La noche en que todo terminó, Caridad lloraba en silencio
en la cocina. No porque él hubiese vuelto a
casa borracho, como casi siempre, y hubiese comenzado a golpearla sin motivo.
Eso sucedía tan a menudo que
ya no la hacía llorar ni siquiera en una
noche tan especial como la de Nochebuena. Lloraba porque no había sido capaz de
hacerlo desde que César se había ido, hacía ya casi una semana, y porque ahora
se había dado cuenta que desde entonces ya no necesitaba
ser fuerte por nadie. Quizás pecase de soberbia, pero le parecía injusto que
Dios nunca hubiese estado de su lado. Estaba segura de haber hecho todo lo que
se suponía que tenía que hacer para merecerlo, pero Él, que se jactaba de ser el
pastor de almas, no había estado ahí ni siquiera cuando había cometido el
mayor error de su vida al casarse con el hombre equivocado.
En la radio, la voz de un locutor
bastante exaltado tomó el relevo de la música navideña. Decía cosas sin
sentido. Gritaba y hablaba del fin de los tiempos mientras citaba pasajes del
Apocalipsis, pero a ella le dolía tanto el cuerpo que no era capaz de prestar
atención a sus palabras. Seguramente hablaría de más muertos, enfermedad y
hambre en algún lugar del mundo. Los desastres eran tan habituales que la gente
ya había perdido la capacidad de sorprenderse. Quizás se tratase de eso, que todo
estuviese tan mal que Dios no dispusiera de tiempo más que para arreglar las
cosas realmente importantes. Quizás las plegarias de todos se amontonasen en
una especie de lista de cosas que hacer para mañana, cuando la tormenta de
desastres en el mundo amainase un poco. Porque lo que no estaba dispuesta a
admitir era que no hubiese nadie al otro lado de la línea.
Por eso, y a pesar de todos los
momentos de duda, Caridad nunca había perdido la fe. "A Dios rogando y
con el mazo dando" era uno de los dichos favoritos de su madre. Y su
forma de dar con el mazo había sido —y sería hasta que Dios quisiera atenderla—
mostrarse indiferente a los gritos y a los golpes. Tantos años de sufrimiento
habían acabado por hacer de ella una roca que
resistía sin rechistar los embates de las olas. Así era desde que entendió que
cualquier otra actitud podía volver la tormenta una tempestad de proporciones
inimaginables, que solo dependían del nivel de rabia que él tuviese acumulado o
de la fuerza y el atrevimiento que le proporcionase el alcohol.
¡Qué tonta había sido al pensar que la
llegada de César podría haberlo arreglado todo! El que algo tan hermoso como su
pequeño hubiese podido nacer de tanto odio y tanto mal todavía llenaba sus ojos
de lágrimas. En aquellos nueve meses de tregua llegó a pensar que las cosas
podían volver a ser como antes, cuando él la había querido. De hecho, la paz
regresó a su vida de forma tan inesperada que a veces incluso le había parecido
obsceno ser tan feliz. En alguna ocasión hasta había vuelto a oír un "te
quiero" que le sonaba raro, como si no lo mereciese, pero daba igual, el
poder de esas dos palabras juntas podía eclipsar todos los malos momentos.
Todo eso solo sirvió para hacer más
cruel el regreso de la tormenta, que llegó con la intensidad de antaño cuando
el doctor les dijo que algo no iba bien con el pequeño. Muchas pruebas y varios
días después, los diagnósticos confirmaron las suposiciones iniciales. César
había nacido condenado por la maldición de una enfermedad cruel e incurable.
Aquella misma tarde, nada más llegar a casa, Caridad volvió a convertirse en un
pequeño barco en medio de la tempestad. Una y otra vez él le gritó que ella era
la única culpable de lo que le ocurría a César y, de tanto oírlo, llegó a
creerlo. Fueron muchas las noches de insomnio en las que se preguntó qué era lo
que había hecho tan mal en su vida como para merecer tanto sufrimiento. ¿Cómo
podía ser que Dios siguiese sin escucharla? Cuando parecía que ya no podía
ponerla a prueba de ninguna otra forma, ocurría algo que haría que cualquier
otra persona doblase la rodilla y se rindiese. Pero eso no le sucedería a ella.
No ahora que César la necesitaba. Y así fue que durante años, Caridad, que
temía por su hijo, fue fuerte por los dos. Se sacrificó y alejó, en la medida
de lo posible, la violencia de la presencia del pequeño, porque entendió muy
rápido que si él descargaba toda su ira con ella, la posibilidades de que la
tormenta alcanzase también a César eran mucho menores.
Hasta que unos días atrás intentó
despertar a su pequeño, como cada mañana, y descubrió que él ya no estaba. Se
había ido. Sin ruido, sin llanto. Su cuerpo menudo y frágil continuaba arropado
bajo el edredón, pero ya no era más que una cáscara vacía. La chispa vital que
lo animaba se había apagado. En aquel momento, Caridad no supo si maldecir o
agradecer que todo hubiese acabado. Estaba tan hecha a la idea de que las cosas
tenían que terminar así, que durante un tiempo solo sintió una extraña mezcla
de pena y alivio. La inevitable muerte que acabaría por visitarlos a todos se
había llevado al único anclaje que la sujetaba a este mundo de sufrimiento. Y
tomó una determinación. A pesar de que eso iba en contra de sus creencias, si
Dios no se ponía al teléfono y le decía qué era lo que esperaba de ella, más
pronto que tarde iría a pedirle explicaciones en persona.
