viernes, 19 de diciembre de 2014

YA NO HABRÁ MÁS REGALOS

Con este pequeño cuento queremos desear felices fiestas a todas esas bestezuelas de la oscuridad que nos siguen mes tras mes. 



Rudleminck Tarumbalur estaba agotado. Llevaba más de tres horas circulando por retorcidas pistas de montaña en la peor tormenta de nieve que podía recordar y, a pesar de llevar la calefacción del auto al máximo, tiritaba como un reno recién nacido. Los gruesos copos de nieve caían sobre el parabrisas como trapos y le impedían ver con claridad el camino, y el GPS se había vuelto loco y cada vez que comprobaba la ruta le daba una dirección diferente. Nunca, en los ciento veinte años que llevaba trabajando para Noël Inc, le había sucedido algo semejante. ¿Por qué demonios lo habrían enviado a él a esa misión? Era empaquetador de regalos de nivel dos, ¿qué sabía él de negociaciones? Estaba seguro de que esto le pasaba por ser el más joven de la plantilla. Si hubiese hecho caso a Marckelmore Buscapink, y se hubiese afiliado al Sindicato, ahora mismo estaría en su casa, disfrutando de un buen fuego en la chimenea.
            El reloj del salpicadero marcaba las doce del mediodía. Eso, tan al norte y en pleno invierno, significaba que solo quedaban un par de horas de luz solar. No lo conseguiría. Sin una señal que le indicase el camino, estaba perdido. Casi había decidido volver derrotado sobre sus pasos, cuando el coche patinó en una placa de hielo, se salió de la carretera y chocó con un poste que la tormenta había cubierto de nieve. Rudleminck no se imaginaba qué más contratiempos podían sucederle. Contrariado, se apeó del coche y le pegó una patada al poste, y al hacerlo descubrió un cartel indicador que señalaba que la casa de Papa Noël se encontraba a unos cien metros de aquel lugar.
            Mientras avanzaba a pie el último trecho hasta la casa, repasó la estrategia a seguir. De alguna forma tenía que convencer al viejo para que se pusiera de inmediato manos a la obra. Había toneladas y toneladas de regalos perfectamente empaquetados en los hangares de la empresa, en lo más profundo de la taiga finlandesa, a la espera de que Papá Noël organizase el transporte. Como todos los años, los niños del mundo habían enviado sus cartas y aguardaban ansiosos la llegada de la Nochebuena; y como en cada una de las últimas Navidades, siempre había que enviar a alguien al norte para recordar al viejo remolón sus obligaciones.
            Rudleminck subió las escaleras del porche e hizo sonar la campanilla de la entrada. Unos pesados pasos se acercaron desde dentro de la casa y un hombre del tamaño de un oso abrió la puerta visiblemente sorprendido. Rudlemore nunca se había encontrado con Papá Noël cara a cara, pero no cabía duda alguna de que aquel gigante vestido de rojo, de cara bonachona y barba de algodón, era la persona que había venido a buscar.
            —¡Ho, ho, ho! ¡Bienvenido, muchacho! —exclamó Papá Noël, mientras le daba unos golpecitos en la espalda para sacudirle la nieve que todavía quedaba sobre sus hombros— ¿Se puede saber qué motivo es tan importante como para traerte al norte en medio de esta endemoniada tormenta?
            —Hola, señor Noël —Rudleminck agradeció que el viejo no estuviese borracho. Le habían dicho que otros años habían tenido que esperar varios días hasta poder hablar con él.
            —Pasa, y siéntate junto al fuego para que puedas calentar tus huesos, mi pequeño amigo. Te traeré un poco de schnapps; así entrarás en calor primero.
            —No se preocupe, si no es necesario... —comenzó a decir Rudleminck, pero fue inútil. El hombretón dio media vuelta y se fue pasillo adelante mientras canturreaba una canción de Navidad. Un instante después volvió con una botella y un par de vasos, y se sentó junto al enano en un taburete en apariencia demasiado frágil como para soportar su peso.
            Rudleminck iba abrir la boca cuando Papá Noël le hizo una seña con la mano para que aguardase un instante, llenó ceremoniosamente los dos vasos y bebió el suyo de un trago.
            —Lo destilo yo mismo con bayas que recojo en el bosque en primavera —explicó mientras volvía a llenar su vaso—. Y ahora dime hijo, ¿qué es lo que te trae hasta estas latitudes?
