martes, 4 de marzo de 2014

APUNTES DEL APOCALIPSIS: EL COBARDE

—El rojo es solo un color. Nada más que un color. Y los colores no existen en ausencia de luz.
El padre Damián susurraba las mismas frases una y otra vez mientras movía la afilada cuchilla adelante y atrás con rapidez, como si acabar antes lo ayudase a olvidar con más facilidad lo que estaba haciendo. Cuando terminó, volvió al rincón con el pequeño trozo de carne, lo envolvió en un papel casi transparente, se lo metió en la boca y comenzó a masticar mientras rezaba y pedía perdón. Eso bastaría para calmar los calambres del estómago causados por el hambre; por lo menos de momento.
Sus ojos se encontraron de nuevo con el color rojo. Era imposible pasar por alto la enorme mancha de sangre del suelo o no ver la carne fría y azulada de la mujer. Siempre podía apagar las velas, pero no quería malgastar la valiosa carga del mechero. Prefería descansar la vista y cerrar los ojos durante un instante, para abrirlos solo cuando comenzase a sentir sobre la piel el aliento gélido de los fantasmas creados por la imaginación. Por lo menos ya no había golpes. Hacía tiempo que los monstruos solo gemían. Casi se había acostumbrado a vivir en aquel mundo de sombras que temblaban con la respiración, y a dormir con los ruidos de los fantasmas que aguardaban detrás de la puerta. Y eso ya era todo un logro.
Sonrió, y el esfuerzo volvió a abrir las grietas que el frío había dibujado en su cara. Le gustaría ver en aquel sótano a alguno de los expertos que decían que el cerebro discriminaba los ruidos más comunes y los llevaba a un segundo plano, allí donde no llamaban la atención. Sí. Tendrían que haber pasado una temporada con él, allí abajo, rodeado de monstruos. A ver qué pensaban entonces de los ruidos.
Ya habían pasado cuatro semanas desde que se había quedado encerrado en el sótano, atrapado entre paredes de piedra. En aquella situación era muy difícil resistirse al abandono y tenía que obligarse cada vez más a menudo a recitar algún salmo para fortalecer el espíritu y no olvidar quién era.
Pero recordar dolía.
Como cuando vio la fotografía.

***

Eso sucedió a las pocas horas de quedarse allí atrapado, cuando el suministro eléctrico falló y apagó la única bombilla del sótano. Afortunadamente, el apagón lo sorprendió rezando ante un improvisado altar que había iluminado con un par de cirios, y gracias a eso no se había quedado completamente a oscuras. Al principio pensó que podría tratarse de un problema de la bombilla, así que, después de comprobarla a la luz de las velas y ver que el filamento estaba bien, volvió a enroscarla en el portalámparas y esperó. Pero la luz no volvió y un miedo irracional comenzó a adueñarse de él a medida que pasaba el tiempo. No se trataba de que hubiese más o menos luz, porque allí abajo se guardaban los repuestos de casi todo, y había varias cajas con cirios y velas. Lo que en realidad sucedía era que aquel fallo había socavado su esperanza de que todo se solucionase rápidamente. Hasta ese momento, siempre había pensado que en cualquier instante oiría de nuevo la voz de un ser humano. Que la policía, o quién fuese que se encargase de ese tipo de asuntos, limpiaría las escaleras que conducían al sótano y más pronto que tarde lo sacarían de allí. Pero si algo tan básico como la corriente eléctrica fallaba, solo podía significar que las cosas tenían que estar muy mal arriba.
