Con la colaboración de mi amiga Mariola Díaz Cano
Nathan
se sirvió un poco más de vichyssoise y colocó el plato con delicadeza frente a él.
Después respiró hondo, se quitó una inexistente mota de polvo de la manga del esmoquin
y levantó la vista con timidez para mirar a los ojos al resto de comensales. Las
notas de Brahms flotaban con delicadeza en el aire y la luz de las velas hacían
que el comedor temblase con una calidez acogedora, pero lo que tenía que decir
era tan importante que, a pesar de que sentía el agradable calor de la cocaína
recorriendo su cuerpo, no podía evitar estar un poco nervioso. Había
llegado el momento y todavía no estaba preparado. Y no era una cuestión de
tiempo. A pesar de las veces que había ensayado el discurso, no se sentía cómodo
abriendo el corazón ante los demás, aunque se tratase de su familia. Sentía los
ojos de todos clavados en él, expectantes. Aclaró la voz con un pequeño
carraspeo y bebió un sorbo de agua. Tomó la mano de Manuel para coger fuerzas y
empezó:
—Lo... Lo primero que quiero hacer es agradecer vuestra
presencia aquí en esta noche tan especial. Esto significa mucho para mí. Nada más
que falta Sami —comentó con cierto pesar mientras dirigía la vista a la silla
vacía a su derecha—, pero ya sabíamos que por ese trabajo que absorbe todo su
tiempo y la enorme distancia que la separa de nosotros no iba a ser fácil que
pudiese estar con la familia. —Tomó aire. No se le daba bien hablar en público
y quizás lo estaba haciendo un poco atropelladamente. Sentía la boca seca—.
Tengo ya treinta y siete años, y creo que es el momento de acometer algún
cambio en mi vida que aporte cierta estabilidad. Todos sabéis que no estoy
preparado para vivir solo. Nunca lo estuve y nunca lo estaré. No podría
soportarlo. He pasado muchos años de mi vida buscando respuestas a ese
problema. Desde niño he visitado médicos que nada más que se mostraban
interesados en tu chequera, madre. Personas sin escrúpulos que me recetaban pastillas para intentar que dejase
de ser yo mismo. Hasta que por fin comprendí que no todos tenemos por qué ser
iguales. Algunos nacemos con una sensibilidad especial, somos de naturaleza más
delicada, de espíritu más puro, y necesitamos estar siempre protegidos,
rodeados por aquellos que más queremos. Por eso agradezco el enorme esfuerzo
que has hecho, madre, al aceptar por fin entre nosotros a Manuel —miró a su
izquierda y volvió a apretar la mano de la persona con la que había decidido
pasar el resto de su vida, ¿acaso era una pequeña lágrima eso que asomaba en su
ojo?—. Sé que no ha sido fácil y que has puesto mucho de tu parte. Y también sé
que lo has hecho solo por el amor que sientes hacia mí. Por eso te doy las
gracias. —Le dio la impresión de que esas palabras habían ablandado el gesto
siempre duro de su madre—. En cuanto a ti, padre, no sé cómo agradecerte que
hayas decidido volver con la familia precisamente esta noche. No quiero
perderos a ninguno; no podría soportarlo. —Ahora era él el que comenzaba a
sentir la humedad en sus ojos—. Ya por último, me gustaría también tener unas
palabras de agradecimiento para Manuel, la persona que mejor me conoce y me
entiende. Sé que tenías muchas dudas y, a pesar de lo que sientes por mí,
estuviste a punto de arrojar la toalla por todo lo que me rodeaba. Pero eso se
acabó. Ya ves que ha merecido la pena. Ahora eres un miembro más de mi familia
y voy a compensarte por todo lo mal que lo has pasado. Te lo prometo...
El timbre de la entrada comenzó a sonar con insistencia.
Nathan no podía creerlo. ¿Quién sería el maleducado que se atrevía a
interrumpir una cena de Navidad? ¿Qué asunto podía ser tan importante como para
no poder esperar al día siguiente?
—Nathan, ve a abrir la puerta —dijo imitando la voz de su
madre—. Quizás se trate de Samantha, que al final haya podido cancelar sus
compromisos y quiera darnos una sorpresa.
