viernes, 19 de junio de 2015

MEMORIAS DEL PORVENIR


Y este es el exquisito plato que comenzamos a cocinar a fuego lento a finales del 2012:



No puedo evitar emocionarme cuando veo a la criatura

jueves, 18 de junio de 2015

DESESPERACIÓN

Apenas quedaban unos minutos de luz. Muy abajo, en el valle, las sombras crecían y se fundían en una única mancha que lo devoraba todo.
El hombre estaba muy cansado. Había escalado la montaña con la pequeña a cuestas y tenía las manos destrozadas por las aristas de las rocas.
—No quiero saltar, papá —dijo ella con lágrimas en los ojos, mientras observaba aterrorizada la sima que se abría a sus pies y que descendía hasta el corazón de la montaña. La negrura se arremolinaba en el interior del agujero y los atraía con una intensidad creciente.
—No tengas miedo—el hombre se agachó y la abrazó con fuerza para infundirle valor—. Nunca te dejaré sola.
A sus espaldas comenzaron a oír los clics de la manada de perros araña que llevaba días persiguiéndolos. Estaban muy cerca.
Si lo que contaban los antiguos era cierto, abajo encontrarían las armaduras con las que los dioses habían vencido a los demonios y, quizás, la última esperanza de evitar la extinción de la raza humana.

El hombre tomó a la niña en brazos y saltó a la oscuridad, que ahogó los gritos de ambos y se los tragó como si nunca hubiesen existido.

jueves, 14 de mayo de 2015

RÉQUIEM POR EL REINO MÁGICO (3)