            Rudleminck tenía que ser muy cuidadoso a la hora de escoger sus palabras. Aunque el viejo ya no era el dueño de la empresa, porque había vendido su participación a un fondo de inversión extranjero, todavía era la cabeza visible del negocio, y sin la magia del reparto instantáneo, un secreto que no había revelado y que había dicho que se llevaría a la tumba, la empresa no valía nada. Además, y a pesar de la apariencia bonachona del viejo, la fama de su mal carácter era legendaria, y con el paso de los años se había vuelto aún más irascible.
            —Estooooo... ¿Sabe qué fecha es?
            Papá Noël se echó hacia atrás visiblemente extrañado por la pregunta, y cambió la sonrisa por un gesto serio.
            —Pues claro. Tengo un calendario —Y señaló la pared a sus espaldas, en la que colgaba uno con fotos de chicas vestidas con el uniforme de la empresa—. ¿Has caminado seiscientos kilómetros solo para hacer de despertador?
            —No, yo, nosotros... —Rudleminck tomó un trago de schnapps y dejó que el líquido le abrasara la garganta mientras pensaba en la respuesta adecuada—. Otros años tenemos noticias suyas antes para poder organizar la entrega.
            —¿La entrega?
            —Los regalos de los niños.
            —Ah, eso.
            Rudleminck respiró aliviado por no tener que dar más explicaciones. El viejo no parecía habérselo tomado tan mal después de todo.
            —Ya les dije el año pasado a tus superiores que no habría más Navidades. Estoy muy cansado.
            Eso era cierto y Rudleminck lo sabía, pero hacía veinte años que oían la misma cantinela y siempre habían podido convencerlo a tiempo para que hubiese Navidad.
            —Vamos, señor Noël, los niños de todo el mundo llevan un año esperando esos regalos. Algunos solo se portan bien porque de no ser así saben que usted no les dejará nada bajo el árbol. Yo mismo, cuando era pequeño...
            —Alto, alto, muchacho. ¿Puedo saber cuántos años tienes?
            —Pues ciento cincuenta y tres.
            —¡Lo sospechaba! Esos cabrones envían a un niño a hacer el trabajo de un adulto —Papá Noël lo miró en silencio de arriba abajo como si lo estuviese midiendo, y Rudleminck comenzó a ponerse nervioso. Ya no había guión, y con lo impredecible que era el viejo podía suceder cualquier cosa, así que se sobresaltó cuando Papá Noël exclamó—: ¡Me caes bien, muchacho, y por eso te voy a invitar a comer!
            —Pero, señor...
            —No hay peros que valgan —Noël se levantó y tomó al Rudleminck por el hombro para que lo acompañase—. Hoy dormirás aquí. Hay que estar loco para pensar en volver a casa en medio de esta tormenta —Rudleminck intentó protestar, pero Papá Noël continuó—: ¿Hueles eso? Es el estofado especial Papá Noël. Una receta secreta de mi madre. Así que primero me acompañarás en la comida y después podremos hablar sobre esa petición tuya.
            Durante la comida solo trataron temas banales, porque Noël le había prohibido hablar de negocios hasta el postre. Fue una charla larga y distendida en la que Rudleminck repitió estofado una y otra vez hasta casi reventar. Hablaron de cómo el calentamiento global había afectado al norte, se rieron de los últimos diseños para los uniformes de la empresa y añoraron los viejos tiempos en los que los niños escribían cartas de verdad, y no había que leer las listas de regalos en la pantalla de un ordenador.
            —Hacía muchos años que no probaba un estofado tan bueno.
            —Me alegro. Por desgracia ya no es tan fácil encontrar materia prima de tanta calidad, por eso nada más que cocino este plato de siglo en siglo.
            —Bueno...
            —Bueno.
            Se hizo un silencio incómodo en el comedor.
            —Con respecto al motivo de mi visita.
            —No hay nada que puedas hacer. Mi decisión está tomada y no hay vuelta atrás.
            —Pero, señor Noël, usted dijo que después de la comida podríamos negociar.
            —No, muchacho. Lo que te dije es que podríamos hablar, y eso es lo que estamos haciendo. Tus jefes llevan engañándome demasiado tiempo y eso se acabó.
            Estaba claro que necesitaba ablandar un poco más al viejo. Rudleminck era un enano muy testarudo y no se daba fácilmente por vencido. Solo tenía que encontrar la llave que abriese su oxidado corazón.
            —Señor Noël, hay algo que me gustaría... No, mejor no. Olvídelo. 
            —Vamos hijo, dime de qué se trata. Creo que ahora hay suficiente confianza entre nosotros como para que puedas hablarme con franqueza.
            ¡Eureka! Ese era el resquicio que Rudleminck estaba buscando. Si era suficientemente hábil, Papá Noël estaría comiendo de su mano en un instante y no podría negarse a una nueva Navidad.
