Con la colaboración el la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano
Era la primera vez que acudía al Full Moon y, si todo sucedía tal y como
había previsto, también sería la
última. El hombre extendió la mano mientras caminaba y entregó al solícito
chico de la entrada la tarjeta del deslizador y una buena propina para que se
lo aparcase. Lo hizo sin mirarlo a la cara; no tenía ganas de perder tiempo
respondiendo al "gracias, señor" del muchacho, y tampoco le apetecía
crear un efímero vínculo entre ambos ofreciéndole una sonrisa diplomática. Le
desagradaban ese tipo de "obligaciones sociales" con alguien que
quizás fuese a morir entre sus manos poco tiempo después.
Comenzó a sentir apetito, y no era el
tipo de hambre que se podía saciar al llenar el estómago con comida. Era algo
más primitivo, algo que estaba escrito a fuego en los genes de cada especie
desde el principio de los tiempos: la necesidad que tenían los animales de
aparearse.
Tenía
que darse prisa, la luz de la luna llena tiraba de él y no tardaría en caer
rendido bajo su hechizo, así que permitió que le abriesen la puerta y entró en
el local dejando atrás el lacerante frío de febrero.
El Full Moon era de los locales más
elegantes de la ciudad. No podía recordar quién se lo había recomendado, pero
le habían dicho que merecía la pena cada dólar gastado entre aquella lujosas
paredes de terciopelo. El olor no tenía nada que ver con el de esos otros
antros que apestaban a sudor y a ambientador barato, y que acostumbraba a
visitar cuando sus negocios lo llevaban a México. Y no era que esto último le
desagradase especialmente. Al contrario, le satisfacía porque hacía del juego
sexual algo diferente.
Al
final, lo único importante era que las chicas no lo defraudasen. Y eso, hasta
ahora, nunca había sucedido. Ni en Chicago, ni en México. Las mujeres siempre
eran hermosas, cada una a su manera. Por lo menos las que le gustaban a él, que
eran aquellas que no tenían muchos años más que los necesarios para no llamar
la atención de la policía.
Siguió
a una voluptuosa camarera a través de un pequeño laberinto y pasó por delante
de una barra atendida por varias mujeres de curvas insinuantes. Todas iban
vestidas con prendas ceñidas y diseñadas para enseñar aún más de los hermosos
cuerpos al menor movimiento.
Cuando
llegó a la sala en la que tenía lugar el espectáculo, escogió una pequeña mesa
escondida en la penumbra y alejada del escenario. No precisaba verlo todo en
primera fila. Su vista era excelente y deseaba disfrutar tanto de la actuación
como de las reacciones del público. Además, necesitaba un poco de intimidad. El
hambre aumentaba y no podría retrasar el proceso durante mucho más tiempo.
Aunque todavía soportaba el dolor, sentía su piel arder con la fiebre y el
sudor ya había empapado por completo la ropa. Extendió los dedos de las manos
delante de él y vio cómo los pequeños espasmos musculares los hacían temblar de
forma incontrolable. La bestia no estaba siendo amable con él, como en cada
cambio, y pugnaba por salir al exterior para verlo todo con sus propios ojos.
En
el escenario, una chica bailaba al compás de una música exótica. Tenía mucha
clase. Parecía poco más que una jovencita, pero se veía a la legua que estaba
acostumbrada a moverse de una forma que hacía que aflorase el lado más
primitivo de cada hombre. Conocía la reacción que sus movimientos despertaban en
un público ávido de sexo como el que la observaba, y disfrutaba de la
situación.
El
hombre sonrió ante lo oportuno que le pareció que la joven estuviese disfrazada
con una pequeña capa roja que apenas cubría una pequeña parte de su cuerpo.
La
camarera que lo había conducido hasta la mesa se acercó y dejó un bourbon delante de él con una sonrisa.
Parecía no percatarse de la evidente transformación que estaba sufriendo aquel
hombre escondido en el rincón y, si lo hizo, no dio muestra alguna de
sorprenderse. Al inclinarse, la mujer acercó sus generosos pechos y hasta él
llegó el dulce perfume de ella. No la burda y artificial mezcla de esencias por
la que los hombres podían llegar a pagar miles de dólares, sino aquel que latía
de forma casi imperceptible sobre la piel: el dulce aroma de la juventud, el de
los delicados compuestos químicos que las glándulas liberaban cuando anunciaban
que una hembra estaba dispuesta. Era un crimen intentar enmascarar esa
fragancia, pero hacía siglos que las mujeres insistían en disfrazarlo y
preferían oler como plantas en flor.