Damián encendió unas cuantas velas más, hasta que fue capaz de ver cada oscuro rincón del sótano y, cuando terminó, comenzó a preocuparse por otro problema mucho mayor. Afuera uno de los inviernos más crudos que recordaba azotaba la ciudad desde hacía unas semanas y hacía que por las noches la temperatura bajase varios grados bajo cero. La iglesia era una sólida construcción centenaria cuyos muros habían aguantado dos guerras mundiales, pero sin electricidad que calentase el agua y la moviese por el circuito, muy pronto los radiadores no serían más que fríos trozos de metal y el sótano se convertiría en una nevera. Para confirmar sus sospechas, al poco tiempo comenzó a ver el aliento de su respiración a la vez que sentía los primeros mordiscos del frío en la piel. Si quería sobrevivir no tendría más remedio que desvestir a la mujer y ponerse toda su ropa por encima. Por fortuna —si es que en lo que le había sucedido hasta ahora podía decirse que había algo de fortuna— él no era más que un peso pluma, así que pudo aprovechar casi todo. Cuando le quitó los pantalones, cayó al suelo una billetera de la que se escapó una foto. Damián decidió en primera instancia que no la miraría. No quería indagar en el pasado de ella, ponerle nombre y apellidos, humanizarla. No después de lo que había sucedido. Pero el tiempo no pasaba, y los murmullos volvían a traer a su lado los fantasmas, así que llegó un momento en el que la claustrofobia comenzó a ahogarlo de tal forma que pensó que se volvería loco si no encontraba de forma urgente una tabla de salvación, un vínculo que lo uniese de nuevo a la especie humana.
Y cayó en la tentación.
No dejaba de ser gracioso que un sacerdote cayese en la tentación. Se suponía que era alguien con una moral lo suficientemente fuerte como para guiar a los demás en momentos de debilidad. Pero al final había demostrado no ser más que un hombre y, como tal, débil. Poco importaba todo eso ahora. Estaba seguro de que nadie se había visto obligado a pasar por un trance semejante al suyo.
Nunca.
Ella se llamaba Joanne Dillard y vivía en la Rue Boulay, en una de las casitas cubiertas de enredadera que había tras el supermercado. Eso estaba a tiro de piedra de la iglesia. Era una mujer hermosa y estaba seguro de que hubiese recordado su cara de haberla visto antes. Y eso no significaba que no hubiese podido asistir algún día a una de sus homilías, o que no hubiese tenido que decir unas palabras en el funeral de alguno de sus seres queridos. La fe pasaba por momentos difíciles y aquellos tiempos en los que un pastor conocía a todos los miembros de su parroquia parecían tan lejanos como irreales. En la foto que la mujer guardaba en su cartera sonreía en una playa junto a un hombre y un niño, en otro mundo quizás, en otra vida. ¿Había podido llegar a suceder alguna vez? Todo lo que estaba viviendo le hacía dudar. Ahora el pasado parecía tan falso como el decorado de cartón piedra de un teatro.
Cuando consiguió que su cuerpo adquiriese de nuevo una temperatura razonable, decidió que lo mejor sería explorar el sótano a fondo. Necesitaba saber con qué podía contar en el caso de que el desenlace no fuese tan rápido como en un principio había imaginado.
En el extremo opuesto a la entrada había otra puerta que se abría a un pequeño aseo que nadie había usado en años. Quizás había tenido sentido en otra época, cuando la gente se refugiaba en lugares como aquel sótano para evitar la locura de las guerras o las persecuciones genocidas, pero ahora no era más que otro cuarto en el que almacenar viejos cachivaches. Damián rezó para que las cañerías no estuviesen obstruidas o, peor aún, congeladas, y se temió lo peor cuando abrió el grifo y el aire atrapado en las tuberías comenzó a salir con un ruido horrible que hizo que las criaturas del otro lado de la puerta despertasen de su letargo. Cuando casi había perdido la esperanza y estaba a punto de cerrar el grifo, tuvo que apartarse para que no le salpicasen los primeros borbotones de un barro espeso que poco tiempo después se convirtió en un chorro de líquido transparente. Por lo menos no moriría de sed.