            —Cuando éramos pequeños, más incluso que ahora —Rudleminck rió su propia ocurrencia, animado por los vapores del vino y del schnapss—, mis hermanos y yo siempre jugábamos a renos. Nos fascinaba la magia de esos hermosos y nobles animales, capaces de surcar el cielo para llevar la ilusión a las casas de millones de niños. Rudolph siempre fue mi preferido. Verá, señor Noël, desde que supe que vendría a visitarlo, nada más que tengo una idea en la cabeza. Espero no parecer demasiado atrevido. ¿Podría verlos? Es decir... ¿Cómo está Rudolph?
            Papá Noël se echó hacia atrás, entrelazó los dedos de las manos sobre su prominente barriga y sonrió de forma enigmática.
            —Dímelo tú —respondió mientras miraba alternativamente al puchero y a su invitado.
            —¿Cómo?, no entiendo —Rudleminck pensó que el viejo Noël había perdido definitivamente la cabeza, pero cuando comprendió lo que estaba intentando decirle, se desdibujó la sonrisa de la boca—. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —repitió una y otra vez mientras se levantaba de la mesa y retrocedía de forma atropellada con la vista fija en Papá Noël, que permanecía inmóvil en la silla, como un juguete al que le hubiesen quitado las pilas.
            Rudleminck salió al exterior y cayó de rodillas. Una oleada de náuseas revolvió su estómago más allá de lo que podía soportar y lo hizo vomitar sobre la nieve virgen. Cuando por fin consiguió tranquilizarse, se incorporó y miró a su alrededor desorientado. La tormenta había cesado, pero lo había dejado todo cubierto de nieve. A la luz de las estrellas solo veía bultos más o menos grandes y ninguna señal que pudiese orientarlo.
            —¡Ho, ho, ho! —una voz amortiguada sonó a sus espaldas, y cuando se dio la vuelta vio a Papá Noël, que lo saludaba desde detrás del ventanal con la mano levantada y una sonrisa bobalicona dibujada en la cara.
            No podía quedarse allí ni un segundo más, así que comenzó a correr hacia lo que pensó que era el vehículo. El intenso frío mordió sus manos cuando se quitó los guantes para usar el móvil. Necesitaba avisar a la central, tenía que decirles que el viejo, en su locura, se había comido a los renos, pero era inútil. El móvil no conseguía recibir señal. Tenía que llegar al coche, pero las piernas se hundían cada vez más en la nieve blanda y caminar se estaba convirtiendo en una tarea titánica.
            Papá Noël observó por un instante el penoso avance del enano. Cuanto más avanzaba, más se cansaba y no tardaría mucho en rendirse.
            —¿Cómo dices, madre? —giró la cabeza y preguntó a la oscuridad, a una voz que solo podía oír él. —Sí, el estofado de reno estaba muy bueno. Tenías razón, como siempre. No hay nada como poner un poco de carne de reno volador en el puchero. Hummmm, pues puede que tengas razón  otra vez, ese enano bien cebado tiene que dar un buen guiso...
            El hombretón llegó a la cocina y comenzó a sopesar el peso de varios cuchillos mientras tarareaba una canción navideña. Después salió de casa, inspiró profundamente el aire frío de la noche y sonrió. Había sido muy grosero por parte de aquel muchacho marchar sin despedirse, pero no llegaría muy lejos. El rastro en la nieve eran tan claro como el fuego de una hoguera en una noche sin luna.
            —¡Ho, ho, ho! Allá voy, mi pequeño amigo —dijo mientras se calzaba las raquetas de nieve y comenzaba a seguir las huellas.



lunes, 8 de diciembre de 2014

RÉQUIEM POR EL REINO MÁGICO

Recuerdo cada detalle de aquella noche como si lo estuviese viviendo en este mismo instante. El capitán de la guardia me despertó de un sueño pesado y desagradable que me había hecho sudar hasta empapar las ropas de mi lecho. Había algo más allá del muro que requería mi atención, así que me vestí con rapidez y seguí sus pasos. La noche estaba cargada con un aire frío y húmedo que traspasaba las piedras de las murallas y empañaba el brillo de las armaduras, y eso hizo que me estremeciese. La luna iluminaba el patio con un fulgor sobrenatural que casi hacía innecesaria la luz de las antorchas. Al pasar junto a los establos oí a los caballos bufar y relinchar, nerviosos, y mis sentidos se pusieron alerta. Los animales pueden leer señales que a los hombres nos pasan desapercibidas, y mi instinto me dice que esos pequeños detalles son los que, en caso de peligro, marcan la diferencia entre la vida y la muerte. Subí las escaleras de la barbacana entre los hombres de la guardia mientras escuchaba sus murmullos. Frases entrecortadas de guerreros curtidos en cien batallas, hombres que habían visto cara a cara el rostro de la muerte. Hablaban de malos augurios. Los conozco a todos y les confiaría mi vida sin dudar porque sé que entre ellos no hay cobardes, pero no puedo evitar sus supersticiones. Vivimos tiempos oscuros y a todos nos gusta creer en poderes sobrenaturales que guían nuestro acero en la contienda, y sabemos que existen demonios tan poderosos como nuestros dioses que acompañan al enemigo a la batalla.
