sábado, 11 de enero de 2014

APUNTES DEL APOCALIPSIS: LA CENA DE NOCHEBUENA

La noche en que todo terminó, Caridad lloraba en silencio en la cocina. No porque él hubiese vuelto a casa borracho, como casi siempre, y hubiese comenzado a golpearla sin motivo. Eso sucedía tan a menudo que ya no la hacía llorar ni siquiera en una noche tan especial como la de Nochebuena. Lloraba porque no había sido capaz de hacerlo desde que César se había ido, hacía ya casi una semana, y porque ahora se había dado cuenta que desde entonces ya no necesitaba ser fuerte por nadie. Quizás pecase de soberbia, pero le parecía injusto que Dios nunca hubiese estado de su lado. Estaba segura de haber hecho todo lo que se suponía que tenía que hacer para merecerlo, pero Él, que se jactaba de ser el pastor de almas, no había estado ahí ni siquiera cuando había cometido el mayor error de su vida al casarse con el hombre equivocado.
En la radio, la voz de un locutor bastante exaltado tomó el relevo de la música navideña. Decía cosas sin sentido. Gritaba y hablaba del fin de los tiempos mientras citaba pasajes del Apocalipsis, pero a ella le dolía tanto el cuerpo que no era capaz de prestar atención a sus palabras. Seguramente hablaría de más muertos, enfermedad y hambre en algún lugar del mundo. Los desastres eran tan habituales que la gente ya había perdido la capacidad de sorprenderse. Quizás se tratase de eso, que todo estuviese tan mal que Dios no dispusiera de tiempo más que para arreglar las cosas realmente importantes. Quizás las plegarias de todos se amontonasen en una especie de lista de cosas que hacer para mañana, cuando la tormenta de desastres en el mundo amainase un poco. Porque lo que no estaba dispuesta a admitir era que no hubiese nadie al otro lado de la línea.
Por eso, y a pesar de todos los momentos de duda, Caridad nunca había perdido la fe. "A Dios rogando y con el mazo dando" era uno de los dichos favoritos de su madre. Y su forma de dar con el mazo había sido —y sería hasta que Dios quisiera atenderla— mostrarse indiferente a los gritos y a los golpes. Tantos años de sufrimiento habían acabado por hacer de ella una roca que resistía sin rechistar los embates de las olas. Así era desde que entendió que cualquier otra actitud podía volver la tormenta una tempestad de proporciones inimaginables, que solo dependían del nivel de rabia que él tuviese acumulado o de la fuerza y el atrevimiento que le proporcionase el alcohol.
¡Qué tonta había sido al pensar que la llegada de César podría haberlo arreglado todo! El que algo tan hermoso como su pequeño hubiese podido nacer de tanto odio y tanto mal todavía llenaba sus ojos de lágrimas. En aquellos nueve meses de tregua llegó a pensar que las cosas podían volver a ser como antes, cuando él la había querido. De hecho, la paz regresó a su vida de forma tan inesperada que a veces incluso le había parecido obsceno ser tan feliz. En alguna ocasión hasta había vuelto a oír un "te quiero" que le sonaba raro, como si no lo mereciese, pero daba igual, el poder de esas dos palabras juntas podía eclipsar todos los malos momentos.
Todo eso solo sirvió para hacer más cruel el regreso de la tormenta, que llegó con la intensidad de antaño cuando el doctor les dijo que algo no iba bien con el pequeño. Muchas pruebas y varios días después, los diagnósticos confirmaron las suposiciones iniciales. César había nacido condenado por la maldición de una enfermedad cruel e incurable. Aquella misma tarde, nada más llegar a casa, Caridad volvió a convertirse en un pequeño barco en medio de la tempestad. Una y otra vez él le gritó que ella era la única culpable de lo que le ocurría a César y, de tanto oírlo, llegó a creerlo. Fueron muchas las noches de insomnio en las que se preguntó qué era lo que había hecho tan mal en su vida como para merecer tanto sufrimiento. ¿Cómo podía ser que Dios siguiese sin escucharla? Cuando parecía que ya no podía ponerla a prueba de ninguna otra forma, ocurría algo que haría que cualquier otra persona doblase la rodilla y se rindiese. Pero eso no le sucedería a ella. No ahora que César la necesitaba. Y así fue que durante años, Caridad, que temía por su hijo, fue fuerte por los dos. Se sacrificó y alejó, en la medida de lo posible, la violencia de la presencia del pequeño, porque entendió muy rápido que si él descargaba toda su ira con ella, la posibilidades de que la tormenta alcanzase también a César eran mucho menores.
Hasta que unos días atrás intentó despertar a su pequeño, como cada mañana, y descubrió que él ya no estaba. Se había ido. Sin ruido, sin llanto. Su cuerpo menudo y frágil continuaba arropado bajo el edredón, pero ya no era más que una cáscara vacía. La chispa vital que lo animaba se había apagado. En aquel momento, Caridad no supo si maldecir o agradecer que todo hubiese acabado. Estaba tan hecha a la idea de que las cosas tenían que terminar así, que durante un tiempo solo sintió una extraña mezcla de pena y alivio. La inevitable muerte que acabaría por visitarlos a todos se había llevado al único anclaje que la sujetaba a este mundo de sufrimiento. Y tomó una determinación. A pesar de que eso iba en contra de sus creencias, si Dios no se ponía al teléfono y le decía qué era lo que esperaba de ella, más pronto que tarde iría a pedirle explicaciones en persona.