Y allí, en la cocina, con los ojos
anegados en lágrimas, decidió que ese momento había llegado. Ya no podía
soportar más dolor. Para ella Nochebuena era sinónimo de recogimiento y de
reunión familiar. Y eso era exactamente lo que haría. Aquella noche era tan
buena como cualquier otra para partir en busca de su hijo. Se iría y lo haría
como él, en silencio. Se reuniría con su única familia y nadie podría
reprocharle nada. Lo había intentado todo hasta el último momento. Incluso esa
noche, y a pesar de todo el dolor acumulado, se había puesto el mejor vestido
de su humilde guardarropa y se había pintado los labios, no por pensar que algo
pudiese cambiar en su matrimonio, eso era imposible y a ello ya estaba
resignada, si no por respeto al recuerdo de su pequeño. También había intentado
guardar la compostura cuando lo había visto llegar borracho, y no había dicho
nada cuando se había sentado a la mesa vestido con una sucia camiseta de
tirantes. Tampoco cuando había despreciado todos y cada uno de los platos que
ella, dentro de la austeridad de sus posibilidades, había preparado con cariño. Pero de nada le había servido
intentar hacerse invisible. Había veces que hasta la sumisión más absoluta
desencadenaba la tempestad.
Caridad secó las lagrimas con un
pañuelo y gimió ligeramente cuando su mano rozó la mejilla dolorida por el
último golpe. Cada vez había más gritos en la calle y más alboroto. Era
imposible que alguien se lo pasara bien gritando de esa forma, pero qué sabía
ella de la diversión. En ese momento sonaron unos golpes en la puerta, y oyó
cómo él arrastraba la silla para levantarse de la mesa y dirigirse a la entrada,
trastabillando y chocando con los muebles, mientras se preguntaba entre
insultos y balbuceos quién tendría el atrevimiento de molestarlos a esas horas.
No esperaban invitados y, con la
cantidad de alcohol que él había ingerido, aquello solo podía ser el preludio
de problemas más grandes. Quizás fuese alguno de los vecinos, alertados por los
golpes y los ruidos, pensó mientras colocaba unas peladillas en una fuente en
la que también había unos trozos de turrón. Fuese quien fuese, se iba a llevar
una buena reprimenda, y ella no podía hacer nada por evitarlo porque, por el
bien de todos, sería mucho mejor que nadie la viese con el rostro amoratado. Ya no quería
más problemas. Todo acabaría muy pronto. Todavía no sabía cómo, pero cuando él
durmiese se pondría a ello.
Caridad continuó ajena a lo que
sucedía en la otra habitación y, cuando terminó de colocar los dulces en la
bandeja, salió de la cocina para dirigirse al comedor. Era curioso que no
hubiese oído cerrar la puerta. Quizás por una vez el incidente se hubiese
saldado sin violencia.
Lo que vio en el salón la dejó helada
por un momento e hizo que casi dejase caer la bandeja del turrón al suelo. Al
final todos los años de oraciones no habían sido en vano. Dios por fin la había
escuchado.
Allí estaba su pequeño César, más
hermoso todavía que en vida, con el mismo traje con que lo habían enterrado. Estaba un poco más pálido y más
delgado, pero eso era normal. A saber qué habría comido por ahí en estos días
que llevaba fuera de casa.
Al principio se asustó al ver aquellos
ojos sin brillo, pero cuando el pequeño la vio y separó la boca del
ensangrentado cuello de su padre, volvieron a ser los del César que recordaba,
llenos de un amor capaz de forjar un vínculo que ni la mismísima muerte había
sido capaz de romper: el que ataba a una madre con su hijo.
Lo cierto era que el pequeño había
cambiado para mejor: se había curado de su enfermedad y parecía mas fuerte de
lo que jamás había sido en vida. Otro insignificante
detalle que la extrañó fue que a
César nunca le había gustado la carne, y sin embargo ahora estaba dando buena
cuenta de su padre, con tal saña, que daba la impresión de que se estaba
vengando de tantos años de sufrimiento. Ya lo decía el refrán: quien sembraba
vientos acababa recogiendo tempestades.
Caridad no le dio la menor importancia
al hecho de que la sangre lo estaba dejando todo perdido, ya tendría tiempo
para limpiarlo a fondo al día siguiente, así que se sentó a la mesa y se
dispuso a terminar la cena con un buen trozo de turrón, mientras César
continuaba con su festín. Por primera vez desde hacia muchísimos años se sentía
relajada. Todos los problemas habían desaparecido de golpe. Por fin solos. Tendría que ingeniárselas para seguir
alimentando a su pequeño, pero ya se le ocurriría algo. Quizás fuese interesante
llevar a César a que visitase a doña Alejandra, la vecina del segundo que,
según de las habladurías del barrio, había mantenido una relación más íntima de
lo que debiera con su marido; o a don Oscar, el tendero, que ya no les fiaba más desde el mes de octubre. Caridad
no sabía, pero ya no le importaba, estaba segura de que el mismo Dios que le
había traído a César otra vez a casa
se encargaría de proveer.