Nathan separó ligeramente la silla de la mesa, estiró la
chaqueta del esmoquin y se dirigió a la puerta de la entrada con paso
ceremonioso.
Las luces azules y rojas atravesaban las cristaleras y rompían
con estridencia la magia del momento. Estaban fuera de lugar, eran de mal
gusto. No casaban con la decoración que su madre había ordenado que se colocase
en la entrada. Nathan abrió la puerta y un hombre, en apariencia demasiado
joven para llevar uniforme, se presentó con voz temblorosa y preguntó por su
madre. La cocaína hacía que las palabras llegaran hasta sus oídos amortiguadas,
como con sordina. No entendía qué era lo que pretendían de él y por qué querían
ver a su madre.
—¿Mi madre? —les respondió—. Será mejor que no la molesten
en una noche como esta.
Pero el hombre-niño no le hizo caso, y con toda la educación
del mundo le pidió que se hiciese a un lado mientras otros hombres uniformados
entraban en la casa. Parecía que flotasen en vez de caminar.
Alguien con voz desagradable comenzó a gritar cosas sin
sentido. Dos de los hombres se abalanzaron sobre él, le dieron la vuelta y lo
tumbaron en el suelo. Las esposas mordieron la piel de las muñecas. El
hombre-niño comenzó a recitar de forma automática las mismas frases que en las
películas les decían a los malos cuando los arrestaban. Él, con la mejilla
aplastada contra la alfombra, solo acertaba a balbucear incrédulo. El mundo se
derrumbaba a cámara lenta a su alrededor como un castillo de arena demasiado
seca, pero ahora que padre había vuelto por fin a casa, se encargaría de todo. Él
lo arreglaría.
***
Bruce O'Malley conducía el coche mientras pensaba que en
Nochebuena no deberían suceder ese tipo de cosas. Todos los malos del mundo
tendrían que estar obligados a firmar una tregua hasta que pasara la Navidad. O
mejor aún, hasta Año Nuevo.
Al dejar atrás el pequeño bosque de hayas, silbó de forma
inconsciente cuando vio la silueta de la imponente casa iluminada por las luces
de los coches patrulla.
—Así que es verdad —susurró por encima de la música navideña
que sonaba por la radio—, los ricos también lloran.
El teniente entró en la casa con pasos grandes para
esquivar cada una de las pruebas que estaban numeradas en el suelo. Demasiados
números puestos por chicos novatos que lo catalogaban todo por inexperiencia y por
miedo a meter la pata, pensó mientras pasaba revista a sus hombres con la
mirada e intentaba recordar si alguna vez, en la prehistoria, él había sido tan
joven.
—Buenas noches, teniente —gritó casi cuadrándose a su paso
uno de los chicos.
Bruce los saludó a todos con un gesto de la mano.
—¿Dónde está el forense? —preguntó.
—En el comedor, señor —respondieron de inmediato varias
voces, a la vez que uno de los que tenía más acné señalaba el camino.
Bruce agradeció la respuesta con otro gesto de la mano y siguió
la indicación.
En el comedor la mesa estaba suntuosamente puesta para
cinco personas, y alrededor estaban sentadas tres. Un hombre rechoncho
exploraba los cuerpos con delicadeza.
—Hola, Ambrose —saludó con cansancio a su amigo al entrar
en la sala—. ¿Feliz Navidad? —preguntó con duda.
—Pues mucho me temo que para estos miembros de la especie
humana eso poco importa ya. En cuanto a ti y a mí, me parece que, por
desgracia, ya estamos acostumbrados a este tipo de cosas, aunque siempre llego
a la escena del crimen con la esperanza de que alguien todavía sea capaz de
sorprenderme. —Ambrose se vio obligado a justificarse ante la mirada de su
amigo—. Una vez que el mal ya está hecho, que por lo menos nos plantee algún
tipo de reto, ¿no? —dijo mientras deslizaba los lentes hasta la punta de la
nariz.
—Si tú lo dices...
El teniente comenzó a caminar alrededor de la mesa para
intentar ponerse en situación.