Al asomarme vi que la niebla había cubierto la explanada hasta el bosque. Abajo, a los pies de la muralla, escuché el discurrir del caudaloso río Arth, que rodeaba con su frío abrazo las rocas sobre las que se asienta Camelot.
—Exige ver al rey Arturo —me susurraron al oído mientras señalaban la solitaria figura que parecía flotar en el mar de niebla, un espectro que montaba un caballo negro como la brea. Por su porte, y la vestimenta que podía ver a la luz de la luna, no parecía un mensajero.
—¡¿Quién sois?! —grité a la sombra.
—En mi tierra me conocen como Vlad, caballero de la Orden del Dragón, y allí todos me obedecen como a un príncipe —a pesar de la distancia, aquella voz de marcado acento extranjero llegó hasta nosotros como si el extraño estuviese a nuestro lado, sobre la muralla. Por el rabillo del ojo vi como alguno de los hombres retrocedía un paso—. ¡Bajad el puente! —ordenó a continuación—. He viajado desde muy lejos para reclamar algo que me pertenece y que no debe permanecer por más tiempo en  manos de los hombres.
—Imposible. Seáis príncipe o mendigo, no traspasaréis este foso hasta mañana. Cuando salga el sol podréis solicitar audiencia y, si el motivo que os trae a Camelot es tan importante como para merecerla, el rey os recibirá.
El caballo del extraño hizo ademán de encabritarse.
—¡Necio! Con esas palabras acabáis de condenar a los habitantes de esta fortaleza. Esa luz de la mañana de la que hablas no os salvará, tan solo prolongará vuestra agonía. Aunque todavía no lo sabéis, ya estáis muertos. Saciaré mi hambre con vuestra sangre, y la de vuestras mujeres y niños, y no podréis hacer nada para evitarlo.
A pesar de nuestra superioridad, un ejército defendido por una fortaleza inexpugnable, nadie rió la ocurrencia. Lo más probable era que se tratase de un loco, pero la seguridad con la que el extraño había pronunciado aquellas palabras nos intranquilizó del mismo modo que si un brujo nos hubiese arrojado una terrible maldición.
Todavía estaba valorando la mejor respuesta a la amenaza cuando el jinete dio media vuelta y se alejó con lentitud, hasta que se perdió en el bosque.
Después del incidente intenté volver a dormir, pero no logré conciliar el sueño, así que salí de nuevo a la penumbra de la noche con la esperanza de poder cruzar alguna palabra furtiva con la dueña de mi corazón, que acostumbraba a pasear por los jardines del castillo antes de que saliese el sol. Pero todo fue en vano. Al clarear la mañana, estaba a punto de retirarme a descansar cuando el rey Arturo irrumpió en el puesto de guardia. Iba descalzo y envuelto con una piel como único abrigo. Parecía fuera de sí.
—Tenéis que ayudarme, Lanzarote. Ginebra no está en sus aposentos y no puedo encontrarla por ninguna parte —sus ojos eran los de un hombre mucho más viejo y cansado que lo que debería por su edad.
Arturo era un hombre bueno, pero hacía tiempo que vivía atormentado por el terrible peso de la corona y de las decisiones que se veía obligado a tomar por el bien del reino y que en ocasiones enviaban a la muerte a personas inocentes. Yo estaba convencido de que era el más adecuado para dirigir nuestros destinos, porque nadie habría podido soportar con más entereza, pero sobre todo sin perder la razón, cada uno de los embates que el destino nos tenía reservados en tiempos tan difíciles como los que nos tocaba vivir. Además, la amistad que me unía con el rey se había forjado a lo largo de muchos años en los que habíamos luchado codo con codo en innumerables batallas, y tal era la confianza que había depositado en mí, que me había armado caballero de una reducida orden de guerreros a los que trataba como iguales. Y eso solo hacía que el dolor que me desgarraba por dentro aún fuese más grande porque, para mi desgracia, mi corazón se debatía entre la lealtad que debía a mi rey y lo que sentía cada vez con más fuerza por su esposa, la hermosa Ginebra. En más de una ocasión había estado tentado a dejar la fortaleza para intentar que aquella flor que crecía en mi interior se agostase con la distancia pero, como hace todo cobarde, siempre encuentro un motivo para no hacerlo. Si bien no me importaría que un enemigo digno acabase con mi vida en el campo de batalla, no podría soportar la simple idea de vivir un solo día más sin ver el rostro de mi amada. Tal era mi tormento, y a la vez penitencia justa a mi pecado, pues sabía que ella jamás podría corresponderme.
