sábado, 8 de junio de 2013

EL PRECIO DEL TIEMPO


Publicado en: http://surcandoediciona.wordpress.com/2013/06/02/el-precio-del-tiempo/
Con la ayuda en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano


Cuando la puerta se cerró tras él, el cuarto se quedó casi a oscuras y tuvo que detenerse un segundo para permitir que sus ojos se acostumbrasen a la luz mortecina de la vela. La pequeña estancia estaba abarrotada de muebles antiguos y objetos envueltos en sombras. Alberto miró alrededor buscando a alguien, tratando de distinguir formas. Una pesada cortina de terciopelo cubría la pared del fondo. Las otras tres estaban tapizadas con decenas de pequeños portarretratos en los que se asomaban rostros en blanco y negro de personas que parecían tener los ojos clavados en él. Avanzó hasta la primera de las sillas que rodeaban una minúscula mesita vestida con un mantel bordado, y sobre la que brillaba con una tenue luz azulada una bola de cristal. El aire olía raro, rancio, como si llevase una eternidad atrapado entre aquellas cuatro paredes. A su derecha, el vaivén del péndulo de un pesado carillón atrapaba su atención cuando reflejaba la luz de la vela. Al ser consciente de todo lo que lo rodeaba, estuvo a punto de levantarse y echar a correr, de huir de aquel escenario plagado de tópicos preparado para engatusar a incautos desesperados. Pero en ese momento una silueta comenzó a tomar forma frente a él, sorprendiéndolo como solo pueden hacerlo los mejores trucos de magia, y entonces decidió quedarse a esperar. En realidad no tenía nada que perder.
Ya no podían quitarle nada más.
—Buenas tardes, don Alberto. ¿Por qué ha decidido venir a visitarnos? ¿Qué es lo que anhela en lo más profundo de su corazón? Dígaselo a madame Touseau —dijo lentamente la mujer con un marcado acento francés mientras se sentaba frente a él.
Alberto se removió nervioso en la silla. La mujer había utilizado el plural como si hubiese alguien más en la habitación. Ella sonrió con calidez y eso lo tranquilizó.
—Vamos, no tenga miedo. Lo más difícil siempre es dar el primer paso: atreverse a venir  aquí. Yo puedo verlo todo, y puedo ayudarle, pero necesito que usted me lo pida...
Alberto fijó su mirada en la cara de la mujer; le resultaba imposible determinar su edad. A la luz de la vela, y al contemplar aquel rostro menudo y arrugado como el de una uva pasa, solo se atrevía a asegurar que era mayor, pero no sabía cuánto. Cualquier cifra entre setenta y cien años podría ser posible. La mujer entrecerró unos ojos que parecían dos pequeñas canicas negras, como si estuviese haciendo un esfuerzo en ver a través de él.
—Hay algo —comenzó a decir él titubeante, y se detuvo para considerar la mejor forma de proseguir.
—Siempre hay algo, hijo, siempre hay algo —continuó ella con tono condescendiente—. ¿Algo en el pasado quizás?
—Sí —respondió él animado.
—Algo que sin duda le gustaría cambiar. —Al ver la cara de sorpresa del hombre, sonrió la mujer—. No se asuste, a veces es solo cuestión de aplicar un poco de lógica y algo de estadística. ¿Quién no querría cambiar algo en su pasado?
—Pues sí. De eso se trata, aunque supongo que ahora me dirá que es imposible.
Madame Touseau guardó silencio durante un instante.
—A mi edad puedo decirle que he visto muchas cosas que personas como usted creían que eran imposibles —dijo regañándolo—. Para que esto funcione, para que podamos romper las reglas de esta realidad que nos mantiene prisioneros en su cárcel de leyes físicas y químicas, necesito que crea en ello sin reservas. Le aseguro que, de ser así, no hay cosas imposibles.
Un extraño fulgor iluminó por un instante los ojos de la anciana.
—Creeré en lo que usted me diga que tenga que creer, madame —se oyó decir Alberto a sí mismo absolutamente desarmado.
—Bien, en ese caso… —La mujer hizo sonar una campanilla de plata e inmediatamente apareció de la nada la hermosa mulata que lo había recibido en la casa—. Beatrice, acércate por favor. —La anciana cuchicheó algo en el oído de la joven, que después se retiró obediente. Luego dijo—: En este punto me temo que tendrá que ser un poco más concreto, querido. ¿Cuándo exactamente sucedió ese hecho que le gustaría cambiar?