Aquella noche no fue capaz de conciliar el sueño hasta que lo venció el cansancio, y aún así despertó sobresaltado en varias ocasiones. El cuerpo era débil, eso ya lo sabía. Lo único importante, y lo que le haría salir vencedor de aquella batalla de desgaste, era mantener el equilibrio espiritual. Desde la mañana en la que todo comenzó, había sucumbido en varias ocasiones a la vocecilla interior que le decía que cada pequeña victoria en aquella lucha por la supervivencia quizás solo sirviese para prolongar un poco más la agonía. Y todas y cada una de las veces había logrado silenciarla gracias a la fe. Esa noche todavía quería creer que Dios cuidaría de él y guiaría sus pasos.

***

Una semana después llegó el hambre. Y con él también las dudas. Dudas de que hubiese alguien más vivo en todo el mundo y, en el caso de que así fuese, que estuviese capacitado para organizar un plan de rescate que lo sacase de allí abajo.
Las fuerzas lo habían abandonado casi por completo. Damián yacía en la esquina más alejada de la entrada para evitar escuchar, en la medida de lo posible, los golpes y los gemidos que venían de detrás de la puerta. Apenas se movía y casi ni rezaba.
Las horas no pasaban y la depresión había minado su moral hasta tal punto que, en un momento de desesperación, reunió las últimas fuerzas que le quedaban y se acercó a la puerta. Con lágrimas en los ojos giró la llave en la cerradura y empujó con el hombro para entregarse a ellos en un intento de acabar con su vida de una vez por todas, pero la puerta no se desplazó ni un centímetro. Aquellos monstruos, guiados por su insaciable sed de sangre, habían caído uno a uno por las estrechas y empinadas escaleras hasta formar una masa casi compacta de carne putrefacta que presionaba la puerta desde afuera. Bestias que no podían morir, bocas que gemían día y noche, uñas que arañaban la puerta con chirridos tan agudos que hacían trizas sus nervios.
Derrotado, tomó la cuchilla del suelo y empezó a sopesarla entre los dedos. Tan solo un instante de dolor y los problemas se habrían acabado para siempre. Intentó no pensar en nada mientras apoyaba el afilado filo en el antebrazo. Era ahora o nunca. Si se sentaba de nuevo en el rincón están seguro de que perdería el poco valor que había sido capaz de reunir para hacer algo que tendría que haber hecho días atrás.
Fue entonces cuando escuchó la voz de ella dentro de su cabeza, y eso salvó su alma inmortal.
"No lo hagas", le dijo Joanne, "esa es la manera más fácil y cobarde de huir de la realidad y no enfrentar los problemas. No puedes rendirte y arriesgarte a una condena eterna por un momento de debilidad. ¿Cómo sabes que Él no te está poniendo a prueba?"
Tenía razón.
A partir de ese momento, la voz crítica que había escuchado en su cabeza se convirtió en la de Joanne. Damián, en su trastornada visión de la realidad, la oyó decirle que lo perdonaba por lo que había sucedido, porque sabía que todo había sido fruto de un desgraciado un accidente. Y también lo animó a resistir. Y comenzó a repetírselo una y otra vez, hasta que acabó por convencerlo. Incluso le dijo lo que debía hacer para seguir vivo. Ese sería su regalo. La prueba definitiva que demostraba que lo había perdonado.
El frío había convertido el sótano en una nevera y eso había evitado que el cuerpo de Joanne se corrompiese. Damián pensaba que las cosas sucedían siempre por una razón y entendió eso como una señal inequívoca de que ella estaba en lo cierto. Así que tomó la cuchilla ensangrentada y se arrastró hasta el cuerpo de la mujer. Por un instante los ojos de ambos se encontraron. Los de ella, fríos, parecía que lo animasen a seguir adelante. Damián sujetó el muslo de la mujer con una mano y deslizó la cuchilla hacia abajo como supuso lo haría un cirujano. Todo aquello le disgustaba, pero por lo menos la herida no sangraba porque ya no quedaba ni una gota de sangre en aquel cuerpo. Estaba toda en el suelo, congelada a su alrededor en un charco de escarcha roja. El corte fue tan limpio que parecía que estuviese cortando rosbif y, cuando se hizo con un buen trozo de carne, dio las gracias y se retiró al rincón.