Decidió
que ya no sujetaría por más tiempo a la bestia. El hambre se había convertido
en algo incontrolable, en un río caudaloso que amenazaba con desbordar los
cauces de la cordura. Las manos del hombre apretaron los reposabrazos de la
butaca con tal fuerza que los astillaron. La fase final del proceso sucedió en
un instante. No había nada en el mundo tan gratificante como el placer que
sucedía al dolor de la transformación.
Sus
ropas se rasgaron cuando su ADN defectuoso obligó a los músculos a
multiplicarse hasta alcanzar varias veces el volumen normal. Ya no podía
recordar qué lo había llevado hasta allí, o al hombre que había sido apenas
unos segundos antes.
Ahora el lobo había tomado por fin el control,
y tenía mucha hambre.
Ninguno
de los presentes pareció molestarse por los ruidos que provenían del rincón del
fondo. La enorme bestia se irguió sobre sus patas traseras y arrojó con gran
estrépito la mesa contra la pared. A unos pocos metros, la chica continuaba
moviéndose alrededor de una barra vertical, ajena a lo que sucedía en el rincón
oscuro. El lobo avanzó lentamente con sus ojos negros como un pozo sin fondo
clavados en la frágil figura de la mujer. Ella pareció reparar en su presencia
pero, lejos de asustarse, comenzó a deslizar las manos por su cuerpo de una
forma turbadora, incitándolo, excitándolo.
Un
gruñido ronco eclipsó la música por un instante y la bestia saltó sobre
aquellos que estaban más próximos, derribando sillas y mesas. No tuvo piedad.
El hambre era muy fuerte y lo dominaba por completo. Romperlos en mil pedazos
fue tan fácil como arrebatarle el muñeco a un niño. Cuando terminó, la sala
estaba cubierta de trozos de carne más o menos reconocibles. La sangre cubría
los delicados dibujos con motivos eróticos de las paredes en oleaginosas
manchas oscuras y el dulce olor de la muerte saturaba sus sentidos.
Lo
sorprendente había sido que ninguno de los presentes había opuesto resistencia.
Ni siquiera habían llegado a girar la cabeza para preguntarse qué era lo que
sucedía detrás de ellos, o habían llegado a emitir un grito de sorpresa o dolor
cuando había comenzado a desmembrarlos.
Y
eso no le agradaba en absoluto.
Nada
podía compararse con el sabor de la carne cuando estaba regada con la
adrenalina que producía el miedo.
Aunque
el olor de la sangre embotaba sus sentidos y le impedía razonar con claridad,
el lobo se dio cuenta de que algo extraño estaba sucediendo. Mientras tanto, la
muchacha seguía bailando, ahora solo para él, y los movimientos hipnóticos de
sus caderas lo mantenían paralizado, como en trance. La música acabó y con ella
la actuación. Ahora la mujer estaba de espaldas a él y le mostraba su hermoso
cuerpo desnudo sin ningún tipo de rubor o miedo a lo que pudiese sucederle.
Tras un interminable instante, ella giró la cara y le guiñó un ojo con picardía
mientras humedecía los labios con la punta de la lengua en un gesto que no
necesitaba traducción. Eso fue más de lo que la bestia pudo soportar. El gran
lobo se abalanzó sobre el escenario dispuesto a reclamar para sí a aquella
joven de carne tierna y sonrosada.
De
repente todo se esfumó. La chica, el escenario, la carne, la sangre, todo.
Victor
abrió los ojos desorientado, incapaz de determinar en qué lugar se encontraba.
Una agradable luz de color ámbar fue creciendo en intensidad hasta que el
hombre alcanzó a ver qué era lo que lo rodeaba. Entonces lo recordó todo.
La
entrevista.