Tomamos las armas y nos dirigimos con rapidez al lugar del que provenían las voces de alarma. En las afueras del pueblo, justo en la frontera que separaba la zona iluminada por las hogueras de las sombras de la noche, los hombres de la guardia señalaban a un punto en la oscuridad. Comentaban excitados que habían visto a alguien acercándose al campamento. En ese momento las nubes de tormenta se abrieron para dejar que la luna lo iluminase todo con el color del hierro frío, y vimos la silueta de un jinete que cabalgaba sin prisa hacia nosotros. La montura del extraño se detuvo a unos pasos de la zona iluminada.
—Lejos de vuestras altas murallas ya no parecéis tan arrogante, rey Arturo —espetó el extranjero desde la protección de las sombras.
—¡¿Qué es lo que queréis de nosotros?! —gritó Arturo.
—Tal y como os decía anoche, solo quiero que me devolváis algo que vuestra hechicera que juega con el agua me robó mediante engaños. Me ha llevado mucho tiempo, y por el camino se ha vertido mucha sangre, pero sé que he llegado al final del camino. Estoy tan cerca que ya puedo oír su canto. No podéis esconderla más.
—No sé a qué os referís...
—Por supuesto que sabéis a qué me refiero, puedo leerlo en vuestros ojos. En vuestras pesadillas siempre temisteis que llegase el momento en que su legítimo dueño acudiese a reclamarla —el extranjero hizo una pequeña pausa en la que muchos comenzaron a preguntarse qué era tan importante como empujar a alguien a atravesar el mundo e iniciar una guerra. Todos menos Arturo... y yo—. La habéis bautizado como Excalibur, pero el mero hecho de poner nombre a algo que nunca lo tuvo no la hace vuestra.
Los hombres se estremecieron al oír aquellas palabras. En el pasado, cuando nuestros enemigos  estaban a punto de arrollar la última y desesperada resistencia de Camelot, Inué se apareció en el lago ante Arturo y le ofreció la espada mágica como muestra de su amor por él. A partir de ese momento no solo logramos rechazar a los demonios que asediaban la fortaleza, si no que comenzamos a contar nuestras batallas por victorias. Y así fue hasta que conseguimos arrojar a los enemigos de Avalon y a sus aliados nigromantes a los profundos infiernos de los que habían salido. Pero poco después de lograr que la paz volviese al reino, Arturo, que se había enamorado perdidamente de la hermosa Ginebra, la eligió como esposa, y eso hizo que Inué desapareciese para siempre, con el corazón destrozado por el despecho, no sin antes mostrar su desprecio por todo lo que tuviese que ver con las cosas de los hombres. Nunca supimos cómo se había hecho Inué con la espada mágica. Arturo se limitó a aceptar que la espada lo había elegido a él, y a los demás nos bastó con saber que la usaba con sabiduría para ganar nuestras guerras. Y no podíamos imaginar un hombre más justo para custodiarla.
Aunque no conocíamos el origen del increíble poder de Excalibur, los que estábamos más cerca de nuestro rey pronto nos dimos cuenta de que la espada lo estaba cambiando. Podíamos verlo en su rostro, cada vez más avejentado, y en su carácter, más huraño y reservado. Incluso Ginebra  había llegado a comentarme con preocupación que aquel hombre que portaba la corona poco o nada se parecía al que la había desposado. Parecía que Excalibur se alimentase de Arturo cada vez que la empuñaba. Quizás por eso decidió que lo mejor sería dejarla a buen recaudo en Camelot hasta que volviese a necesitarla, cuando solo fuese posible combatir al fuego con el fuego.
—Yo tan solo soy el custodio de la espada. Excalibur pertenece a los hombres libres y es ella la que decide quien será el que la empuñe cuando llegue el momento —Arturo parecía que tuviese preparada la respuesta desde hacía mucho tiempo.
—Pues como hombres libres moriréis, tal y como lo hicieron los pescadores de este pequeño pueblo, mientras lloraban y pedían tu ayuda a gritos para impedir que degollásemos a sus hijos y bebiésemos su sangre. Pero tú no podías oírlos, Arturo, porque estabas escondido en tu fortaleza, temblando de miedo, rodeado de un ejército de cobardes.
Esa última frase fue más de lo que cualquier corazón que albergase una pizca de valor hubiese podido soportar. Y así fue como sucedió lo que el extranjero había venido a buscar.
De nada sirvieron los gritos de los capitanes, que intentaron hacerse oír por encima de los alaridos enardecidos de los soldados, para que volviesen atrás y mantuviesen la formación. Los primeros hombres que se arrojaron tras el extranjero contagiaron al resto, y al instante nos vimos envueltos en una desenfrenada carrera hacia la oscuridad. Ante nuestra alocada embestida, el jinete se limitó a dar media vuelta e internarse en las sombras de la noche mientras mantenía la distancia con nosotros, manejando con destreza el trote de su caballo.
Nada más abandonar la seguridad de la luz del campamento, las nubes comenzaron a cerrarse de nuevo sobre nuestras cabezas y una densa oscuridad nos envolvió hasta cegarnos casi por completo. Habíamos cometido un error al seguir el juego del extranjero, y en ese momento nos dimos cuenta de que podríamos acabar pagándolo muy caro. El jinete detuvo su calculada huida y se enfrentó  a nosotros.
