre rozando la
legalidad.
—Ambrose, demasiado a menudo me veo
obligado a recordarte que somos los buenos —respondió el teniente mientras los
dos abandonaban la habitación del hotel.
***
Vinnie se sentía tan desasistido como un
talibán en Guantánamo. Llevaba tantas horas sentado en aquella silla de mierda,
soportando las tonterías de los polis, que tenía el culo tieso y dolorido como
si se lo hubiesen rociado con nitrógeno líquido.
Malcom estaba muerto.
Nadie jugaba con Lucer Heylel. Nadie
jugaba con Lucifer. ¡Qué tonto había sido el chico al no hacerle caso! ¿Qué te
pedían a cambio del éxito y la inmortalidad? Algo tan absurdo como el alma. ¡Y
a quién coño le importaba eso! Todo el mundo quería un trozo del pastel: la
mafia con sus extorsiones, el gobierno con los impuestos... y el diablo con el
alma. ¿Y para qué servía el alma si al final todos iban a ir al infierno por
una u otra causa?
Se sujetó las manos para intentar detener
el temblor producido por la abstinencia. Tenía que pararlo. No debía mostrar
debilidad. Nadie le había dicho todavía si estaba detenido. Solo le habían
preguntado una y otra vez por el origen de las malditas pastillas. Hasta ahora
había aguantado, pero sentía que los muros que rodeaban su castillo de
seguridad comenzaban a derrumbarse. No soportaría un nuevo interrogatorio.
La puerta se abrió y dejó entrar la
insoportable algarabía de la comisaría y a una mujer joven, vestida de
impecable traje pantalón, que cerró la puerta tras ella haciendo que regresase
el bendito silencio. La mujer se sentó frente a él.
—Buenos días, Vinnie. Soy la capitana
Selma Kendrick —le dijo mientras abría una carpeta y hojeaba unos documentos, y
con la otra mano levantaba ligeramente la placa que colgaba del cuello para
corroborar sus palabras. La mujer levantó la vista y fijó sus ojos en Vinnie—.
Para empezar te aclararé que no por el hecho de ser mujer vas a tener más
suerte que con mis compañeros.
—No sé nada más que lo que ya he dicho a
los demás polis... Quiero marcharme a casa. Mis abogados van a destrozar el
departamento de policía de esta ciudad.
—Bien, Vinnie Dacosta, me gusta que
pongamos las cosas claras desde el principio. —Selma sonrió, y su sonrisa le
trajo a Bruce el vago recuerdo de algo que no acababa de ubicar, pero que no le
agradaba—. Por lo que se ve, no le gusta que se metan en sus negocios, o tiene
miedo de lo que pueda pasarle si habla demasiado.
—Si supiese algo no tendría problema
alguno en decírselo. Estoy enfermo, muy enfermo, y no estoy en disposición de
sufrir por proteger a nadie...
—¿Ves, Vinnie, como todo es más fácil de
lo que parece? Eso es justamente lo que quería oír —la mujer amplió su sonrisa
y eso hizo que su cara adquiriese el aspecto de un lobo—. A nosotros tampoco
nos gusta que se entrometan en nuestros negocios —le dijo mientras se levantaba
de la silla y rodeaba despacio la mesa, acariciando con sus dedos el contorno.
—Espera un poco. No... No puedes estar
hablando en serio. —La voz del hombre se convirtió en un hilo en el que se
reflejaba el terror que sentía al darse cuenta de quién era la persona que
estaba encerrada con él en la habitación—. Siempre te he sido fiel...
—Pero acabas de decir que no podrías
resistir la tentación de hablar de nuestro acuerdo si presionasen de la forma
adecuada. Eres débil, Vinnie, esa adicción tuya te hace muy vulnerable —le
susurró Selma en el oído.
Vinnie sintió la punta de la lengua de la
mujer pasearse por su oreja y luego desplazarse sin prisa por su cara hasta
llegar a la boca. Sus labios se abrieron incapaces de resistirse al perfume
embriagador que lo envolvía.
—¿A qué nunca te han besado así, Vinnie?
—preguntó satisfecha la mujer al cuerpo inerte de Vinnie, que tenía los ojos
muy abiertos, clavados en el techo.
***
—Repíteme otra vez eso de que no habéis
visto a nadie entrar aquí, y que no sabéis quién coño es la pelirroja del
video, Frank, porque no acabo de creérmelo.
—Es la verdad, Bruce, nadie recuerda
haber visto a una mujer, y menos con esas curvas... No entiendo cómo ha podido
pasar.
—Muy bien, muy bien. Ahora déjanos solos,
por favor. —Bruce se volvió hacia su amigo, que se quitaba los guantes de látex
después de haber terminado la exploración preliminar—. Necesito que me des
alguna buena noticia, Ambrose.
—Pues, por el momento, lo único que puedo
asegurar es que está muerto y que, cuando se enteren los abogados de su
familia, tendremos que dar muchas explicaciones acerca de qué demonios era lo
que estábamos haciendo con él aquí, encerrado, sin acusarle de nada. Por lo
demás, y si creyese en Dios, estaría dispuesto a afirmar que parece obra del mismísimo
diablo.
—Una mañana, dos fiambres con las venas
tatuadas en negro bajo la piel, cero pistas... Estoy dispuesto a creer en
cualquier cosa. Incluso en que fuese el mismísimo diablo que tú mencionas el
que se los hubiese cargado por no firmar con sangre su contrato de fama a
cambio del alma.
—¿Tú firmarías?
—Seguro. Me gustaría ver a ese viejo
chivo buscando mi alma... Ya sabes lo que dice Marsha al respecto...
—Sí, que los hombres no tenemos corazón…
Ni alma. —Esa frase hizo que los dos sonriesen.
—Bueno,
me temo que ya no podemos hacer nada más por nuestro amigo Vinnie. Te invito a
comer. Necesito azúcar. Tenemos mucho trabajo por delante.
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