Intentó
incorporarse, pero no pudo. Estaba suspendido ingrávido en posición horizontal,
y los pies y las manos estaban sujetos por unas ligaduras invisibles. En una de
las paredes se deslizó una puerta. Una enfermera entró en la sala y comenzó a
retirar la delicada maquinaria que lo envolvía y con la que le habían hecho el
examen. Víctor no pudo evitar sentir un poco de vergüenza cuando comprobó que
mantenía una enorme erección que no podía disimilar.
—No
se preocupe —comentó ella sin darle demasiada importancia al asunto, mientras
tecleaba en una consola traslúcida para liberar las sujeciones—. Las fantasías
son demasiado reales y la mayoría de las veces el cuerpo nos traiciona.
Prácticamente veo algo así todos los días, aunque la verdad es que casi nunca
de esas dimensiones —y la mujer sonrió con picardía.
—¿Y
bien, Anna? ¿He pasado la prueba?— preguntó él mientras se incorporaba.
—Acompáñeme,
por favor, señor Ionescu. En unos segundos conoceremos la respuesta a esa
pregunta.
Él
la siguió sin poder apartar los ojos de aquel cuerpo, lo que lo transportó de
nuevo a aquella parte de la fantasía en la que iba tras la camarera por el
pasillo de terciopelo. Mientras caminaba, Víctor hacía esfuerzos por colocar la
palpitante hinchazón de su entrepierna de una forma en la que llamase menos la
atención, pero todo intento era inútil. La moda que había llevado a las mujeres
a vestir aquellos trajes desechables de una pieza, que se ajustaban al cuerpo
como una segunda piel, eran un fastidio para un momento como aquel, en el que
necesitaba con urgencia transferir sangre de sus partes bajas a otras zonas del
cuerpo menos delatoras. Sobre todo si la mujer que lo llevaba puesto poseía una
silueta de escándalo como la de Anna.
La
mujer pulsó una luz en la pared. A su derecha se deslizó una puerta por la que
entraron a una habitación amueblada con una mesa de cristal y una reliquia de
estantería estilo Ikea. Víctor silbó impresionado al verla. La fabricación de
ese tipo de muebles estaba prohibida desde que había entrado en vigor la Ley
Mundial de Protección de la Madera, y su presencia era un símbolo de
ostentación que solo las más poderosas personas o corporaciones se podían
permitir. Si vendiese aquella pieza en el mercado negro, podría vivir
holgadamente durante varios años.
Las
delicadas manos de Anna teclearon algo en la pequeña consola y el contorno de
unas sillas se dibujó en el aire. Después se sentó detrás de la mesa
transparente y lo invitó a hacer lo mismo frente a ella.
—Bien
—comentó mientras volvía a teclear—. Veamos cuál es el análisis de MTVac.
Al
instante ambos fueron capaces de ver el resultado de la prueba en la
holopantalla. En ella se podía leer el puesto de trabajo para el que se había
examinado, la fecha, 25 de enero de 2152, su nombre, Víctor Ionescu, y el
veredicto: RECHAZADO.
—¿Rechazado?
No entiendo. ¿Qué es lo que ha salido mal esta vez?
Ella
acomodó su cuerpo en la silla transparente de una forma que lo puso aún más
nervioso.
—Sólo
MTVac tiene acceso al archivo de la prueba, señor Ionescu. La LPD protege ese
informe de la vista de cualquiera que no esté cualificado. Pero, por lo que
puedo ver, se trata de algo relacionado con el sexo. Al parecer, el nivel de
violencia con el que se ha desenvuelto en la prueba está dentro de unos límites
aceptables según los estándares definidos en la Convención de los Derechos del
Mutante, pero usted sabe tan bien como yo que todos aquellos que estamos
modificados genéticamente no podemos tener relaciones sexuales con humanos. La
mezcla de ADN es inaceptable. Según MTVac, ese es el motivo por el que no ha
superado la prueba.
—Pero
si me estaba examinando para un puesto de conductor en un transbordador.
—Le
recuerdo que este no es un transbordador espacial cualquiera, señor Ionescu. Se
trata de una prueba para un puesto de copiloto en el GaneMed, el vehículo que
transporta en cada viaje a más de cinco mil mujeres mineras que trabajan en
Fobos. Tres meses encerrado en una lata de sardinas con todas esas mujeres —la
enfermera le guiñó un ojo—. Me temo que todo eso estaba perfectamente
especificado en las bases de la convocatoria.
