viernes, 1 de agosto de 2014

CAMBIO CLIMÁTICO

A Carlos lo llamábamos El Andarica por la facilidad que tenía para correr por las rocas del pedrero cuando pescaba pulpos. Se sabía de memoria todas las cuevas y recovecos, y no conocíamos a nadie más rápido y eficaz con la vara y el gancho. Todos los chicos de la pandilla habíamos crecido juntos a orillas del Cantábrico, pero él pertenecía a una familia de varias generaciones de pescadores y parecía que tuviese agua de mar en vez de sangre corriendo por las venas. Carlos era mi mejor amigo, y también la primera persona que conocí que murió debido al cambio climático.
            Hace unos años, comenzaron a aparecer delfines varados en nuestras playas, grupos de ballenas e incluso algún cachalote. Por desgracia eso se hizo tan habitual que dejó ser noticia. Solo apariciones tan exóticas como las de los kraken —así era como llamábamos a los calamares gigantes que ascendían de la fosa de Carrandi para morir en la superficie— merecían un pequeño hueco en la prensa local. Y aún así eso dejó también de sorprendernos.
            Tampoco nos pareció demasiado extraño que llegase hasta el Muelle, a los pies de Cimadevilla, algún grupo de focas de vez en cuando. Era muy divertido llevarles algo del pescado que el padre de Carlos no había vendido en la rula. Hasta que, del mismo modo que vinieron, desaparecieron.
            Reputados biólogos hablaban en los telediarios regionales del calentamiento global y decían que era el responsable de los cambios que habían sufrido las corrientes cálidas que bañaban las costas de los continentes. Ponían como ejemplo el desplazamiento de las inmensas masas de kril de los mares australes a zonas en las que eran menos habituales, y comentaban que eso con toda seguridad obligaría a desplazarse al resto de la cadena alimentaria. Y con esa afirmación se referían a toda la cadena alimentaria. Desde la base, compuesta por el diminuto kril, hasta la cúspide.
            Yo sé lo que vi aquella tarde de verano, el año pasado, en la playa de San Lorenzo.
            Era la semana grande de las fiestas de Gijón y había bastante gente paseando por el muro. Esa mañana habíamos conocido a unas chicas que no hablaban casi nada de español y a las que habíamos bautizado como las yankis. Recuerdo que la puesta de sol comenzaba a iluminar la iglesia de San Pedro con tonos anaranjados, y a Carlos gritando que podía llegar sin problema hasta las boyas amarillas que delimitaban el área de seguridad de los bañistas. Miré al horizonte. Las boyas flotaban a no más de trescientos metros de la playa y me costaba distinguirlas con la oscuridad creciente. Nadie intentó disuadirlo. El resto de la pandilla sabíamos cómo era Carlos. Quería impresionar a las chicas y era un buen nadador. Hacía un par de años que había quedado entre los diez primeros en la travesía del Musel, así que lo que proponía para él no era más que un paseo. Me pidió que bajase hasta la orilla del mar para guardarle la ropa. Sólo se fiaba de mí, y no quería que nadie le gastase la típica broma que le obligase a salir de la playa desnudo.
            Antes de que nos diésemos cuenta, Carlos se había adentrado unos cien metros en el agua y nadaba de forma vigorosa hacia las boyas. Hacía calor, así que me descalcé y avancé hasta que las olas me bañaron las rodillas. Me di la vuelta un instante para mirar a los chicos que animaban desde el muro y, al volver la vista hacia donde estaba Carlos, el terror se apoderó de mí y comencé a temblar de forma incontrolada. Recuerdo que retrocedí dando traspiés para salir del agua y que la resaca hizo que casi me cayese de espaldas. El mar estaba ligeramente rizado y desde el muro, a un par de metros sobre el nivel del mar y con el sol casi por debajo de la línea del horizonte, mis amigos sólo podían distinguir una sucesión de picos. Por eso nadie más que yo pudo verlo. Entre las crestas de las olas rizadas un triángulo de gran tamaño cortaba el agua de forma decidida hacia Carlos. La primera embestida lo pilló por sorpresa y, al instante, comenzó a luchar con un enemigo invisible. Después gritó un par de veces y desapareció sin más en las oscuras aguas de la bahía.
            Cuando el resto de los chicos llegó hasta mí, yo estaba paralizado por el miedo.
            Los bomberos y la policía iluminaron la playa y las rocas al pie de la iglesia y se pasaron toda la noche buscando a nuestro amigo. A la mañana siguiente el helicóptero de rescate peinó meticulosamente el litoral, pero no fueron capaces de encontrar su cuerpo.
            Nadie me creyó cuando les conté lo que vi. Dicen que es imposible que un pez de un tamaño tan grande como para acabar con una persona pueda acercarse tanto a nuestras playas y que, en el hipotético caso de que así hubiese sido, los servicios de rescate tendrían que haber encontrado algún resto que apoyase mi teoría. Oficialmente, Carlos se ahogó.
            Ha pasado casi un año. Ya es primavera y por la prensa me he enterado de que han regresado las focas. En Gijón no se puede vivir de espaldas al mar, así que he vuelto a la playa con los chicos.  A veces pienso que también ellos dudan de mi versión de los hechos, porque si hubiesen visto lo que yo vi no se meterían en el agua otra vez. No he vuelto a bañarme en el mar. El terror me paraliza cada vez que pienso en ello. En mis peores pesadillas estoy nadando en las aguas del puerto, como hice en tantas ocasiones cuando era niño, y siento que una corriente poderosa me zarandea. Floto para no llamar la atención y aguanto la respiración mientras rezo para que la bestia pase de largo.  No me atrevo a meter la cabeza bajo el agua porque creo que si no miro esos ojos fríos de cristal perderá poder sobre mí. Los demás chicos se zambullen y nadan y ríen a mi alrededor. Y cuando empiezo a pensar que todo es fruto de mi imaginación, la aleta dorsal aparece y comienza a cortar la superficie del agua hacia mí.

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