Alberto sopesó la respuesta. Volver a revivir el momento en el que el destino le había arrebatado a Clara de su lado no le hacía ningún bien, pero no sería muy diferente a lo que le sucedía una y otra vez, cada noche, cuando cerraba los ojos para intentar dormir. Decidió ser cauto, no quería abrir el corazón a alguien que todavía no había merecido su confianza.
—Hace aproximadamente dos años —dijo con un hilo de voz apenas audible y, al darse cuenta de ello, aclaró su garganta y continuó con un tono más elevado—. El quince de febrero del año 2011 sucedió algo que cambió mi vida.
—Una parte de usted murió aquella tarde, puedo verlo perfectamente.
Al oír aquellas palabras a Alberto se le erizaron los pelos de la nuca.
—Sí. Conozco a alguien que puede llevarlo de nuevo hasta ese momento —continuó la mujer—, alguien que, si acepta su petición, le exigirá un precio por hacerlo y le impondrá unas condiciones que tendrá que cumplir. Lo que usted desea, Alberto, es posible, solo tiene que pedírmelo.
El hombre hizo un esfuerzo por acallar las voces de su "yo" más escéptico. Por un lado quería creer, necesitaba hacerlo, precisaba pensar que era posible y que todavía había una oportunidad de volver junto a Clara. Pero por otro sabía que todos y cada uno de los esfuerzos por lograrlo habían acabado en rotundos fracasos, en enormes decepciones producidas por farsantes que le había asegurado que podían volver a ponerlo en contacto con su amada, de comunicarlo con ella. Mentirosos que tan solo buscaban su dinero. Alberto decidió poner a prueba a la mujer.
—Todo depende del precio...
—No se preocupe, querido, será caro, pero podrá pagarlo.
Como si todo estuviese cronometrado al segundo, Beatrice entró en ese momento en el cuarto con una bandeja de plata. La mulata dejó dos pequeñas copas de fino cristal tallado que contenían un líquido de color sangre y dos dedales de plata, después se fue en silencio.
—¿Y bien? —preguntó la mujer cuando se quedaron de nuevo solos.
—¿Ahora? —Alberto miró a los lados— Es decir... Quizás necesite pensarlo un poco, prepararme.
—¿Sí? ¿De verdad necesita pensarlo? Yo creo que está suficientemente preparado desde aquella fatídica tarde en la que le arrebataron lo que más quería. Usted no desea otra cosa más que estar de nuevo con ella y sería capaz de dar su vida por lograrlo. Escuche a su corazón, que está diciéndole a gritos lo que quiere, mientras usted se empeña en ignorarlo. —Después de un instante de incómodo silencio, la anciana continuó—­. Ya veo, desconfía de mis palabras porque piensa que soy como los demás charlatanes con los que se ha cruzado en su camino. Tiene miedo de fracasar de nuevo, de que su ilusión se evapore otra vez, y ese miedo lo mantiene atrapado entre las barreras de un mundo físico que cree que es imposible burlar. Prefiere vivir con la esperanza antes que con la decepción, pero eso no es vida. En realidad, usted ya está muerto, y lo sabe. Murió aquel quince de febrero, en el mismo instante en el que Clara dejó de respirar. —Al ver el  gesto de sorpresa en el hombre, madame Touseau continuó—. Quizás mañana yo no esté aquí. Quizás mañana no pueda ponerlo en contacto con aquel que podría ayudarle. La decisión es suya. Solo tiene que pedírmelo.
—Está bien, no siga. ¿Qué es lo que he de hacer?
La mujer sonrió.
—Apure el contenido de ese dedal de plata —dijo mientras hacía lo propio con el suyo—. Después disfrute del sabor de ese oporto añejo y deje que se lleve la amargura de su boca mientras esperamos a nuestro invitado. No tardará mucho.
Alberto tomó el pequeño dedal y en su interior vio un líquido amarillo que brillaba con luz propia. No se lo pensó dos veces y echó la cabeza atrás a la vez que vaciaba el contenido en la boca. De inmediato, un sabor amargo y ardiente le quemó la garganta a medida que el líquido viscoso bajaba por ella. Dejó el dedal en la mesa y tomó un sorbo del oporto que atenuó el fuego en la boca del estómago.
Frente a él, madame Touseau lo miraba con la sonrisa congelada. Al instante, el rostro de la mujer comenzó a temblar como si la luz de la vela fallase. La habitación entera empezó a vibrar. Alberto restregó los ojos para aclararse la vista y, cuando los abrió de nuevo, comprobó que la cabeza de la mujer colgaba ligeramente hacia atrás. Unos ojos completamente blancos y sin rastro alguno de pupilas miraban hacia un punto a la espalda de donde él estaba sentado. Alberto intentó moverse, girar la cabeza y ver qué era lo que la mujer veía, pero en ese momento comprobó con sorpresa que no podía hacerlo porque los músculos no le obedecían. Y por primera vez se asustó.