Y allí, en la cocina, con los ojos anegados en lágrimas, decidió que ese momento había llegado. Ya no podía soportar más dolor. Para ella Nochebuena era sinónimo de recogimiento y de reunión familiar. Y eso era exactamente lo que haría. Aquella noche era tan buena como cualquier otra para partir en busca de su hijo. Se iría y lo haría como él, en silencio. Se reuniría con su única familia y nadie podría reprocharle nada. Lo había intentado todo hasta el último momento. Incluso esa noche, y a pesar de todo el dolor acumulado, se había puesto el mejor vestido de su humilde guardarropa y se había pintado los labios, no por pensar que algo pudiese cambiar en su matrimonio, eso era imposible y a ello ya estaba resignada, si no por respeto al recuerdo de su pequeño. También había intentado guardar la compostura cuando lo había visto llegar borracho, y no había dicho nada cuando se había sentado a la mesa vestido con una sucia camiseta de tirantes. Tampoco cuando había despreciado todos y cada uno de los platos que ella, dentro de la austeridad de sus posibilidades, había preparado con cariño. Pero de nada le había servido intentar hacerse invisible. Había veces que hasta la sumisión más absoluta desencadenaba la tempestad.
Caridad secó las lagrimas con un pañuelo y gimió ligeramente cuando su mano rozó la mejilla dolorida por el último golpe. Cada vez había más gritos en la calle y más alboroto. Era imposible que alguien se lo pasara bien gritando de esa forma, pero qué sabía ella de la diversión. En ese momento sonaron unos golpes en la puerta, y oyó cómo él arrastraba la silla para levantarse de la mesa y dirigirse a la entrada, trastabillando y chocando con los muebles, mientras se preguntaba entre insultos y balbuceos quién tendría el atrevimiento de molestarlos a esas horas.
No esperaban invitados y, con la cantidad de alcohol que él había ingerido, aquello solo podía ser el preludio de problemas más grandes. Quizás fuese alguno de los vecinos, alertados por los golpes y los ruidos, pensó mientras colocaba unas peladillas en una fuente en la que también había unos trozos de turrón. Fuese quien fuese, se iba a llevar una buena reprimenda, y ella no podía hacer nada por evitarlo porque, por el bien de todos, sería mucho mejor que nadie la viese con el rostro amoratado. Ya no quería más problemas. Todo acabaría muy pronto. Todavía no sabía cómo, pero cuando él durmiese se pondría a ello.
Caridad continuó ajena a lo que sucedía en la otra habitación y, cuando terminó de colocar los dulces en la bandeja, salió de la cocina para dirigirse al comedor. Era curioso que no hubiese oído cerrar la puerta. Quizás por una vez el incidente se hubiese saldado sin violencia.
Lo que vio en el salón la dejó helada por un momento e hizo que casi dejase caer la bandeja del turrón al suelo. Al final todos los años de oraciones no habían sido en vano. Dios por fin la había escuchado.
Allí estaba su pequeño César, más hermoso todavía que en vida, con el mismo traje con que lo habían enterrado. Estaba un poco más pálido y más delgado, pero eso era normal. A saber qué habría comido por ahí en estos días que llevaba fuera de casa.
Al principio se asustó al ver aquellos ojos sin brillo, pero cuando el pequeño la vio y separó la boca del ensangrentado cuello de su padre, volvieron a ser los del César que recordaba, llenos de un amor capaz de forjar un vínculo que ni la mismísima muerte había sido capaz de romper: el que ataba a una madre con su hijo.
Lo cierto era que el pequeño había cambiado para mejor: se había curado de su enfermedad y parecía mas fuerte de lo que jamás había sido en vida. Otro insignificante detalle que la extrañó fue que a César nunca le había gustado la carne, y sin embargo ahora estaba dando buena cuenta de su padre, con tal saña, que daba la impresión de que se estaba vengando de tantos años de sufrimiento. Ya lo decía el refrán: quien sembraba vientos acababa recogiendo tempestades.
Caridad no le dio la menor importancia al hecho de que la sangre lo estaba dejando todo perdido, ya tendría tiempo para limpiarlo a fondo al día siguiente, así que se sentó a la mesa y se dispuso a terminar la cena con un buen trozo de turrón, mientras César continuaba con su festín. Por primera vez desde hacia muchísimos años se sentía relajada. Todos los problemas habían desaparecido de golpe. Por fin solos. Tendría que ingeniárselas para seguir alimentando a su pequeño, pero ya se le ocurriría algo. Quizás fuese interesante llevar a César a que visitase a doña Alejandra, la vecina del segundo que, según de las habladurías del barrio, había mantenido una relación más íntima de lo que debiera con su marido; o a don Oscar, el tendero, que ya no les fiaba más desde el mes de octubre. Caridad no sabía, pero ya no le importaba, estaba segura de que el mismo Dios que le había traído a César otra vez a casa se encargaría de proveer.