—¡Bienvenidos, caballeros, a mis dominios, al reino de la oscuridad! Aquí puedo ver la sangre bajo la piel, oler el miedo que respiráis, escuchar vuestros susurros. Al igual que pueden hacerlo ellos —y señaló a la oscuridad que nos rodeaba—. Ha llegado el momento de que conozcáis a mis hijos... —y a esa frase le siguió una risa que nos heló la sangre en las venas.
—¡Rodead al rey! ¡Proteged a Arturo! —grité al darme cuenta de que apenas podíamos ver dónde estábamos.
El jinete levantó la mano para dar la orden que las huestes de la oscuridad estaban esperando. A nuestro alrededor comenzó a crecer un murmullo que pronto se convirtió en un vendaval que ahogaba cualquier voz. De las copas de los árboles más próximos comenzaron a caer demonios, y la tierra bajo nuestros pies se abrió para vomitar monstruos. Pero eso no fue lo que más aterrorizó a mis hombres. Lo que casi les hizo perder el sentido fue reconocer entre ellos a los hombres, mujeres e incluso a los niños que habían desaparecido del pueblo. Todos parecían poseídos por un mal que los había transformado en bestias que nos atacaban con una fuerza descomunal. Embestían como un muro de carne putrefacta, que arañaba y desgarraba con uñas de acero, y de vez en cuando se llevaban a alguno de los nuestros que no habíamos podido defender, para después echarse sobre él como una manada de lobos, desmembrarlo y beber su sangre. Jamás habíamos combatido a enemigos como aquellos. El acero los atravesaba una y otra vez, y cortaba su carne, pero no parecía hacer mella en ellos. Nos superaban en número, y también en agilidad, y enseguida me di cuenta de que jamás lograríamos derrotarlos si no nos quitábamos nuestras pesadas armaduras, así que ordené a los que estaban más cerca que se deshiciesen de ellas en cuanto pudiesen, pues de otra forma seríamos presas fáciles. Cerramos filas y comenzamos a retroceder paso a paso hacia la luz, y mientras intentábamos alejarlos con las espadas, cortábamos con los cuchillos las cintas de cuero de la armadura y dejábamos que las pesadas placas cayesen una a una. Con los sentidos embotados por el olor de nuestra propia sangre, y el aliento de sus pestilentes bocas en nuestras caras, apenas podíamos ver más allá del hombre que luchaba codo con codo a nuestro lado. Con un afortunado golpe de la espada corté la cabeza al monstruo que tenía frente a mi y, antes de que otro llegase para reemplazarlo, busqué con desesperación a Arturo en el caos de la batalla. Cuando comprobé que el pequeño grupo de hombres que lo defendía casi había llegado hasta las hogueras, di gracias al cielo. Arturo no era más que un hombre, con sus virtudes y debilidades, pero en los años más oscuros del reino había llegado a convertirse en mucho más que un rey, y era el líder que necesitábamos para poder acabar con la nueva amenaza.
Y entonces fue cuando la vi a ella.
La pálida figura de Ginebra se abría camino entre los demonios como si no existiesen y avanzaba hacia Arturo, que al verla dejó de luchar y clavó la espada en tierra, quizás cansado, quizás desconcertado. Acuchillé a otro de los monstruos y le grité que resistiese un poco más, solo hasta que pudiésemos llegar hasta él, pero el hombre que nos había guiado hasta la victoria en tantas ocasiones parecía ajeno a lo que sucedía a su alrededor. Tan solo tenía ojos para Ginebra, que continuó acercándose hasta quedar a un paso de él y extendió la mano mientras le decía algo al oído. Arturo, que estaba desarmado incluso antes de entregar su espada, clavó la rodilla en tierra, agachó la cabeza y levantó la espada con las dos manos sobre la cabeza en señal de sumisión. Ginebra tomó el arma y se giró para entregarla a las sombras, que se materializaron en la forma del caballero oscuro. El demonio la sopesó y después la partió en dos con las manos desnudas mientras profería un aullido de rabia que recorrió el campo de batalla y detuvo la contienda por un instante.
Eso rompió el hechizo que pesaba sobre Arturo, que cayó de espaldas asustado. Pero para él ya era demasiado tarde. El extranjero tomó al rey por el pecho, lo levantó sin apenas esfuerzo y hundió los colmillos en su cuello como lo haría un animal. Nuestro rey dejó de luchar y sus brazos cayeron inertes. Cuando acabó con él, el demonio arrojó a Arturo a un lado como si fuese un trozo de carne muerta.
—¡Matadlos a todos! —gritó, y su voz estalló con el estruendo de un trueno.
Cansados y heridos como estábamos, vimos cómo las amenazadoras sombras se reorganizaban a nuestro alrededor y se preparaban para el último asalto.
—¡Hombres de Avalon, puede que no volvamos a ver la luz del día, pero venderemos caras nuestras vidas! ¡Por Arturo! —grité a los pocos que todavía se mantenían en pie. Estaba seguro de que todo acabaría esa misma noche, en aquella fría y oscura tierra alejada de Camelot, pero hasta ese último momento intentaríamos honrar la sangre derramada por los nuestros.