La habitación seguía temblando. El líquido amarillo debía de ser algún tipo de droga alucinógena. Algo, o más bien la ausencia de algo, llamó su atención a la derecha. Ya no podía percibir el brillo del péndulo. Como no podía mover la cabeza, forzó los ojos y por el rabillo comprobó que el péndulo se había parado en un punto que distaba mucho de ser la vertical. El tiempo, por lo menos el que marcaba el carillón, se había detenido de una forma brusca y antinatural. La temperatura de la habitación bajó de forma ostensible. El vaho de su respiración comenzó a dibujar con claridad arabescos delante de los ojos, pero no era capaz de ver la respiración de la anciana.
Algo se movía detrás de él. No podía verlo, y tampoco había escuchado nada, pero podía sentirlo. Su sexto sentido le decía que estaba pasando algo fuera de lo común. Un instante después comenzó a oír un sonido rasposo que se acercaba hasta él, como si alguien arrastrase unos pies calzados en papel de lija. Un miedo frío e irracional se apoderó de él. Intentó preguntar quién era el que estaba allí, o llamar a Beatrice, pero tampoco pudo articular palabra. Unos dedos extremadamente largos y huesudos asomaron por encima de su hombro y un ser que no alcanzaba a ver le susurró en el oído de forma sibilina.
—Quince años. Ese es el precio. Quince años de tu vida y te llevaré de nuevo con Clara.
¿Años había dicho? ¿Acaso tendría que pagar con años? ¿Qué clase de tontería era esa? Alberto estaba aterrado y confundido. ¿Qué era lo que se suponía que tenía que hacer ahora? De nuevo volvió a pensar que no tenía nada que perder, que nadie en su sano juicio podía pedirle años de su vida como pago por algo que no podría cumplir, puesto que ambas cosas eran imposibles y desafiaban toda lógica. La respiración pestilente de la presencia lo aturdía hasta el punto de casi hacerle perder la consciencia y no le dejaba pensar con claridad.
Alberto decidió que lo mejor sería seguir el juego de aquellos locos y aceptar la propuesta, seguir su juego y conseguir que lo dejasen libre, así que la preocupación en ese momento pasó a ser cómo iba a comunicar su decisión si no podía articular palabra.
—Muy bien —susurró de nuevo el ser detrás de él—, así se hará. Pero ten en cuenta una última advertencia: no podrás cambiar nada más que aquello por lo que has pagado —dijo la presencia mientras se alejaba.
Alberto sintió que la presión sobre sus músculos se relajaba a la vez que una sensación de mareo le invadía la cabeza y lo obligaba a cerrar los ojos. El hombre se llevó las manos temblorosas a las sienes, que estaban a punto de estallar, y en ese instante todo terminó tan repentinamente como había comenzado.
Alberto abrió los ojos y lo que vio lo abrumó.
Estaba sentado en una silla, en el centro de una habitación de similares dimensiones a aquella en la que estaba apenas unos segundos antes, pero nada era igual. La claridad del día se filtraba entre las maderas que tapiaban la ventana del fondo y, a pesar de que solo era un hilo de luz, era suficiente para ver que el abandono y la suciedad estaban presentes en cada rincón de la estancia. No sabía cómo se habían arreglado para cambiarlo todo en un instante, pero eran buenos, condenadamente buenos.
Alberto se levantó sorprendido por haber recobrado el uso de los músculos. La bebida que le había dado la vieja debía de haber hecho que recuperase energías, porque se sentía descansado, pletórico de fuerzas, como si hubiese dormido durante varias semanas. Atravesó varias estancias, todas ellas en el mismo estado de abandono, y salió a la calle. No había letrero en el portal que anunciase la presencia de la médium. Desde luego, pensó, si todo era fruto de una organización encaminada a engañar a la gente, eran extremadamente minuciosos. Pero todavía no sabía qué era lo que pretendían con actuaciones como esa. Quince años de su vida... Quién en su sano juicio pediría algo así, algo que no estaba en su mano poder pagar.
Alberto tomó el autobús que lo llevaría hasta el oscuro refugio en el que se había convertido su casa. Sentado, meditaba mientras miraba con ojos tristes a la gente ir y venir en aquel hermoso atardecer de primavera que no podía apreciar, porque ya no tenía sentidos con los que paladearlo. En lo único que aquella farsante había acertado era en que ya estaba muerto, y los muertos no son capaces de disfrutar de las cosas de los vivos.