—Explicaos, ¿cómo es eso posible? —pregunté mientras le ofrecía asiento. Arturo hundió la cabeza entre las manos y comenzó a sollozar.
—Esta noche he sufrido una terrible pesadilla. Era algo tan real, que al despertar todavía permanecí un tiempo sentado en el lecho, confundido, hasta que me di cuenta de que ya no tenía nada que temer —en ese momento no pude evitar pensar en mi angustiosa pesadilla, de la que apenas podía recordar nada—. En mi sueño la muerte venía a visitarnos disfrazada de hombre y se llevaba a Ginebra. Los vi alejarse hacia el lago cogidos de la mano, como si hubiese algún tipo de complicidad entre ellos. Intenté impedirlo, pero la voz no salía de mi torturada garganta y mis miembros no me respondían. Entonces Nimué emergió de las aguas y se interpuso en su camino para evitar que se la llevase, pero ambos se arrojaron sobre ella como si fuesen un par de bestias sedientas de sangre y acabaron con su vida.
—¿La Dama del Lago? —pregunté sorprendido. Hacía mucho tiempo que no habíamos vuelto a saber nada de la hechicera. Cuando los enemigos de Avalon habían llegado a las mismísimas puertas de Camelot había sido ella la que había regalado la mágica Excalibur a nuestro rey para guiarlo a la victoria final. Pero había desaparecido como por arte de magia después de que Arturo se desposase—. Tenéis que tranquilizaros. Solo se trata de un sueño…
—Vos también estabais en la pesadilla, Lanzarote —al oír eso me puse en guardia, pues todos conocíamos el componente profético de los sueños de nuestro rey—. Intentasteis detenerla, pero también fracasasteis. No recuerdo nada más. Después me desperté temblando de frío y fue cuando me di cuenta de que ella no estaba a mi lado.
—Tiene que haber una explicación para esto. Nadie desaparece sin más —dije, y sin demorarme un instante llamé al capitán de la guardia para que organizase una búsqueda, pero lo que el hombre nos contó nos dejó aún más preocupados.
—La reina no está en el castillo, mi señor. Salió durante el cambio de guardia, embozada en una capa, antes de que amaneciese. Apenas nos dimos cuenta, porque caminaba escondida entre las sombras. Parecía que no desease ser descubierta. Cuando reparamos en su presencia, nos dijo que deseaba dar un paseo por el bosque y rehusó la escolta que le ofrecimos.
Arturo no daba crédito a todo lo que sucedía.
—¿Acaso me estáis diciendo, capitán, que permitisteis que la reina saliese sola del castillo, y que todavía no ha vuelto de su paseo por el bosque?
—Yo... Mi señor, la reina sale muy a menudo a pasear por las mañanas... —el hombre estaba visiblemente nervioso.
Yo sabía que eso era cierto, puesto que me había encontrado con ella en más de una ocasión, a escondidas.
—¿Acaso no os dieron las nuevas de la noche?, ¿no sabéis nada del incidente? —le reproché.
—¿A qué incidente os referís, Lanzarote? —preguntó el rey.
Estaba a punto de contarle el encuentro con el extranjero, cuando una voz llamó nuestra atención. Otro suceso de extraña naturaleza venía a unirse a los misterios de la noche. Hacía ya un tiempo que se había bajado el puente levadizo y ninguno de los aldeanos que habitualmente acudían a mercadear al castillo había aparecido. Nos acercamos hasta el puente y comprobamos con nuestros propios ojos que era cierto, tan solo cruzaban el puente los últimos jirones de niebla que se resistían a desaparecer. Todas las mañanas, la puerta exterior hervía de actividad y decenas de hombres y mujeres se hacinaban para intentar ser los primeros en vender sus mercancías. Aquella mañana el silencio era sobrecogedor. No pude evitar en relacionar al extranjero con todo aquello, así que le conté lo sucedido durante la noche a Arturo.

El rey ordenó que de inmediato se formase un destacamento dispuesto para salir en búsqueda de la reina y que después se acercase al pueblo para averiguar qué había sucedido. Arturo desoyó mi consejo y decidió que sería él mismo quien encabezase la expedición.

Continuará.