sábado, 2 de agosto de 2014

SEMILLAS

Corrección: Mariola Díaz Cano

Stella Dubois aparcó el Aston Martin de forma automática en el garaje de su casa, quitó la llave del contacto y se miró en el espejo retrovisor. Una pequeña sonrisa que no obedecía a ningún motivo concreto se dibujaba en la comisura de sus labios. La sonrisa de la Gioconda, pensó. Su vida no era perfecta, pero no le faltaba mucho para serlo. A los treinta y cinco años había conseguido la mayoría de las metas que ella y sus amigas de Oxford habían propuesto en el "Manifiesto para zorras felices", una declaración de intenciones que habían redactado, borrachas y fumadas hasta casi perder el sentido, en la fiesta de la ceremonia de graduación, en la universidad. Era muy cierto que trabajaba muy duro y de sol a sol pero, a diferencia del resto de los mortales, que sólo lo hacían para intentar sobrevivir, ella estaba destinada a ser una de las elegidas, un miembro de la élite que gobernaría la City. ¿Qué más podía pedir? Su apellido estaba a punto de suceder al de su padre en uno de los más prestigiosos bufetes de abogados de Londres, estaba felizmente casada con un hombre que la adoraba y además tenía un hermoso niño de cuatro años. Por si todo eso fuese poco, hacía un mes que habían vuelto de un maravilloso viaje a Costa Rica y todavía le duraba la euforia. Había mujeres a las que se las conquistaba con pedruscos de muchos quilates, pero Stella no era de esa clase. Para ella la felicidad más absoluta consistía en poner un nuevo sello de visado en el pasaporte. De hecho, a veces pensaba que todo lo que merecía la pena de la vida había sucedido durante las vacaciones, en alguno de los viajes que comenzaba a planificar de forma meticulosa desde el mismo momento en el que acababa el verano. Hasta ella misma se daba cuenta de que cuando facturaba las maletas se convertía en una mujer diferente. Durante ese maravilloso mes permitía que las cosas sucediesen. Así había sido como había conocido a Tony, en una escapada organizada al zoco de Marrakech. Todavía recordaba cómo le había llamado la atención aquel hombre fuerte, de tez curtida y ojos verdes, que destacaba entre la multitud como un diamante sobre terciopelo negro. El destino había querido que conociese a su Lawrence de Arabia en aquel viaje, y Stella no era de las que desaprovechaban las oportunidades. A veces se preguntaba si le hubiese causado la misma impresión de haberlo conocido vestido con un traje, en el bufete en el que trabajaba.
            Alma se cruzó con ella en la cocina. La chica de los Barton debía de haber visto las luces del coche al acercarse y se había dado prisa en arreglarse. Era viernes, lo más seguro es que hubiese quedado con su novio.
—¿Te dio mucha guerra el peque?
—No, ninguna —respondió la chica sin detenerse y se fue cerrando la puerta tras ella.
Stella se quedó un rato mirando la puerta cerrada. Alma era una buena chica, de eso no cabía duda, y la conocía desde que reptaba con pañales por el jardín, y sin embargo hacía más o menos un mes que había algo en ella que no acababa de encajar. Algo que era difícil de explicar, y que podría ser nada más que una sensación suya, pero decidió que no sería una mala idea mantener una pequeña conversación con la madre de la chica. No le gustaba meterse donde nadie la llamaba y era consciente de que Alma estaba en una edad complicada, pero a veces los vecinos podían ver cosas que quizás no fuesen tan fáciles de ver en su familia.
Dejó las llaves en la pequeña bandeja de cuero, sobre la cómoda del pasillo y se quitó los zapatos de tacón para subir la escalera sin que el crujido de los peldaños despertase a Alex. El pequeño dormía con placidez, pero completamente destapado, así que lo arropó, apagó la lámpara de Spiderman y cerró la puerta con delicadeza.
Esa misma mañana Tony le había dicho antes de irse al trabajo que le tenía reservada una pequeña sorpresa. Stella calculó que le quedaba el tiempo justo para dejar una botella de vino abierta para que respirase, darse una ducha rápida y ponerse algo sexy, pero descubrió contrariada que no les quedaba ni una triste botella de vino en la bodega. A esas horas tan sólo estaría abierto el Open, así que marcó el número de su marido para ver si podía pasar cuando volviera a casa y comprar algo que se pudiese beber.
—Vamos, cariño, contesta, por favor —masculló por lo bajó mientras contaba el número de tonos, hasta que se dio cuenta de que había otro sonido más en la cocina. Dejó que el móvil siguiese llamando y siguió aquella música que conocía muy bien hasta su origen, detrás del frutero.
—¡Genial! —exclamó a la vez que apagaba su móvil y cogía el de Tony.