"Todavía no puedes comértelo. Antes has de bendecirlo", le dijo Joanne.
Pero él ya no podía hacerlo. No se sentía digno. Hasta que le vino a la cabeza una idea que no estaba muy seguro que fuese suya. Podía envolver la pequeña ofrenda en la palabra sagrada. Había visto una caja llena de libros del Nuevo Testamento que les prestaban a los niños para hacer la Primera Comunión. Así que rasgó con delicadeza una hoja delgada como papel de fumar de uno de ellos, envolvió el trozo de carne con reverencia y masticó mientras intentaba no pensar qué era lo que estaba comiendo.
Al final el Señor había obrado un nuevo milagro y había logrado que la oveja descarriada volviese al rebaño. Había conseguido renovar sus esperanzas y su fe, y le había regalado unos días más, hasta que se cumpliese el plan que había diseñado para él.

***

Por eso dolía recordar. Tan solo habían pasado veintiocho días pero a veces, en los escasos momentos de lucidez, volvían a su cabeza las imágenes del hombre que había sido y del mundo que había dejado atrás, y no era capaz de reconocerse en aquello en lo que se había convertido.
            Ya no salía agua del grifo. Alguien o algo habría cortado el suministro, o quizás la tubería estuviese rota. Ahora tan solo le quedaba lo que había en la cisterna. No estaba preocupado por eso. Lo único realmente importante era que Joanne no le hablaba desde hacía varios días. Hasta ahora había soportado el encierro en aquel sótano húmedo y frío porque había podido hablar con alguien. Ella había impedido que se volviese completamente loco.
Además, cuando llegasen a rescatarlo y viesen lo que había sucedido, ¿qué les diría?, ¿que todo había sido un accidente? Ella podría corroborarlo si quisiera, pero ya no hablaba.
Consultó el reloj y le dio cuerda de forma mecánica. Después añadió una marca en la pared al lado de las otras veintiocho pequeñas muescas.
Damián tomó el bolígrafo y comenzó a releer lo que había escrito en los papeles amarillentos con membrete de la parroquia que había encontrado en una de las cajas apiladas en el estante. El tiempo pasaba y sus opciones se agotaban pero, si sucedía el milagro, necesitaba ponerlo todo por escrito antes de que la memoria le jugase una mala pasada. Cuando lo rescatasen, su versión de los hechos se vería reforzada por el pormenorizado relato que había ido escribiendo desde el primer día. Si no llegaban a tiempo, aquellas letras serían su confesión, y también su epitafio. Quien encontrase esos escritos, sin duda juzgaría sus actos con dureza, pero era muy fácil juzgar a alguien desde afuera. Le gustaría saber qué hubiese hecho cualquier otra persona en su lugar.

Viernes, 24 de diciembre.
Nunca pensé que pudiese llegar a ver el Apocalipsis (¿y quién sí?), y menos que pudiese suceder en Navidad. Por lo que he visto hoy, el tiempo del hombre se ha acabado.
Esta mañana me levanté temprano para preparar la iglesia y poder recibir a los primeros fieles, y al abrir las puertas me extrañó no ver a nadie. Casi todos los días me veo obligado a despertar, muy a mi pesar, a los indigentes que duermen bajo los soportales. Recuerdo que hacía mucho frío, pero no había nadie durmiendo afuera. Tan sólo manchas oscuras y colchones y cartones desordenados. No pude evitar enfadarme. Rosemary y yo habíamos llegado a un acuerdo con ellos: podrían quedarse por la noche mientras no impidiesen el paso de los fieles a primera hora de la mañana y no hiciesen sus necesidades en la entrada. No se trataba de ser remilgado. Rosemary ayudaba a asear a los ancianos del hospicio y estaba acostumbrada a incontinencias y llagas, pero en la iglesia únicamente limpiaba ella, y a su edad la ciática la estaba matando.