El
hombre hundió su mentón, decepcionado. Era la enésima vez que lo descartaban
por su tara genética. Estaba seguro de que ya nadie le daría trabajo. Él no
podía evitar ser como era. No podía arrancar la bestia de su cuerpo. No sin
acabar con él mismo. Quizás fuese eso precisamente lo que buscaban, que todo
acabase. Sintió cómo la ira comenzaba a crecer en su interior y luchó para
intentar evitar que se desbocase.
—¿Para
qué demonios tenemos los chivatos entonces? —Y señaló el pequeño dispositivo
que los mutantes de clase dos y tres estaban obligados a llevar en un lugar
visible, y que avisaba del cambio inminente—. Se supone que este aparato
protege a los "normales" de los seres como nosotros.
—Usted
sabe tan bien como yo que eso no es suficiente. Eso de poco serviría en un
entorno tan reducido como el del GaneMed.
No
había nada que pudiese decir o alegar para tratar de rebatir la decisión. Ellos
ponían las reglas y siempre tenían la sartén por el mango. Víctor se sentía
víctima de una conspiración.
—No
es justo. Me han manejado a su antojo desde el primer momento.
—Bueno,
señor Ionescu, usted conoce el procedimiento. Cerberus estudia las debilidades
del sujeto y construye una fantasía en lo que lo coloca en una situación
extrema para calibrar sus reacciones. Nunca una situación de estrés es igual a
otra. Sabe que puede alegar lo que desee al juicio de MTVac, pero no le servirá
de mucho —contestó ella con el cansancio propio de la rutina—. Todo nuestro
instrumental está perfectamente calibrado.
—¡Y
una mierda! —gritó Victor fuera de sí a la vez que se levantaba y lanzaba un
manotazo que arrancó de la mano el módulo de control a la enfermera—. Ahora
resulta que mi tara no es aceptable en esta sociedad edulcorada, pero bien que
nos fue a todos cuando yo, y otros muchos como yo, luchamos durante diez años
en las Guerras del Agua y utilizamos nuestras habilidades para derrotar a los
alienígenas, ¿verdad? Me imagino que lo mejor para todos hubiese sido que no
sobreviviésemos...
Víctor
se dio cuenta de que no tenía sentido pelear en aquella sala. Anna no tenía la
culpa. La guerra, su guerra, estaba perdida. La sociedad a la que había salvado
el culo en tantas ocasiones lo rechazaba. Las bestias como él no tenían cabida.
—Víctor,
cálmese o me veré obligada a llamar a seguridad.
—Está
bien —aceptó el derrotado mientras volvía a sentarse—. Discúlpeme, Anna, no
volverá a suceder. —La enfermera le dio la espalda y se agachó para alcanzar el
módulo de control, que se había colado bajo el mueble de madera. Los ojos
mejorados genéticamente de Víctor se recrearon con la vista de cada pequeño
pliegue de la exuberante anatomía de la mujer. Disfrutó de la vista de cada
colina, de cada pequeño valle, mientras ella intentaba alcanzar el módulo,
ajena al peligro—. Anna, ¿me permite preguntarle algo?
—Por
supuesto —respondió ella con voz de esfuerzo.
—Antes
utilizó el plural al referirse a los genéticamente modificados.
—Así
es —dijo ella sin volverse. Casi podía acariciar el módulo de control con la
punta los dedos.
—Podría
decirme cuál es su "habilidad". No puedo ver su chivato.
—¡Oh,
sí! Por supuesto. No tengo inconveniente. No llevo chivato porque soy un
mutante tipo uno. Absolutamente inofensiva. Aquí donde me ve, tengo ciento
setenta y dos años. Mis genes, por suerte o por desgracia para mí, hacen que
envejezca a cámara lenta.
—¡Caramba!
—dijo él con voz zalamera—. Ciento setenta y dos años. Nadie lo diría.
Víctor
comenzó a sentir el mismo tipo de hambre que había sentido en la prueba de la
que acababa de despertar, y con un gesto premeditado se desprendió del chivato
y lo dejó sobre la mesa de cristal.