Bueno, no se podía luchar contra el destino, esa noche habría sorpresa sin vino.
Stella tomó el móvil de Tony y lo miró con reverencia. Era muy raro que se lo hubiese olvidado en casa. Siempre lo llevaba encima porque era una de esas personas que necesitaba tener cerca una buena cámara de fotos. Tony lo fotografiaba todo, y después disfrutaba como un niño enseñándoselo. De hecho, era muy extraño que todavía no le hubiese enseñado las fotos de Costa Rica. No hizo falta buscar mucho, ahí estaban: fotos de la aproximación del avión, de la llegada al aeropuerto, en los parques nacionales, en el Hilton, con los Bern —un matrimonio muy divertido que habían conocido buscando un poco de marcha por la noche—, fotos un poco subidas de tono en la intimidad de la habitación... Y los videos.
Stella repasó los iconos de forma rápida y los identificó todos, excepto el último, así que se olvidó de que su marido estaba a punto de llegar y pulsó el botón de reproducción de forma distraída. De inmediato los sonidos de la selva inundaron la cocina. Las imágenes, bastante movidas, parecían grabadas desde algún tipo de escondite. A poca distancia, en el centro de un anfiteatro casi oculto por entero por una vegetación exuberante, se alzaba una especie de altar ceremonial en el que reposaba una mujer desnuda y aparentemente inconsciente. Parecía un espectáculo destinado a asustar a turistas aprensivos, sólo que no había público en las gradas. A Stella todo aquello le parecía muy extraño.
Seguramente lo hubiesen grabado aquella noche en la que Tony y Raoul Bern se habían ido de marcha para ver un poco más de cerca la ciudad, y que ella se había quedado con Isabella, tomado un par de cócteles mientras espantaban divertidas a varios lugareños borrachos que revoloteaban a su alrededor.
Stella reconoció la voz de Tony y de Raoul. Hablaban en susurros.
—¿Qué tal se ve? ¿Puedes grabarlo?
—Creo que sí, las antorchas iluminan bastante bien la escena.
—Dios santo. ¿Viste esas convulsiones? ¿Qué crees que van a hacerle ahora?
—No lo sé. Quizás nada más. Eso que la obligaron a comer parece que la dejó inconsciente.
—Puede que esté muerta...
—Creo que con esto hay bastante. Tenemos que ir a la policía con el video.
—¿Tú sabrías cómo regresar a este sitio?
—Shhhhh. Calla. Ahí vuelven.
Una docena hombres rodearon el altar en un amplio círculo y comenzaron a mecer sus cuerpos de izquierda a derecha como si fuesen uno solo. Stella en ese momento cayó en la cuenta de que dentro del círculo había algo más, una hermosa planta de grueso tallo que hasta el momento le había pasado desapercibida. Aún desde la distancia aquellas flores tan peculiares se parecían como dos gotas de agua a las que crecían desde hacía unos días en la esquina más soleada del jardín.
—Mira la tierra, al pie de la planta —se oyó la voz de Raoul—, parece que algo la está removiendo.
—Tiene que ser una broma —dijo su marido—, parecen unas manos.
Stella forzó la vista. No era lo mismo verlo en la pantalla del dispositivo que en directo, y podría ser sólo sugestión, pero daba la impresión de que un par de pálidas y delicadas manos se abrían camino entre la tierra como en las malas películas de zombies. Un instante después una hermosa mujer emergió trabajosamente de la tierra y se puso en pie de forma vacilante, como lo haría un cervatillo recién nacido. Sólo entonces dos de los hombres que componían el círculo se acercaron hasta ella y la cubrieron con una túnica mientras otros arrojaban el cuerpo de la mujer inerte al agujero de la tierra, que comenzó a cerrarse casi de forma inmediata.
—¡Dios, mío! ¿Has visto eso? —La voz de Raoul era pura histeria.
—Ahora sí que tenemos bastante...
—¡Nos han visto! —Algunos de los hombres señalaban su posición—. ¡Esconde la cámara y vámonos!
De repente la imagen comenzó a agitarse de forma violenta y después se detuvo.
Stella comprobó los videos. No había más grabaciones. No entendía nada. Tanto si lo que había sucedido era real como si era una broma, ¿por qué Tony no le había contado nada?, ¿y qué pintaba aquella extraña planta en el jardín de su casa? Miró alrededor y comenzó a sentir frío. El mundo parecía desmoronarse bajo sus pies. Todo parecía extraño a sus ojos y empezaba a creer que ya no conocía suficientemente bien al hombre con el que había decidido compartir su vida.