Alberto bajó en su parada y al levantar la vista sufrió el primer impacto de la tarde. Don Hilario lo saludó, como cada vez que se cruzaba en su camino, porque don Hilario era una persona muy educada y un conversador extraordinario, de los que ya no quedaban. Un caballero, recordó que le decía siempre Clara.
—Buenas tardes, don Alberto —le dijo—. Hoy no puedo detenerme, que he de ir a recoger a mi nieto a la salida del entrenamiento, y ya llego tarde.
—Pues buenas tardes, don Hilario —contestó sorprendido.
Hasta ahí todo habría sido de lo más normal, de no ser porque a don Hilario se lo había llevado un año antes un cruel cáncer de esos que no avisan hasta que era demasiado tarde.
La cabeza de Alberto comenzó a dar vueltas y a pensar en todo lo que le había sucedido esa tarde. A pesar de que la parte racional de su cerebro le decía que era imposible, una sospecha comenzó a cobrar forma. Unos pasos más adelante estaba el kiosco en donde siempre compraba la prensa, así que corrió hasta él y buscó con urgencia la fecha en los periódicos.
Quince de febrero de 2011.
Lo habían conseguido. Esos cabrones le habían hecho retroceder en el tiempo.
Su mente se bloqueó incapaz de creer lo que estaba pasando. Alberto dio una vuelta sobre sí mismo buscando detalles que lo orientasen, y miró alrededor con los ojos desorbitados. Las personas con las que se cruzaba le devolvían la mirada extrañadas, como si pudiesen leer lo que estaba pensando en ese momento.
Se miró el reloj. Las seis y veinte de la tarde. Estaba perdiendo un tiempo precioso. En apenas unos minutos Clara llegaría del trabajo como cada día. Tenía que alcanzar antes que ella la parada del autobús. Alberto no estaba en forma, pero corrió como si su alma dependiese de ello. Empujaba a la gente con la que se cruzaba y chocaba con las mesas de las terrazas. Atravesó calles con los semáforos en rojo, ganándose los bocinazos de los conductores, mientras su cabeza trabajaba a la velocidad de la luz, todavía incapaz de aceptar por completo la nueva realidad.
Por fin alcanzó a ver la parte trasera del autobús. Estaba detenido en un semáforo. Alberto lo alcanzó y, mientras recuperaba el aliento, comenzó a caminar a su alrededor mientras daba pequeños saltos para buscar entre los pasajeros a través de las ventanillas. Cuando ya estaba a punto de perder la esperanza, creyó distinguir la silueta de Clara entre las personas que estaban en la parte de delante, a la espera de que abriesen las puertas para descender en la próxima parada. Dio otro salto y sus ojos se inundaron de lágrimas de alegría cuando fue capaz de confirmarlo. Era ella, sin lugar a dudas. Con el corazón desbocado, Alberto comenzó a gesticular para llamar la atención de Clara o de alguno de los que estaban a su alrededor. Un señor mayor la avisó, y la mujer giró la vista y lo vio. Y sonrió. Y Alberto pensó que no cambiaría ese momento por todo lo que el cielo pudiese ofrecerle, y agradeció a Dios la nueva oportunidad que acababa de darle.
No consentiría que nadie volviese a separarlo de Clara.
Pero el volver a verla no debía desviarlo del objetivo final, su mujer todavía no estaba a salvo. Si todo sucedía tal y como podía recordar, Clara moriría atropellada por un coche que se saltaría un semáforo a unos veinte metros de la parada del autobús.
Alberto acompañó el transporte en el último tramo hasta la parada y aguardó impaciente a que las puertas abriesen. Apenas pudo esperar a que Clara bajase, y se abalanzó sobre ella abrazándola de tal forma que llamó la atención de todos los que estaban alrededor.
—¡Caramba, cielo! —exclamó ella—. Cualquiera diría que llevamos años sin vernos...
Las lágrimas corrían por las mejillas del hombre de forma incontenible.
—No te puedes imaginar lo que me alegro de verte —fue todo lo que acertó a decir.
Alberto en ese instante recordó lo que había vivido dos años antes. La plaza estaba llena de gente. A aquella hora muchas personas salían de trabajar y las madres que habían ido a buscar a los niños al colegio disfrutaban de los últimos rayos de sol antes de volver a casa. Si todo volvía a suceder del mismo modo, el coche arrollaría a varias personas en el paso de cebra que estaba a unos metros de allí. Había salvado a Clara, pero tres niños morirían y otros dos sufrirían graves heridas si no hacía nada por evitarlo. Ahora tenía una ventaja, conocía lo que pasaría y podría cambiarlo.