—Por cierto —comentó Ambrose divertido mientras señalaba la
puerta—, ¿ya no te quedan veteranos? Dos de tus chicos salieron a vomitar al
jardín nada más entrar por esa puerta.
—¿En Nochebuena? No te imaginas cómo está el tema del
personal esta noche —respondió quejándose—. Aguarda un instante, voy a pedir
que nos hagan unos cafés con mucho azúcar, parece que la noche va a ser
larga...
—No te lo recomiendo por tres motivos: el primero es que
parece que soy el único de los dos que se preocupa por tu salud, amigo. Estoy
obligado a recordarte lo que sabemos sobre los perniciosos efectos del azúcar
en tu organismo. El segundo es que la legión de abogados de esta familia estaría
encantada de saber que te hiciste un aromático café en la cocina, estableciendo
dudas razonables sobre la contaminación de las posibles pruebas. Y el tercero,
y puede que el más importante, porque en la cocina hay dos fiambres más, quizás
miembros del servicio que, a juzgar por el color de los labios, probablemente
hayan sido envenenados. Así que, por la amistad que nos une, creo que lo mejor
será que intentes superar tu adicción al café aunque sea solo por esta noche.
—Jooooder —suspiró Bruce abatido. Odiaba cuando su amigo se
ponía tan pedante—. Vamos a hacer esto lo más breve posible entonces. ¿Vas a
presentarme a tus amigos?
—¡Oh, sí! Disculpa mi falta de modales.
Demasiados años de hamburguesa y donuts contigo. Se trata de los Fallon, la
tercera generación de unos ricachones que hicieron su fortuna con...
—Farmacia.
—... y cosmética —terminó la frase sorprendido—. ¡Guau! No
hay quien te pille desprevenido.
—Ya me conoces, siempre alerta.
—Bien, mi parte es la más sencilla. Tres cuerpos atados
post mortem en las sillas con bonitos lazos de Navidad para obligarlos a
mantener esa posición tan digna. La mujer —señaló a la anciana que presidía la
mesa— es la todopoderosa Catherine Fallon, y tiene toda la pinta de haber
muerto del mismo modo que los de la cocina. El chico, sin embargo, falleció de
forma violenta, tiene el cuello roto y de eso hace por lo menos un par de días.
En cuanto al caballero —señaló a la momia vestida con frac negro—, está irreconocible,
pero lleva un anillo con las iniciales V y F, por lo que tiene toda la pinta de
ser Vernon Fallon, el marido de Catherine, fallecido, si no me falla la
memoria, hace más de cuatro años.
—¿Estás intentando decirme que guardaban una momia en la
casa?
—No. Hay restos de tierra desde la entrada hasta aquí, y
también en el cuerpo, así que lo que creo que pasó es que el muchacho lo
desenterró en un intento de reunir de nuevo a toda su familia.
—¡Madre mía! No tendrás queja. Puede que no te haya sorprendido,
pero no podrás negar que por lo menos lo ha intentado.
—Sí, sí, tienes razón —asintió varias veces con la cabeza,
divertido. Hacía muchos años que conocía a Bruce, y esa amistad era la que hacía
el trabajo un poco más soportable—. Ahora es tu turno de arrojar un poco de luz
acerca de la investigación. Me intriga saber cómo habéis llegado a descubrir
esta agradable reunión familiar de zombis.