Tony llegaría en unos instantes y ya no se sentía segura en la casa. Tenía que darse prisa. Cogió lo primero que encontró en el armario para abrigarse y se dirigió a la habitación de Alex. El sexto sentido le decía que lo mejor sería dormir por una noche en casa de sus padres, hasta que todo se aclarase. Seguramente habría una explicación lógica para lo que acababa de ver, pero la parte racional de su cerebro no capaz de encontrarla. Las luces de un coche rompieron la oscuridad en el camino de entrada de la casa. Era demasiado tarde para salir por delante. Si se daba prisa, todavía podía coger a Alex y salir por detrás. Con un poco de suerte podría dar la vuelta a la casa antes de que Tony reparase en qué era lo que estaba sucediendo. Alex estaba profundamente dormido, así que Stella no perdió tiempo en explicarle nada y lo cogió en brazos envuelto en el edredón.
—¿Qué es lo que pasa, mami?
—Nada, cariño —respondió ella intentando tranquilizar al niño con su tono de voz—. Sólo nos vamos a casa de los abuelos.
—¿Y papi?
—Papi vendrá mañana, cielo. Ahora duerme.
Los ojos del niño se abrieron por completo. Era evidente que se había desvelado.
—Pero eso no está bien, mami. Papá tenía una sorpresa para ti esta noche.
Stella estaba tan preocupada vigilando los movimientos de Tony que tardó un instante en darse cuenta del significado real de aquella frase. Miró a los ojos de su hijo, que en la penumbra del pasillo parecían haber adquirido un tono verdoso.
—¿Cómo sabes tú eso, Alex? Papá me lo dijo hoy por la mañana, antes de irse al trabajo, y tú ya estabas en el cole...
—Cuando todo acabe, madre, ya no tendrás que ir a trabajar nunca más y por fin estaremos juntos. Para siempre.
Era la voz de Alex, pero no era su hijo el que hablaba. Horrorizada, Stella asistió en silencio a algo que la dejó paralizada. El niño tomó con la mano derecha el índice de la izquierda y se lo arrancó con un crujido seco. Después ofreció el pequeño dedo, que se movía como si tuviese vida propia y de cuya parte cercenada sobresalían unos pequeños zarcillos, a su madre, que asistía al espectáculo horrorizada.
—Come, madre, como lo hice yo la noche en la que papá me hizo su regalo. No te preocupes por esto —y extendió los cuatro dedos de la mano izquierda con total naturalidad—, mañana volverá a estar bien. Todo será muy rápido. Después ya nunca más habrá dolor.
Stella comenzó a retroceder lentamente hasta que su espalda tocó la pared. Era demasiado tarde. No se trataba de una pesadilla de la que pudiese despertar, el monstruo con la forma de su hijo seguía allí, de pie, ofreciéndole el pequeño dedo en la palma de la mano abierta como si fuese un caramelo.
—¿Qué sois? —logró articular entre sollozos.
—¿Qué somos, madre? —El pequeño arqueó las cejas y ladeó la cabeza ligeramente, como si la pregunta lo hubiese cogido por sorpresa—. Lo mismo que vosotros, sólo semillas.
Stella se derrumbó de rodillas, derrotada. No le quedaba nada por lo que luchar, y no tenía fuerzas para escapar. Además, ¿hacia dónde huiría? Le habían arrebatado lo que más quería. La vida ya no tenía sentido. Impotente, escuchó los crujidos en la escalera que anunciaban la llegada del hombre que antes había sido su marido.


viernes, 1 de agosto de 2014

CAMBIO CLIMÁTICO

A Carlos lo llamábamos El Andarica por la facilidad que tenía para correr por las rocas del pedrero cuando pescaba pulpos. Se sabía de memoria todas las cuevas y recovecos, y no conocíamos a nadie más rápido y eficaz con la vara y el gancho. Todos los chicos de la pandilla habíamos crecido juntos a orillas del Cantábrico, pero él pertenecía a una familia de varias generaciones de pescadores y parecía que tuviese agua de mar en vez de sangre corriendo por las venas. Carlos era mi mejor amigo, y también la primera persona que conocí que murió debido al cambio climático.
            Hace unos años, comenzaron a aparecer delfines varados en nuestras playas, grupos de ballenas e incluso algún cachalote. Por desgracia eso se hizo tan habitual que dejó ser noticia. Solo apariciones tan exóticas como las de los kraken —así era como llamábamos a los calamares gigantes que ascendían de la fosa de Carrandi para morir en la superficie— merecían un pequeño hueco en la prensa local. Y aún así eso dejó también de sorprendernos.
            Tampoco nos pareció demasiado extraño que llegase hasta el Muelle, a los pies de Cimadevilla, algún grupo de focas de vez en cuando. Era muy divertido llevarles algo del pescado que el padre de Carlos no había vendido en la rula. Hasta que, del mismo modo que vinieron, desaparecieron.