miércoles, 4 de marzo de 2015

LOS DEMONIOS DE LAS OLAS

—La verdad es que necesitaba salir de ese restaurante. Estaba empezando a sufrir una sobredosis de familia.
Mis palabras sonaron un poco pastosas, así que me tomé otro trago de cerveza. Nick sonrió sin apartar la vista de la carretera. Su sonrisa era fruto de la sinceridad etílica. Él había bebido tanto como yo, pero parecía que le había sentado un poco mejor. Menos mal, porque era de noche y, a pesar de la claridad de la luna y que apenas había tráfico, aquella carretera tenía unas curvas tan cerradas y el firme estaba en tan mal estado que debía ser peligrosa incluso a plena luz del día.
—Ahora que somos familia —dijo Nick—, tenemos que guardarnos las espaldas. Relájate, déjate llevar. Ya me darás las gracias después.
—Oye, muchachote, no sé que tipo de sorpresa es esa que me tienes preparada —le dije mientras me acercaba un poco a él y le tomaba del antebrazo—, pero, por si te he dado algún tipo de señal equivocada esta tarde, quiero que sepas que me gustan las mujeres...
Nos reímos tanto y tan fuerte, que en la siguiente curva no pude evitar regar el salpicadero con la cerveza de mi lata, lo que desencadenó otra serie de carcajadas que amenazaba con no terminar nunca. No nos conocíamos de mucho, pero con las personas se tiene química o no, y estaba claro que con Nick había sido un caso de amor a primera vista.
Solo a mi hermano se le podría ocurrir ir a casarse a Australia. Además, y para acabar de arreglar la situación, había ido a elegir a la que sería su mujer a un pequeño pueblo costero de nombre impronunciable en el sur del continente. Eso me había costado varios días de viaje en avión, e interminables jornadas en coche por carreteras nauseabundas. Pero qué se le iba a hacer, solo tenía un hermano pequeño y esperaba que no se casara más que una vez, o que si lo hacía de nuevo no fuese en las antípodas del mundo civilizado. Nick era el hermano de la novia, y me había sacado de la fiesta con la promesa de una sorpresa. Cuando la vieja y destartalada furgoneta detuvo su marcha y Nick apagó las luces, me quedé sin palabras. Ante de nosotros se abría una pequeña cala iluminada por la plateada luz de la luna llena. Aún en blanco y negro parecía un paraje maravilloso. La sorpresa fue aún mayor cuando me di cuenta de que en el agua había no menos de diez sombras que cogían olas constantemente. Eran muy buenos. Lo primero que hice fue sacar mi móvil para tomar unas imágenes de aquellos fantasmas que se deslizaban sobre el agua como si estuviesen esquiando. Cuando Jeremy lo viese se moriría de envidia. Habíamos hecho muchas cosas juntos, pero estaba seguro de que nunca había surfeado por la noche. Si conocía un poco a mi hermano menor, al día siguiente estaría buscando esa playa para coger olas nocturnas.
—Es una pequeña playa a la que no viene demasiada gente. Absurdas supersticiones que tienen que ver con una vieja leyenda de terror de los aborígenes —explicó Nick—. Como un pajarito me contó que os gusta el surf, me imaginé que te encantaría remojar las tablas que llevo atrás y que les he robado por una noche a los colegas.
—Nicholas Anderson Phatiguddy. Ahora mismo sería capaz de besar esos labios tan sensuales que tienes sin dudar —le dije mientras me giraba en el asiento y comprobaba que, en la parte de atrás de la furgoneta, lo que en un principio había tomado por un ataúd no era más que un par de tablas de surf.
El surf para mi familia era más que una religión. Mis padres se habían enamorado cogiendo olas en California, y ahora mi hermano había conocido a su mujer en unas vacaciones en las que buscaba las olas salvajes de Khialúa. La historia se repetía. El universo conspiraba para que todo encajase a la perfección. No se puede luchar contra el karma.
—Gracias, gracias. Pero cambio esos besos por una docena de donuts de chocolate glaseados —respondió Nick entre risas—. Y ahora vamos allá, que la marea está en su mejor momento.
No sé si Nick hubiese preferido quedarse en la arena —decía que no surfeaba porque el Señor no lo había diseñado con una adecuada línea hidrodinámica— pero, cuando vio mis movimientos tambaleantes a la hora de despojarme de la ropa, decidió acompañarme como guardaespaldas acuático. No pude evitar reírme cuando Nick dejó al descubierto unos calzones floreados y su cuerpo enorme y fláccido. A buen seguro que pondría a prueba la flotabilidad de la tabla.
Corrí haciendo eses por la arena, con la tabla bajo el brazo y trastabillando cada dos pasos, al ritmo que marcaba mi perjudicado sentido del equilibrio. Mi cabeza tenía claro que el objetivo era llegar al mar, pero el alcohol en la sangre había tomado el control de mis extremidades y me movía como una marioneta manejada por un niño de tres años. Detrás de mi podía escuchar la voz de Nick, que me rogaba  que aflojase el paso. Un dolor agudo me detuvo e hizo hincase de rodillas en la arena. Solté la tabla y me palpé el pie. No podía ver muy bien, pero mis dedos resbalaban sobre la piel. Algo me había hecho un corte. Seguramente una concha, pero con la anestesia que llevaba encima apenas sentía el dolor. Un pequeño contratiempo que no podía distraerme de mi objetivo final. Levanté la vista hacia el mar y respiré hondo. Ya estábamos muy cerca. Podía oír con claridad las olas romper con suavidad y arrastrar la gravilla en el retroceso. El olor del mar batido estimulaba mis sentidos. A mi alrededor las sombras se movían hasta el punto de producirme vértigo. Miré a Nick, que resoplaba. Estaba apoyado en su tabla. En la mano llevaba un pack de Buds. No hizo falta que nos dijésemos nada. Me levanté como si nada hubiese sucedido y retomé mi carrera suicida hacia las olas.