—¡Espérame sentada en este banco, Clara! No te muevas. Prometo que luego te lo explicaré todo.
Alberto dejó atrás a su mujer y comenzó a correr de nuevo hacia el punto en el que sabía que se produciría la tragedia. Pudo ver cómo el semáforo se ponía en rojo para los vehículos. Los niños que esperaban pacientemente su turno, y que sabían que la silueta en verde era la señal que estaban esperando, comenzaron a moverse. A cien metros del paso de cebra, el coche cuya matrícula se había dibujado una y otra vez durante los dos últimos años en sus pesadillas avanzaba a una velocidad excesiva mientras el conductor hablaba por el móvil. Nadie más pareció darse cuenta de lo que iba a suceder. Alberto se dio cuenta de que no podría llegar a tiempo de evitar la catástrofe, así que gritó con todas sus fuerzas. El mundo se detuvo en ese momento. De alguna forma, algún tipo de milagro hizo que su voz se elevase por encima de la algarabía, y todos volvieron la cabeza hacia él, incluso aquellos que estaban a punto de cruzar la calle. Ese instante de vacilación de la multitud fue suficiente para que el coche desbocado pasase de forma milagrosa entre las personas sin tocar a nadie. Alberto no podía creer lo que había sucedido. Había conseguido cambiar la historia.
Cuando el conductor se dio cuenta de su error, pisó a fondo el freno, pero fue demasiado tarde. El vehículo impactó con violencia con el río de automóviles que circulaban a buena velocidad por la avenida, una de las principales arterias de la ciudad. La sucesión de golpes más o menos estruendosos parecía no terminar nunca. Alberto asistió impotente, como las demás personas en la plaza, a un violento espectáculo de caos y destrucción en el que solo podían ser observadores pasivos. La cadena de choques se alejó de su posición a medida que más vehículos se veían involucrados en el accidente. El hombre vio cómo un vehículo fuera de control saltaba por encima de los setos de los jardines y causaba el pánico en la plaza. De repente todo terminó. Ahora solo se oían las sirenas de la policía y de las ambulancias, y los gritos de las personas que habían sido testigos del accidente. Un policía pasó corriendo a su lado mientras hablaba por la radio. Alberto oyó algo acerca unos niños y una mujer que estaban muy graves.
—¡Noooooo! —gritó mientras corría al encuentro de Clara, incapaz de creer lo que estaba sucediendo.
Alberto luchó con desesperación para atravesar la marea humana que rodeaba el lugar en el que había dejado a Clara. Cuando por fin pudo ver lo que había sucedido, se derrumbó. Su peor pesadilla se había hecho de nuevo realidad.
El conductor relataba con tono histérico a la policía que no había podido hacer nada por evitarlo. Había sangre por todas partes. El banco en el que había dejado a Clara estaba hecho añicos. El enorme todoterreno blanco había aterrizado sobre él y la mujer yacía entre los restos de madera y amasijos de hierro. Una de las pesadas ruedas del coche aplastaba su pecho. Alberto se arrodilló junto a su esposa, que todavía respiraba. Clara le buscó la mano y se la apretó. Lo miraba con unos ojos asustados que comenzaban a perder el brillo de la vida, mientras sus labios temblaban al intentar articular alguna palabra. Alberto se agachó aún más, pero no pudo escuchar nada salvo el aliento que se le escapaba de la boca. La mujer tosió y unas pequeñas gotas de sangre tiñeron su vista de rojo. Alberto sintió que la fuerza con la que le apretaba la mano disminuía poco a poco, hasta desaparecer. Y lloró. Y mientras lloraba se preguntaba quién podía ser tan cruel como para haber jugado con él de esa manera.
Un niño que llevaba un balón rojo debajo del brazo se acercó y se agachó a su lado.
—No tenías que haber intentado cambiar más que aquello por lo que habías pagado —le susurró al oído con su voz infantil, y después le aguantó la mirada durante un instante.
El cerebro del hombre tardó un instante en reaccionar. La voz del niño y el mensaje que le transmitía no encajaban en la misma escena. Del mismo modo que no podía ser de día y de noche a la vez. Era imposible. Pero después Alberto lo entendió todo. Tendría que haberse conformado con salvar a Clara, ellos habrían respetado su pacto. Eso era lo que estaba intentado decirle el niño y el saberlo le hizo más daño todavía.
El chico se alejó y se mezcló entre la multitud. Alberto lo vio desaparecer y, mientras acunaba el cuerpo de Clara en su regazo, maldijo al cielo por haberle arrebatado a su mujer por segunda vez.

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