—Pues el azar, querido Ambrose, en su versión más pura y
dura, es lo que ha hecho que hayamos llegado hasta aquí. Y reconozco que solo
ahora empiezan a encajar todas las piezas del rompecabezas. Si no me equivoco,
el del cuello roto es Manuel Jackson, un chapero de poca monta que vivía en el
East Side. Hace un par de días que denunciaron su desaparición y el agente de
turno escribió en su informe que, entre la interminable lista de ex novios
conocidos, figuraba Nathan Fallon. Y digo ex novio, porque en el informe también
figuran las declaraciones de varios "amigos" de Manuel, que afirmaban
sin rubor que solo estaba con Nathan por dinero, pero que aun así había
decidido acabar con la relación. Sin que esto sirva de crítica al fabuloso
sistema policial americano, y a pesar de los claros indicios, todo eso hubiese
quedado en el limbo de los casos sin resolver sin duda alguna, porque en esta
tierra de las oportunidades nadie se preocupa por los chaperos de poca monta y
nadie molestaría al heredero de los Fallon con preguntas incómodas. Fue Samantha,
la hermana ausente, la que agitó el avispero. Hace más o menos un mes recibió
una carta de su madre invitándola a la cena familiar de Nochebuena. Hasta ahí
todo sería lógico y normal, de no ser porque Samantha no se llevaba bien con
ella desde la muerte de su padre, y ese había sido precisamente el motivo por
el que se había mudado a la otra punta del país. Como los problemas de Samantha
con su madre eran del tipo guerra nuclear, la rompió y se olvidó del asunto sin
más. Hasta hoy, día en el que el fantasma de las Navidades
pasadas la hizo arrepentirse de su acto y en un arranque de espíritu navideño
llamó para intentar acercar posiciones. Pero lo que oyó al otro lado de la línea no le gustó nada. Al parecer Samantha siempre había tenido una relación
muy especial con su hermano pequeño, Nathan, así que lloró al volver a hablar
con él después de tanto tiempo, pero cuando hizo de tripas corazón y le pidió
que le pasase con su madre, Nathan retomó la conversación haciéndose pasar por
la vieja. Samantha al principio pensó que se trataba de una broma, pero después
se asustó al darse cuenta de que su hermano iba muy en serio al intentar
suplantar a su madre. Nada más colgar llamó a uno de sus abogados que, mira tú
por donde, resulta que juega al golf con un pez gordo que conoce al alcalde,
que a su vez llamó al capitán y este a su vez a nosotros, el último eslabón de
la cadena alimenticia. —Ambrose sonrió—. Así que ya ves, desaparece alguien,
sea gay o no, y no pasa nada; sin embargo, el heredero de una fortuna
incalculable gasta una broma a su hermana y se moviliza todo el departamento de
policía.
—Suena como si hoy hubieses visto por fin la luz de la
revelación divina.
—¡Joder!, Marsha y yo estábamos a punto de trinchar el pavo
cuando recibí la llamada de mi "amigo", el capitán. Hasta aprovechó
para felicitarme las fiestas... ¿Se puede saber qué mosca le pica a un chico
que lo tiene todo para montar un follón como este?
—Aunque te parezca increíble, me parece que a este chico sí
le faltaba algo. No lo sé, porque no soy un experto en el comportamiento
humano, pero creo que el muchacho sufre algún tipo de fobia a la soledad. Casi
os destroza el coche patrulla cuando los agentes lo dejaron solo unos minutos,
y lo que me cuentas encajaría con ese diagnóstico: un novio que lo abandona,
una madre ya mayor, un padre fallecido, una hermana en la que se apoyaba y que
también lo deja. Solo estaría tratando de reunir a su alrededor a las personas
que daban estabilidad a su vida... Y esta vez para siempre.
—¿Acaso estás justificando a ese chiflado?
—No, solo digo que a veces no tenemos elección. Somos lo
que somos, y desgraciadamente no siempre estamos preparados para vivir en
sociedad.
—Con sus abogados y nuestro sistema penal, cuatro años en
un sanatorio mental y estará de nuevo en la calle —se lamentó Bruce.
—Siempre estás quejándote. Encima que te invito a una
fastuosa cena de la que no han tocado ni los entrantes...
—Me parece que acabo de perder el apetito. Saca las fotos
que tengas que sacar y llévate a estos señores, que yo haré lo propio con el
muchacho.
—Recuerda no dejarlo solo en la celda...
—Verás, tenía pensado llevarlo a tu casa para que os
ayudase a trinchar el pavo.
—Muy gracioso, yo también te quiero. Feliz Navidad, Bruce.
Recuerdos a Marsha.
—Se los daré, no lo dudes. Feliz Navidad, amigo. —Bruce
salió de la habitación pensando si ahora los malos les dejarían trinchar el
pavo con tranquilidad de una vez por todas.
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