El agua fría despejó un poco mi cabeza, pero no lo suficiente como para evitar que me adentrase en el mar en una playa desconocida e iluminada solo por la luz de la luna. La tabla estaba bien cuidada y se deslizaba sobre las olas con facilidad. Mientras remaba, podía ver a las oscuras siluetas cogiendo olas una y otra vez, sin descanso. Hacían que todo pareciese muy fácil. Eché la vista atrás. Nick se había tumbado sobre la tabla y había comenzado a remar, así que continué hacia delante. Ahora la luna brillaba en lo más alto y podía verlo todo con más detalle. Entonces fue cuando presté atención a algo que disparó mi adrenalina. A mi derecha se recortaban las sombras amenazadoras de rocas afiladas. La sensatez y la cordura se impusieron de nuevo a la locura de mis actos y en ese momento me di cuenta de que podía haber cometido un error de cálculo. Empecé a darme cuenta de lo peligrosa que se estaba tornando la aventura, pero ahora era mi orgullo el que me impedía retroceder. Aquellos hombres asumían riesgos excesivos y alguno de ellos parecía realizar trayectos imposibles, con giros dignos de los mejores, pero seguramente conocían a la perfección la playa. Cada vez que me alcanzaba una ola los perdía de vista y me concentraba en encararla sin caerme de la tabla. Eché la vista atrás de nuevo y comprobé que Nick todavía me seguía. Aflojé la marcha para permitir que me alcanzase. No podíamos surfear en unas aguas como aquellas, desconocidas y llenas de escollos. Yo no estaba tan loco. Nos limitaríamos a quedarnos detrás de las olas, disfrutando del espectáculo que aquellos hombres nos brindaban. Esperaríamos al amanecer si fuese preciso. Me atraía la idea de ver salir el sol sobre una tabla.
Al fin llegamos a un punto en el que pudimos estabilizar nuestras tablas y sentarnos a horcajadas sobre ellas. Nick se las había arreglado para remar sujetando las cervezas sobre la tabla con su barbilla. Cada vez me caía mejor aquel hombre. Después de tanto remar ambos nos permitimos un momento para recuperar el resuello y disfrutar del paisaje.
—Mi querido amigo, esto es fabuloso —dije.
—Sí, seguramente seré capaz de apreciarlo en cuanto recupere el aliento. Dame un segundo nada más.
Sonreí y me dispuse a disfrutar del espectáculo. Aquellos hombres eran increíbles. Yo no había visto nunca algo parecido. No era raro encontrar a alguien bueno haciendo surf. O muy bueno incluso. Lo extraño era ver que todos los que estaban en el agua cabalgasen las tablas de aquella forma, como si gobernasen las corrientes a su antojo. Quizás había algo de antinatural en sus movimientos, algo que no era capaz de precisar, pero que era tan extraño como ver agua fluyendo ladera arriba.
Todo eso se quedó en un segundo plano en cuando me di cuenta algo que heló mi sangre.
Estoy acostumbrado a nadar en alta mar, y conozco perfectamente las aletas caudales de los delfines, por eso supe al instante que aquellos triángulos que cortaban el agua a corta distancia de donde nos encontrábamos solo podían pertenecer a esa clase de peces que pueblan nuestras pesadillas. Me di cuenta de que las pequeñas corrientes que me zarandeaban podían estar producidas por las bestias que nadaban bajo nuestras tablas. En ese momento hasta me pareció sentir el leve roce de una piel áspera como la lija. Inmediatamente saqué mis pies del agua y los subí a la tabla.
—¡Dios mío, Nick, el agua está plagada de tiburones!
—¿De qué demonios estás hablando? —Nick retiró sus pies del agua y se aovilló sobre la tabla con tanta rapidez que a punto estuvo de caerse—. Si es una broma no tiene ninguna gracia.
—Nunca se me ocurriría gastarte una broma así —le comenté con preocupación, mientras aguzaba la vista y comprobaba que podía distinguir más y más tiburones nadando a nuestro alrededor.
La fiesta de la boda de mi hermana parecía ahora un suceso muy lejano en el tiempo. El terror que sentía por la presencia de los escualos me había despejado por completo. No estábamos en nuestro elemento. Nos encontrábamos totalmente indefensos y a merced de los mayores depredadores del océano. Por supuesto que echarme al agua y nadar hasta la orilla estaba descartado. No se me ocurría nada salvo esperar y confiar en que aquello fuese una especie de parada nupcial de esas que salían en los documentales, y que aquellas bestias estuviesen tan ocupadas haciendo lo que hubiesen venido a hacer a esa playa que no tuviesen hambre, o que por lo menos no reparasen en nuestra presencia. No era normal una concentración de tiburones tan grande y quizás esa fuese la razón por la que los aborígenes evitaban aquellas aguas. El alcohol todavía no me dejaba pensar con la claridad y la rapidez que la situación requería, pero aún así me di cuenta de que había más personas en el agua que seguramente desconocían que había tiburones.
—Nick, tenemos que acercarnos hasta esa gente y decirles que hay tiburones en el agua.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo se supone que quieres hacerlo? Yo no pienso meter las manos en el agua para remar y acercarme hasta ellos —me contestó con una voz tomada por la histeria—. Por mi como si se los comen a todos. Es más, quizás entonces ya no tengan más hambre y nos dejen en paz a nosotros.