Al levantar la vista me asusté al ver todas aquellas siluetas a la luz amarillenta de las farolas. No pensé que pudiese tratarse de hombres, porque ninguno se movía y, lo que más me llamó la atención, tampoco parecía que respirasen. Podía ver con total claridad el vaho de mi respiración y a buen seguro que hubiese podido ver el de ellos. Parecían estatuas humanas diseminadas sin orden por alguno de esos artistas modernos, a la espera de una orden o un aliento de vida que las reanimase.
Entonces fue cuando escuché los gritos.
Un grupo de personas se acercaban corriendo desde el fondo de la calle. Confieso que la sorpresa fue tan grande que tardé en reaccionar. Cuando todas aquellas siluetas inmóviles comenzaron a moverse, supongo que atraídas por las voces, me entró pánico porque no había nada de humano en sus movimientos.
Las personas que gritaban llegaron a mi altura y me empujaron con violencia hacia el interior de la iglesia. Yo no entendía lo que decían. Por sus actos, los gritos y la forma en la que iban vestidos —con pijamas algunos, otros medio desnudos—, parecía que hubiesen perdido la cordura. Ante mi pasividad y desconcierto cerraron los portones de la entrada. Casi al instante comenzaron a oírse golpes y arañazos en la madera que provenían del exterior.
Recuerdo que comencé a retroceder lentamente hacia el altar. Quería alejarme de aquella gruesas puertas de madera que comenzaban a ceder, pero era incapaz de apartar la vista de ellas y del grupo de personas desesperadas que intentaban impedir que algo horrible pisara suelo sagrado. En ese momento todavía estaba convencido de que la casa del Señor era una fortaleza inexpugnable que nada ni nadie que Él no quisiera podría mancillar.
Pero me equivocaba.
Tan atentos estaban a defender la entrada, que los hombres no repararon en que las vidrieras de los laterales de las naves comenzaban a oscurecerse. Afuera, las abominaciones comenzaron a amontonarse unos sobre otros y, cuando llegaron hasta ellas, la presión hizo que todas estallasen casi al unísono, vomitando un alud de monstruos sedientos de sangre y cristales de colores.
Incapaz de creer lo que estaba sucediendo, mi desconcierto duró el tiempo que las bestias tardaron en alcanzar a los hombres de la entrada. Rodeados como estaban, superados ampliamente en número y sin armas para poder defenderse, les dieron caza en apenas un instante. Lo que sucedió a continuación es difícil de explicar, porque estoy seguro de que nadie en la historia de la humanidad ha visto algo parecido. Si Dios consiente que esos demonios pisen suelo sagrado y devoren así a su rebaño, es porque nos ha vuelto la espalda o porque ha perdido el pulso con Lucifer.
Fue la mujer la que hizo que saliese de mi estado catatónico. A ella le debo con toda seguridad la vida. Aunque ahora pienso que, de no haber escapado, de no haber huido como un cobarde, probablemente todo hubiese acabado más rápido y en este momento estaría con aquellos pobres hombres, donde quiera que vayan nuestras almas ahora que Dios se ha cansado de nosotros.
La mujer se plantó delante y me gritó histérica, y eso me hizo reaccionar. De forma automática me di la vuelta y corrí con ella pisándome los talones. No sé si nos seguían, aunque supongo que sí. Rodeé el altar y entré en la sacristía. Bajamos unas inclinadas escaleras de piedra hacia el sótano mientras me palpaba los bolsillos en busca de las llaves del cuarto que utilizábamos como almacén. Di las gracias al Cielo cuando las encontré.