«No me han dejado tener a Caperucita, pero
quizás todavía pueda tener a la abuelita»,
pensó mientras un velo rojo sangre le nublaba la vista. Ya no era capaz de
razonar, la transformación había comenzado. La sangre comenzó a acumularse de
nuevo en sus músculos hipertrofiados y en la entrepierna. Era muy difícil
encauzar el caudal de aquel río desbordado. Sintió cómo los brazos se
convertían en gruesos postes y sus músculos palpitaban con la llegada de la
adrenalina. El volumen que estaba adquiriendo su cuerpo gracias al ADN
modificado hizo que se rasgase la ropa y en un instante el enorme animal quedó
desnudo. De su boca colgaba un delgado hilo de saliva producto de la
excitación.
La
mujer se dio la vuelta muy despacio.
Lo
primero que vio fue al lobo. Una bestia enorme de pelo largo y negro que
brillaba bajo la luz artificial. Después vio el chivato sobre la mesa y
entonces comprendió cómo Víctor había conseguido transformarse sin llamar su
atención. El animal era mucho más grande de lo que hubiese podido imaginar,
pero ella no se asustó. Estaba acostumbrada a manejar situaciones parecidas. En
su mano apareció, como por arte de magia, una frágil varita plateada. Al verla
y entender qué era lo que iba a suceder a continuación, el lobo aulló de forma
lastimera. Un instante después un rayo cegador golpeó al animal con fuerza.
Anna era muy buena utilizando el descargador. En un mundo tan extraño como
aquel en el que vivía, en el que nada era lo que parecía, tenías que serlo para
sobrevivir si ibas por la calle luciendo un cuerpo como el suyo, moldeado con
innumerables sesiones de cirugía, y que además adoraba enseñar. Anna se había
tomado su tiempo y había sido muy cuidadosa a la hora de escoger aquella parte
de la anatomía del animal a la que aplicar el doloroso voltaje del descargador.
Por eso había elegido los testículos. Casi sentía pena por aquella bestia que
se retorcía en el suelo aullando de dolor, con la mitad del cuerpo debatiéndose
entre permanecer como un lobo o volver a ser humano.
Anna
se permitió disfrutar un instante más del sufrimiento del hombre, después llamó
a seguridad. Enseguida llegaron dos hombres que se lo llevaron a rastras.
Ahora, además de haber sido rechazado, Víctor tendría que responder ante la
justicia por haberse quitado el chivato para evitar que diese la alarma durante
la transformación. Sería condenado, y sin lugar a dudas encerrado durante mucho
tiempo. Todas las entrevistas se grababan por motivos de seguridad y ningún
juez tendría dudas acerca de sus intenciones.
Cuando
se quedó sola en la habitación, la mujer comenzó a teclear unas órdenes para
cerrar de forma definitiva el expediente de Víctor Ionescu y preparar a MTVac
para la siguiente entrevista, pero al instante se detuvo y levantó la cabeza a
la vez que arrugaba su pequeña nariz con desagrado. A pesar del olor acre a
pelo quemado, su delicado y mejorado olfato todavía podía oler el rastro de
feromonas que había liberado de forma intencionada en cuanto Víctor había
comenzado la prueba. De no ser por el agente inhibidor que se había inyectado
esa misma mañana, a ella misma le hubiese sido muy difícil resistirse al
cambio. Al principio no había estado del todo segura de que Víctor no pudiese
descubrirla, porque los lobos podían olerse aún como humanos, y había estado a
punto de echarlo todo a perder al reconocer que ella misma era una mutante.
Pero desde el primer momento el hombre había estado más preocupado por la
entrevista que por ella. Y ese había sido su gran error, pensó mientras sacaba
del Ikea el chivato que la identificaba como una loba mutante de nivel tres, y
se lo volvía a colocar en un lugar visible.
Él
solo quería pasar la prueba y ella eliminar competencia en la manada.
Pobre
Víctor, nunca había tenido la más mínima oportunidad. ¿Cómo iba aquel pobre
hombre a adivinar que lo que a ella le gustaban en realidad no eran los lobos,
sino las tiernas caperucitas?
Anna
sonrió mientras ponía en marcha el reciclador de aire de la sala para continuar
con su tarea.
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