Solo pensar en la profundidad que debía de haber bajo nuestras tablas me producía vértigo, y tampoco me hacía ninguna gracia meter las manos en el agua para remar. Todo el mundo sabía que los escualos tienen un sentido muy agudo que detecta las vibraciones en el agua y les dirige sin margen de error hacia su presa. Usé mis manos a modo de altavoz y grité lo más alto que pude.
—¡Tiburón! ¡Hay tiburones en el agua!
Inmediatamente se produjo un cambio en el despreocupado comportamiento de los hombres que estaban más cerca,  algo que me hizo pensar que quizás había logrado mi objetivo. Satisfecho por haber hecho lo posible por aquellos que estaban compartiendo la terrible experiencia con nosotros, me concentré en nuestra propia supervivencia.  Recordé que tenía una herida en el pie y, aunque fuese pequeña, no dejaba de ser un peligro. Los tiburones podían detectar una gota de sangre en un volumen increíble de océano. Volví a mirar a aquellos hombres para ver su forma de enfrentarse a la situación. Quizás su comportamiento nos diese una pista acerca de cómo proceder. Parecía que había más sombras en las olas que antes, como si en vez de intentar quedarse en la playa, hubiesen vuelto todos al agua. Mi sexto sentido me decía que algo iba mal. Recordé los movimientos que antes me habían parecido tan extraños y empecé a temblar cuando varias de aquellas figuras se acercaron hasta donde estábamos desafiando toda lógica, pues se movían manejando sus tablas contracorriente.
—Quizás tengan algún tipo de mecanismo, no sé. Algo así como un motor —me comentó Nick, que también se había dado cuenta de lo extraño de sus movimientos.
—Sí, quizás se trate de eso... —contesté desconfiado–. No vamos a tardar mucho en conocer la respuesta.
Ambos guardamos silencio mientras se acercaban a nosotros. Podíamos oír los chapoteos de los grandes escualos bajo nuestras frágiles tablas, que se mecían a merced de las corrientes que creaban los peces. Las sombras tardaron en llegar hasta nosotros más de lo que en principio habíamos pensado, porque habíamos calculado mal la distancia ya que todos eran bastante más altos que nosotros. Nos rodearon cinco de ellos. Parecían desplazarse sobre el agua, pues yo no alcanzaba a ver sus tablas. Uno de ellos se encaró con nosotros con descaro mientras los demás giraban a nuestro alrededor inquisitivos y con pose orgullosa. Sentía que nos estaban observando del mismo modo en el que nosotros miraríamos a un mono, entre curiosos y divertidos. Nos quedamos sin habla cuando pudimos verlos más cerca. Los cuerpos de aquellos humanoides estaban cubiertos por completo por alguna especie de escamas plateadas que relucían a la luz de la luna.
—Tiene que ser alguna especie de traje extraño —comencé a comentar, consciente de que no conocía neoprenos que ajustasen como aquellos, y negándome a aceptar la posibilidad de que pudiese tratarse de su piel.
Fue entonces cuando Nick se dio cuenta de algo que me dejó más perplejo.
—Dios mío, cabalgan a los tiburones.
Y entonces pude ver con sorpresa que aquellos que giraban a nuestro alrededor dirigían con pericia a varios escualos con sus pies. Por eso me habían parecido tan raros sus movimientos en el agua al principio.
Aquel que se erguía frente a nosotros se acercó aún más y nos habló. O eso intentó. Al estar tan cerca pude comprobar que su cabeza tenía significativas diferencias con las nuestras. Era difícil poder fijarse en detalles por la falta de luz pero, por lo que podía ver a simple vista, solo se parecía al cuerpo humano en la simetría. Su cabeza no tenía pabellones auditivos, y en el lugar en el que deberían estar situados alcancé a ver unos pequeños orificios. En el cuello de aquellos extraños seres se dibujaban unas líneas paralelas que se abrían y se cerraban rítmicamente y que parecían agallas. Sus ojos eran bastante más grandes que los humanos y estaban dispuestos mucho más separados que los nuestros, y no pude apreciar nariz alguna en aquellos rostros.
No conozco disfraces tan perfectos.
El hombre pez se dirigió a nosotros con una interminable serie de chasquidos y clics, y en varias ocasiones su boca dejó al descubierto una apretada hilera de dientes blancos y delgados como agujas. Yo miré a Nick, incapaz de entender lo que aquel ser quería transmitirnos. Mi amigo lloraba y temblaba. A nuestro alrededor el agua se agitaba con violencia cada vez que alguno de los grandes escualos se acercaba mientras el resto de los hombres pez estrechaba el círculo.
—Yo no sé qué es lo que quieren de nosotros. No puedo entenderles —conseguí oír a Nick por encima del discurso del hombre pez, cuyo tono se estaba volviendo amenazador. Mi amigo estaba fuertemente agarrado a su tabla, y en ese momento sufrió una arcada y vomitó.
Al ver a Nick, el ser elevó el tono de su discurso y se acercó a él. Sin previo aviso, su mano palmeada atrapó las cervezas y se las arrancó de las manos sin contemplaciones del mismo modo en el que un adulto le arrebataría el juguete a un niño, lo que me dio una idea de los poderosos músculos que se escondían bajo aquella piel plateada. El hombre pez elevó su trofeo al cielo estrellado y se dirigió a los suyos con un tono desafiante que los demás corearon, y arrojó las latas casi sin esfuerzo hasta la arena de la playa, a unos doscientos de metros de donde estábamos. Después se dirigió hasta mi posición y, al pasar a mi lado, tomó mi tabla y la volcó, arrojándome al mar.
