sábado, 1 de noviembre de 2014

EL PEQUEÑO JAVIER

Adela recordó cuánto había llorado en estos últimos meses. Ningún doctor, y no había uno solo que el dinero de su marido no pudiese comprar, había sido capaz de diagnosticar la enfermedad de su único hijo, y mucho menos de curarlo.
Javier. El pequeño Javier.
Todo empezó con una ligera erupción en la nuca. Eso a los siete años podría ser cualquier cosa, le dijeron los doctores al principio, y desde luego no tenía porqué ser importante. Pero había resultado ser muy grave.
Adela recordaba los interminables viajes por todo el mundo en busca de los mejores especialistas, la desesperación al saber que la enfermedad era totalmente desconocida, y las mentiras que ella y su marido se habían visto obligados a contar al pequeño Javier. Ellos, que habían prometido ser siempre sinceros con él, pasase lo que pasase. Ellos, que habían sido capaces de atravesar un auténtico infierno a lo largo muchos años hasta llegar a concebir a su único hijo.
Ahora Adela se había quedado sola con su pequeño Javier. Su marido les había abandonado un par de semanas antes. No había sido capaz de soportar la presión, los extraños métodos que ella había propuesto para curar al pequeño, o que no tuviese más que ojos para Javier. Pero no importaba. No lo necesitaban. Los recursos económicos con los que contaban, bien administrados, podrían ser suficientes para cubrir sus necesidades durante varias vidas.
Lo importante en este momento era que Javier por fin se estaba recuperando. Los rasgos de su cara no eran los del saludable chico que había sido antes: todavía estaba muy pálido y le costaba articular las palabras,  pero ella estaba segura de que muy pronto todo volvería a la normalidad.
Hoy era el primer día del nuevo curso escolar. La mañana había amanecido brumosa y la neblina se convertía en finas gotas de agua en contacto con el parabrisas del coche. Javier se removió inquieto en el asiento de atrás, así que Adela le dedicó una cariñosa sonrisa reflejada en el retrovisor que lo calmó. Sabía que su hijo no estaba aún preparado para seguir las clases, pero lo notaba fuerte y, como no quería que perdiese el contacto con el resto de sus amigos, había decidido llevarle al colegio. Hablaría con los tutores. Les explicaría el problema y les aseguraría que contrataría profesores privados para que Javier no perdiera el hilo de sus estudios. Haría lo que fuese necesario hasta que el pequeño estuviese plenamente recuperado y pudiese volver a clase como un niño normal.
El patio interior del colegio hervía de actividad. Adela dirigió con cuidado el todoterreno al primer aparcamiento libre que encontró y agradeció que don Alberto, el que había sido el tutor de Javier durante el curso anterior, se acercase en su dirección. Don Alberto era un buen profesor. Además el cariño que sentía por su hijo era sincero y sabía que Javier le correspondía. ¡Se había preocupado tanto por la enfermedad del pequeño! Adela pensó que sería un excelente momento para agradecerle sus desvelos y para mostrarle que Javier estaba ya muy recuperado.
La mujer bajó del coche y saludó a don Alberto, que desvió su camino y acudió a reunirse de inmediato con ella, sorteando a los chicos que corrían alocadamente en todas direcciones. El profesor comenzó a hablar con un tono de condolencia casi embarazoso, así que Adela lo silenció con un gesto de la mano y abrió la puerta de atrás del coche. Don Alberto esperó a que la mujer mostrase aquello que quería que viese. Adela liberó del cinturón al pequeño Javier y le dio la mano para que saliese del vehículo apoyándose en ella. El chico se tambaleó y tropezó, pero la mano firme de su madre evitó la caída. Cuando Javier salió a la luz del día, don Alberto no pudo evitar gritar. A su alrededor los demás detuvieron sus tareas y se giraron para poder ver qué era lo que había asustado al profesor. Todos echaron a correr, atropellándose, mientras huían del pequeño. Javier y su madre se quedaron perplejos. Al ver la reacción de los demás, Adela pensó que quizás no había sido una buena idea el llevar a su hijo tan pronto al colegio. Javier tan sólo esperaba. Sus pequeños ojos, cubiertos por un velo blanquecino y más hundidos de lo habitual en sus negras ojeras, parecieron chispear de alegría al ver a tanto niño a su alrededor. La sonrisa del niño era un rictus paralizado que dejaba al descubierto unos dientes sucios y estiraba la pálida carne de la cara, en la que, y a pesar del maquillaje, se podía ver el hueso desnudo del pómulo. Adela sonrió cuando escuchó al pequeño nombrar casi con total claridad el nombre de su anterior profesor. Todo volvería a la normalidad muy pronto, pensó.

Don Alberto resbaló en el pavimento mojado mientras retrocedía. Estaba aterrorizado. No en vano sabía, como todo el mundo en aquel colegio, que aquel niño que había dicho su nombre no podía estar allí, porque un par de meses atrás había asistido a su funeral, y él mismo había depositado unas flores sobre el ataúd en el que yacía el pequeño, justo antes de que los sepultureros lo cubriesen con la tierra húmeda del camposanto.


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