Cerré la sólida puerta de hierro cuando entró la mujer, y un instante después pudimos oír con claridad las voces de dos personas que nos rogaban que abriésemos y les permitiésemos entrar. Uno de ellos era un niño. En ese momento la mujer enloqueció. A duras penas alcancé a entender, entre llantos y gritos histéricos, qué era lo que quería decirme hasta que fue demasiado tarde.
Los que estaban afuera eran su marido y su hijo.
Ese fue mi primer momento de debilidad. Tenía pánico a lo que había visto allí arriba, y mi cobardía me impidió abrir la puerta y correr el riesgo de que entrasen en el cuarto. Ella saltó sobre mí y comenzó a golpearme, pero saqué fuerzas de donde no tenía y la rechacé de tal forma que se golpeó contra la pared de piedra del fondo y cayó sobre las cajas de cartón. El golpe fue muy duro, y llegué a pensar que la había matado, así que el siguiente movimiento de ella me pilló por sorpresa. La mujer encontró la pequeña cuchilla con la que abríamos los embalajes y se arrojó sobre mí, blandiéndola alocadamente y cortándome la sotana y en la cara. No sé lo que pasó después, tan sólo que caímos hacía atrás y rodamos por el suelo. Cuando terminamos de forcejear y pude librarme de ella, me di cuenta de que ya no peleaba como al principio. Había mucha sangre en el suelo y sus ojos comenzaban a apagarse. Se había clavado la afilada cuchilla en el muslo y probablemente había alcanzado una arteria, porque sangraba con profusión. En ese momento ella estaba más cerca de la puerta que yo, y podría haberla abierto de tener fuerzas para hacerlo.
Afuera los gritos alcanzaron la histeria. No necesitábamos ver lo que sucedía para imaginarlo. Los monstruos habían encontrado la bajada hacia sótano y también al hombre y al niño, que ahora peleaban por su vida.
¡Que Dios me perdone! Hubiese podido salvarlos de haber abierto aquella maldita puerta cuando los oímos por primera vez, pero el miedo me había paralizado.
Los gritos cesaron casi al mismo tiempo que sus ojos se apagaron. Recé por ella, por ellos y por la humanidad. Después me atreví a mirar por la mirilla. Nada, solo oscuridad. No puedo verlos, pero escucho las uñas arañando el metal. Sé que la puerta aguantará, pero no podré salir jamás de aquí porque los cuerpos de las abominaciones han bloqueado la puerta. No se irán, porque sé que pueden oler que estoy aquí adentro, del mismo modo que el olor de la podredumbre de sus cuerpos muertos llega hasta mí.

Damián dejó el bolígrafo. Estaba cansado. Se levantó con dificultad y caminó hasta el baño para tomar otro trago del agua de la cisterna. Tenía mucha hambre. ¿Qué era lo que se esperaba de él?
Se acercó hasta la puerta y la acarició con sus dedos fríos.
—Por favor, dejadme salir —susurró entre lágrimas, con los labios pegados al metal— quiero que todo esto acabe de una vez.
Damián comenzó a sollozar mientras golpeaba inútilmente la puerta. Y gritó hasta que ya no le quedaron fuerzas. Cuando estaba a punto de dejarse caer sobre las rodillas, oyó un ruido dentro de la habitación.
¡Cómo había podido ser tan tonto! La misma fuerza vital que había hecho que aquellos seres se levantasen de sus tumbas estaba volviendo a animar a la mujer, que se incorporó y miró desconcertada a su alrededor. Cuando sus ojos sin brillo lo vieron, la que había sido Joanne, su compañera de cautiverio, comenzó a reptar hacia él con el rostro transformado en un rictus de hambre animal. Damián se dio cuenta de que por fin Dios lo había escuchado. Seguramente sería doloroso, pero nada que un buen siervo de Cristo no pudiese soportar. Además era de justicia que todo acabase así. Ahora sería él quien sirviese de alimento. Damián arrojó la cuchilla lejos y comenzó a rezar mientras caminaba sin temor hacia Joanne.