Yo no estaba preparado para lo que sucedió a continuación.
El brusco movimiento me pilló por sorpresa, con los pulmones vacíos de aire. El tiempo se detuvo. Por un instante no sabía qué era arriba y qué abajo. Las corrientes de agua producidas por los tiburones que nadaban a nuestro alrededor, y que a mis ojos desorbitados aparecían como enormes sombras, me volteaban sin piedad. El terror se apoderó de mi cuerpo y mis movimientos en aquel medio, que no era el mío, rodeado de los más terribles depredadores del océano, se hicieron espasmódicos. Yo a duras penas podía verles en aquellas aguas oscuras, pero estaba seguro de que ellos a mí sí. Qué forma más cruel de morir, pensé. Una cabeza cónica de un tamaño descomunal me empujó. Pude ver sus ojos fríos a la altura de los míos y, cuando el aire encerrado en mis pulmones estaba a punto de consumirse y yo sabía que no llegaría a tiempo a la superficie para renovarlo, una mano de hierro tiró de mí y me elevó sobre las olas. Mis pulmones estaban a punto de estallar y todos los recursos de mi organismo se volcaron en hacer que el aire llegase de nuevo a ellos. El hombre pez me acercó hasta su cara y pronunció dos palabras que volvió a repetir una y otra vez. Los demás corearon esas dos palabras. Escuché a Nick llorar. Yo balbuceaba y escupía agua, incapaz de entender qué querían de mí, hasta que me arrojó de nuevo lejos de él. Esta vez estaba preparado, y en el trayecto hasta el agua tomé aire dispuesto a enfrentarme de nuevo a los monstruos marinos. Pero no me sumergí en el agua. Aterricé en el lomo de un enorme tiburón, e instintivamente me así a su aleta caudal para no caerme. Su piel como la lija ayudaba a la sujeción, pero los movimientos enérgicos de su cuerpo para avanzar por el agua a punto estuvieron de descabalgarme en más de una ocasión. Creí que aquel ser había fallado a la hora de arrojarme lejos hasta que me di cuenta de que esa había sido justamente su intención. El tiburón se dirigió de nuevo al grupo de extraños seres, que todavía rodeaban a Nick, así que pude ver al hombre pez partir sin dificultad mi tabla en dos y arrojar los pedazos a la playa.
Entonces comprendí qué era lo que pretendían.
Ellos seguían gritando, coreando aquellas dos palabras. Querían que surfeara con su tiburón. Escuché a Nick gritar, implorándome que no le abandonase, pero de alguna forma supe que me estaban dando una oportunidad, y que no podía desaprovecharla. Con mi cuerpo temblando de miedo, intenté incorporarme y me di cuenta de que era mucho más fácil de lo que en principio pensaba. La bestia bajo mis pies comenzó a nadar de forma vigorosa hasta que llegó al punto en el que la fuerza de la ola que crecía a nuestras espaldas comenzó a empujarnos, y nos envolvió. Mis pies sabían lo que tenían que hacer en ese momento, y así se lo comunicaron presionando en uno u otro sentido al tiburón, que inmediatamente modificaba el rumbo para aprovechar mejor el impulso de la ola. La comunión con el escualo era perfecta y tengo que reconocer que jamás había sentido algo parecido sobre una tabla. Los siguientes fueron los segundos más excitantes —y también más aterradores— de mi vida. Cuando la ola murió, y el nivel  de adrenalina en mi sangre estaba de nuevo en unos niveles aceptables, comencé a preocuparme de nuevo por mi integridad. La arena de la playa cada vez estaba más cerca, pero yo seguía cabalgando un tiburón, y no sabía cómo podía terminar la aventura. No tuve que preocuparme más por ese asunto. Al llegar a una distancia determinada de la playa, el animal se sacudió y me arrojó al agua como si fuese un insecto. Aterrorizado de nuevo al encontrarme otra vez en el agua con la bestia, me incorporé con rapidez y aclaré mis ojos con las manos para darme cuenta de que ya no tenía nada que temer. El agua apenas me cubría por la cintura y el tiburón, seguramente para no quedar atrapado aguas tan poco profundas, se había deshecho de mí para dar media vuelta y dirigirse de nuevo al mar abierto.
Cuando llegué a la playa, cansado y desorientado, varios de los hombres pez me esperaban formando un pasillo que yo entendí como una muestra de respeto. En es momento pude ver con claridad las agallas en los cuellos que se hinchaban al ritmo de su respiración. Caminé hacia la furgoneta sin mirar atrás y, cuando llegué a ella, giré la vista hacia el mar solo para comprobar que ya no había ni rastro de los hombres pez.
Esperé lo que me pareció una eternidad a Nick, pero no me atreví a pisar la playa de nuevo. No podía hacerlo. El terror paralizaba mi cuerpo.
Al amanecer, una patrulla de la policía local me encontró aferrado al volante de la furgoneta. Al parecer, nos estaban buscando desde la noche anterior, cuando la familia había denunciado nuestra desaparición. Fue necesario sedarme para poder llevarme de vuelta con los míos.
Cuando me tranquilicé y les conté lo que había sucedido, nadie pareció hacer mucho caso a mi historia. Incluso oí a alguien comentar que todo lo que había bebido me había hecho ver a los demonios de las olas, a esos que te llevan mar adentro si no demostrabas ser como de ellos.
Al final, el informe de la policía cerró la desaparición de Nick como un caso de ahogamiento. Nadie en la familia me culpó por lo ocurrido. Nick conocía mejor que yo aquellas aguas.