            Reputados biólogos hablaban en los telediarios regionales del calentamiento global y decían que era el responsable de los cambios que habían sufrido las corrientes cálidas que bañaban las costas de los continentes. Ponían como ejemplo el desplazamiento de las inmensas masas de kril de los mares australes a zonas en las que eran menos habituales, y comentaban que eso con toda seguridad obligaría a desplazarse al resto de la cadena alimentaria. Y con esa afirmación se referían a toda la cadena alimentaria. Desde la base, compuesta por el diminuto kril, hasta la cúspide.
            Yo sé lo que vi aquella tarde de verano, el año pasado, en la playa de San Lorenzo.
            Era la semana grande de las fiestas de Gijón y había bastante gente paseando por el muro. Esa mañana habíamos conocido a unas chicas que no hablaban casi nada de español y a las que habíamos bautizado como las yankis. Recuerdo que la puesta de sol comenzaba a iluminar la iglesia de San Pedro con tonos anaranjados, y a Carlos gritando que podía llegar sin problema hasta las boyas amarillas que delimitaban el área de seguridad de los bañistas. Miré al horizonte. Las boyas flotaban a no más de trescientos metros de la playa y me costaba distinguirlas con la oscuridad creciente. Nadie intentó disuadirlo. El resto de la pandilla sabíamos cómo era Carlos. Quería impresionar a las chicas y era un buen nadador. Hacía un par de años que había quedado entre los diez primeros en la travesía del Musel, así que lo que proponía para él no era más que un paseo. Me pidió que bajase hasta la orilla del mar para guardarle la ropa. Sólo se fiaba de mí, y no quería que nadie le gastase la típica broma que le obligase a salir de la playa desnudo.
            Antes de que nos diésemos cuenta, Carlos se había adentrado unos cien metros en el agua y nadaba de forma vigorosa hacia las boyas. Hacía calor, así que me descalcé y avancé hasta que las olas me bañaron las rodillas. Me di la vuelta un instante para mirar a los chicos que animaban desde el muro y, al volver la vista hacia donde estaba Carlos, el terror se apoderó de mí y comencé a temblar de forma incontrolada. Recuerdo que retrocedí dando traspiés para salir del agua y que la resaca hizo que casi me cayese de espaldas. El mar estaba ligeramente rizado y desde el muro, a un par de metros sobre el nivel del mar y con el sol casi por debajo de la línea del horizonte, mis amigos sólo podían distinguir una sucesión de picos. Por eso nadie más que yo pudo verlo. Entre las crestas de las olas rizadas un triángulo de gran tamaño cortaba el agua de forma decidida hacia Carlos. La primera embestida lo pilló por sorpresa y, al instante, comenzó a luchar con un enemigo invisible. Después gritó un par de veces y desapareció sin más en las oscuras aguas de la bahía.
            Cuando el resto de los chicos llegó hasta mí, yo estaba paralizado por el miedo.
            Los bomberos y la policía iluminaron la playa y las rocas al pie de la iglesia y se pasaron toda la noche buscando a nuestro amigo. A la mañana siguiente el helicóptero de rescate peinó meticulosamente el litoral, pero no fueron capaces de encontrar su cuerpo.
            Nadie me creyó cuando les conté lo que vi. Dicen que es imposible que un pez de un tamaño tan grande como para acabar con una persona pueda acercarse tanto a nuestras playas y que, en el hipotético caso de que así hubiese sido, los servicios de rescate tendrían que haber encontrado algún resto que apoyase mi teoría. Oficialmente, Carlos se ahogó.
            Ha pasado casi un año. Ya es primavera y por la prensa me he enterado de que han regresado las focas. En Gijón no se puede vivir de espaldas al mar, así que he vuelto a la playa con los chicos.  A veces pienso que también ellos dudan de mi versión de los hechos, porque si hubiesen visto lo que yo vi no se meterían en el agua otra vez. No he vuelto a bañarme en el mar. El terror me paraliza cada vez que pienso en ello. En mis peores pesadillas estoy nadando en las aguas del puerto, como hice en tantas ocasiones cuando era niño, y siento que una corriente poderosa me zarandea. Floto para no llamar la atención y aguanto la respiración mientras rezo para que la bestia pase de largo.  No me atrevo a meter la cabeza bajo el agua porque creo que si no miro esos ojos fríos de cristal perderá poder sobre mí. Los demás chicos se zambullen y nadan y ríen a mi alrededor. Y cuando empiezo a pensar que todo es fruto de mi imaginación, la aleta dorsal aparece y comienza a cortar la superficie del agua hacia mí.