Ha pasado mucho tiempo desde aquella noche y ya no soy capaz de hacer surf, pero no puedo vivir demasiado lejos del mar. Así que a veces, cuando paseo por la orilla y las olas son lo suficientemente estruendosas, juraría que puedo oír la voz de Nick, llamándome. 

miércoles, 4 de febrero de 2015

RÉQUIEM POR EL REINO MÁGICO (2)

El día amaneció cargado con la humedad previa a la tormenta. El cielo gris apenas dejaba pasar unos hilos de luz, pero era suficiente para ver el camino de hierba marchita que se dibujaba sobre la pradera y que continuaba hasta el bosque, donde la niebla se había retirado y se movía con pereza tras los árboles, como una bestia que aguardase agazapada en su madriguera. Nuestros ánimos decayeron en cuanto cruzamos el puente y vimos las marcas en la tierra húmeda. Había huellas por todas partes. La hierba estaba pisada como si un enorme e invisible ejército hubiese acampado frente a los muros de la fortaleza para sitiarnos durante la noche. ¿Cómo había podido suceder? ¿Qué nueva clase de brujería era aquella? Tan solo éramos hombres, ¿qué se suponía que debíamos pensar acerca de lo que estaba sucediendo? A lo largo de nuestras vidas habíamos sido testigos de cosas inexplicables, pero siempre habíamos contado con un aliado con el que poder enfrentarnos a aquello que no comprendíamos. Con Merlín caído en la última de las Grandes Guerras, tan solo nos quedaban el valor y el acero para enfrentarnos un oscuro poder que nos superaba y parecía crecer a medida que pasaba el tiempo. Y aún así no dudaríamos ni un instante en sacrificar nuestra vidas para seguir a Arturo hasta el mismísimo infierno si eso fuese necesario.
Cabalgamos en silencio hasta llegar al lindero del bosque, y allí nos vimos obligados a espolear a los caballos para que continuasen el camino, pues rehusaban a adentrarse en la niebla. La escasa luz del día se convirtió en un gris lechoso que nos envolvió como una húmeda mortaja mientras nos acariciaba con la mano fría de la muerte. Tan solo podíamos oír el tintineo del acero y los arreos de las monturas más próximas, por lo demás la arboleda permanecía presa de un extraño silencio sobrenatural, como si la niebla se tragase cualquier ruido. De vez en cuando, Arturo gritaba el nombre de su esposa, pues todavía albergaba la esperanza de que estuviese perdida en aquel mar de sombras. Yo, sin embargo, estaba convencido de que encontrarla no iba a ser tarea fácil y que todo formaba parte de algún plan que más pronto que tarde se nos revelaría.
Al llegar a un pequeño claro, los hombres que formaban la cabeza de la columna se detuvieron. Un trozo de tela colgaba de una rama de forma tan visible que parecía algo premeditado. Arturo descabalgó, la arrancó del arbusto y la acarició.
—Es de su capa —dijo con esperanza—. Sin duda ha pasado por aquí. Tenemos que redoblar nuestros esfuerzos y avanzar más rápido. Puede estar en peligro —y montó a caballo con urgencia.
—Esperad, majestad —repliqué mientras miraba detenidamente a nuestro alrededor. La niebla espesaba el aire y hacía que las sombras se moviesen huidizas detrás de los árboles—. Este es el único punto en donde el camino se bifurca y podríamos tener alguna duda acerca de qué dirección seguir. Me parece algo demasiado oportuno. Ahora es cuando debemos ser más cautos si queremos evitar caer en una trampa. Con esta niebla apenas vemos la grupa del caballo que nos precede. Podría haber un ejército agazapado a unos pasos del camino y no lo sabríamos hasta que fuese demasiado tarde. Deseo tanto como vos encontrar a nuestra reina, pero no a cualquier precio. De alguna forma que todavía no comprendo los hechos de anoche están relacionados con todo esto. Mi señora Ginebra está en peligro, de eso no hay duda, pero flaco favor le haríamos dejándonos matar —en ese momento la niebla pareció suspirar a nuestro alrededor—. Propongo que continuemos la marcha hacia el pueblo, pues estoy seguro de que ahí encontraremos respuestas a nuestras preguntas, pero hagámoslo con la misma cautela mostrada hasta el momento.
—Está bien, Lanzarote, me parece justo y sabio tu consejo. Lo que siento por Ginebra nubla mi razón y no me gustaría que por mi causa nos dirigiésemos hacia una trampa.
Al ascender la colina y salir del bosque sentimos que nuestros corazones se liberaban de la terrible tensión a la que habían estado sometidos. Por fin podíamos ver. Por un instante eché la vista atrás, más allá del mar niebla del que sólo sobresalían las copas de los árboles más altos. Las murallas de Camelot parecían difuminadas por la distancia y las sombras que proyectaban las espesas nubes de tormenta. Tiré de las riendas del caballo para continuar la marcha hacia Seashire, el pequeño pueblo de pescadores que se levantaba en la desembocadura del río, entre el verde de las praderas y el azul del mar.
Enseguida nos dimos cuenta de que algo iba mal. No había hombres labrando las tierras o reparando redes en el pequeño puerto, y la rueda del molino, que giraba impulsada por la corriente del río, era el único signo de actividad que se veía hasta donde alcanzaba nuestra vista. En el instante en el que los caballos se adentraron en las calles empedradas de Seashire comenzó a caer una lluvia fina que casi flotaba en el aire. Descabalgamos y recorrimos atónitos las calle desiertas. Registramos con detenimiento las casas, y una y otra vez nos encontramos con la misma escena: animales degollados que yacían en cuadras anegadas en sangre, y cunas y camas revueltas, pero ni el más mínimo rastro de los habitantes del pueblo. Quienquiera que hubiese hecho aquello había conseguido reducir a hombres, mujeres y niños, sin que nadie pudiese dar la voz de alarma, y se los había llevado, ¿pero a dónde?
Al bajar la colina habían llamado nuestra atención unas oscuras embarcaciones que estaban amarradas en el puerto, así que, después de reagruparnos, cabalgamos por las estrechas y retorcidas callejuelas hasta llegar al muelle. Cuando vimos las negras siluetas recortadas contra el horizonte, la sangre se heló en nuestras venas. No había una nave igual a otra, pero todas tenían algo en común: su imponente y amenazadora apariencia. Habíamos oído hablar de embarcaciones como aquellas, con los costados erizados de remos a los que estaban encadenados decenas de esclavos, pero nunca habíamos visto una. Pasé la mano por la quilla de la más próxima y las esquirlas de la basta madera negra con la que estaba construida se clavaron en la carne hasta hacerme sangrar.
Con mucho sigilo, desenvainamos las espadas y abordamos las naves para registrarlas, y al bajar a las bodegas nos pareció estar haciéndolo a una profunda sima. En el vientre de las embarcaciones una oscuridad claustrofóbica y asfixiante apenas cedía terreno a la luz de las antorchas, pero gracias a esa exigua claridad descubrimos que allí abajo no había lugar donde esconderse. Tan solo las interminables filas de bancos de los remeros. Nos miramos con sorpresa. No había grilletes, no había esclavos. Nadie. No pudimos detenernos más tiempo en nuestra búsqueda, porque un olor nauseabundo nos hizo retroceder entre arcadas y nos obligó a buscar con desesperación el aire fresco del exterior. Por desgracia, conozco a la perfección a qué huele la muerte, y por eso sé que aquel hedor que exhalaba la madera no era algo que pudiese proceder de un cuerpo muerto, ni siquiera en descomposición; era algo mucho más profundo e insoportable, algo que embotaba los sentidos y llegaba a desgarrar el alma. ¿Qué clase de hombres libres desearían navegar en esas condiciones, encerrados en aquella hedionda oscuridad?
El día tocaba a su fin y no queríamos regresar a Camelot de noche y sin respuestas, así que decidimos acampar en la casa comunal. Registramos las viviendas de los alrededores para hacernos con algo de comida y encendimos hogueras en la plaza. Después establecimos turnos de vigilancia y nos propusimos descansar el mayor tiempo posible, pero nadie fue capaz de dormir aquella noche.
Todos deseábamos dar caza a aquel enemigo cobarde que no se mostraba en campo abierto y con el que habíamos perdido la primera batalla. Teníamos que impedir que algo así pudiese volver a suceder de nuevo.
Arturo apenas tocó la cena. Estaba abatido y distaba mucho de ser el líder que antaño nos había guiado a la victoria.
—No os preocupéis —le dije—, quienquiera que esté detrás de esto la necesita viva. Es demasiado valiosa para vos como para prescindir de ella.
Arturo me miró con ojos cansados.
—¿Y todas estas gentes? Había niños en este pueblo, Lanzarote. Tú y yo conocíamos a muchos de sus habitantes —y bajó la mirada—. ¿En qué nos hemos equivocado? Si no hubiésemos opuesto resistencia. Si no nos hubiésemos enfrentado a todas y cada una de las amenazas, quizás hubiésemos conseguido más tiempo para los nuestros, o una alianza que nos hubiese podido permitido vivir en paz, aunque fuese bajo el yugo del invasor...
—Deteneos, mi señor. No es justo que carguéis con esa pesada responsabilidad. Todos decidimos ir a la guerra, y sabíamos cuáles eran las alternativas y también los riesgos que corríamos al hacerlo. Somos la punta de lanza de las tierras de Occidente, y los hombres del mundo libre esperan de nosotros que respondamos con valentía y con honor, como siempre hemos hecho...
—¿De qué sirve ahora ese honor y esa valentía? Muchos de nuestros soldados tenían familiares en Seashire. Explícales que sus padres o sus hijos desaparecieron honrosamente por mantener encendida la llama de un ideal...
Estaba buscando la mejor respuesta posible para consolar a un hombre desesperado, cuando una voz de alarma rompió el silencio de la noche. Dejamos a un lado las escudillas con los restos de la cena y salimos al exterior preparados para enfrentarnos a la amenaza.

Continuará