martes, 1 de noviembre de 2016

CASA

Siempre os contamos historias bastante raras fruto de las cosas que a mi hermana y a mi se nos pasan por la cabeza, así que, para variar y para celebrar como es debido el día de difuntos, en esta ocasión vamos a contaros algo que le sucedió a una buena amiga. Cuando escuchamos su historia, hace ya algunos años, nos pareció tan increíble, pero por otra parte tan real y próxima, que le pedimos permiso para ponerla por escrito y, llegado el día, poder contarla al mundo.
Bien, pues ese día ha llegado.
Que conste que no dudamos ni por un instante de que lo que nos contó haya sucedido tal y como ella piensa. Tendríais que conocer a Elena para saber que cree firmemente en lo que le pasó, y que las lágrimas y la emoción con la que lo cuenta no se pueden disimular. Nosotros podemos dar fe de que para ella hay un antes y un después de aquello. En su vida ya no hay temor o dudas y su escala de valores cambió para siempre.
Para conservar la fuerza de la historia, decidimos que lo mejor sería escribirla en primera persona.

Me llamo Elena y soy una mujer felizmente casada. No tenemos hijos y la verdad es que no nos importaba. Luis y yo nos habíamos acomodado a un estilo de vida en el que no encajaban los pañales. Veíamos el día a día de mi cuñada, con sus tres pequeños, y la verdad es que nunca llegamos a envidiar su ajetreada vida en la que no había tiempo para otra cosa que no fuesen los niños. Después de lo que me sucedió, mi percepción de las cosas ha cambiado de tal forma que me hubiese gustado intentarlo, pero ese reloj biológico del que todo el mundo habla camina en una única dirección, y solo con los años te das cuenta de que lo hace demasiado rápido. Con eso no quiero decir que seamos poco familiares, al contrario. Acudimos los primeros y con mucho gusto cuando se organiza una fiesta o una reunión, o somos nosotros los que proponemos alguna actividad para estar todos juntos. Incluso nos llevamos a los sobrinos al cine o de excursión para dejar que mis cuñados disfruten de algún fin de semana libre. A los pequeñajos les encantan esos cambios de guion, y a nosotros también. Es ese día a día con mis sobrinos el que nos hace darnos cuenta de lo viejos que nos hacemos.
Eso y la falta de un ser querido.
Yo tenía cuarenta y tres años cuando murió mi madre. Se fue sin previo aviso, de la noche a la mañana, y nos dejó solos, sin más. No tuvimos tiempo de prepararnos, si es que de algún modo alguien puede prepararse para un hecho como ese, lo único que nos quedaba era asumir de la mejor forma posible lo que había sucedido y seguir adelante con el apoyo de los demás. Pero uno de nosotros no estaba dispuesto a aceptar la nueva realidad.
Yo me había convertido en la persona que mejor conocía a mi padre y en casi su único familiar, y eso me había cargado con una responsabilidad inesperada. El mismo día del funeral ya me di cuenta de que algo pasaba con él, pero quería pensar que se debía a lo que había sucedido y tenía la esperanza de que el tiempo acabase por curar la herida. Pero eso no llegó a pasar en ningún momento. Algo en su alma, o lo que quiera que sea que anime nuestra carne, se desgajó de forma brusca y se fue con mi madre. Supongo que eso es algo que sucede cuando llevas tanto tiempo con alguien que ya es más tú mismo que otra persona ¿Quién no ha oído hablar de aquellos que cuando pierden a su ser querido se quedan sin batería y se abandonan hasta que les alcanza el fin? Eso es lo que yo creo que le pasó a mi padre, que ya no tenía ganas de recargar la batería.
Así que cuando esa falta de ganas de vivir se hizo más patente a mis ojos, se lo comenté a Luis. Quizás solo buscaba descargar mi conciencia al compartirlo, o que alguien que lo viese desde un punto de vista más alejado me dijese que estaba equivocada, pero no pasó ni lo uno ni lo otro. Recuerdo la conversación con Luis, y lo insatisfecha que me quedé con su respuesta. En su defensa diré que pertenece al género masculino y eso le hace carecer de ese sexto sentido que poseemos las mujeres para ir un poco más allá de lo evidente. Luis se limitó a decirme que creía que magnificaba las cosas por estar todavía afectada por la pérdida de mi madre, y que a su juicio mi padre estaba bien. Y eso sí que era una verdad objetiva. Mi padre estaba todo lo bien que los análisis médicos decían que podía estar. Pero él no le conocía como yo, así que tomé una decisión: aprovecharía que Luis trabajaba por la tarde para ir a tomar café un par de veces por semana con mi padre. A Luis le pareció bien, porque por aquel entonces pensaba que veía demasiado a mis amigas y, aunque no me lo decía abiertamente, que todas estuviesen divorciadas no hacía que a sus ojos fuesen la mejor influencia. Y si así además lograba tranquilizar mi conciencia, pues mejor que mejor. El problema era que tenía que hacerlo de una forma sutil y progresiva, porque si mi padre, que por las buenas era una persona maravillosa, pero tenía un genio de mil demonios, se olía que podía comenzar a ser una carga, sería capaz de arrojarse a las vías del tren sin ningún tipo de remordimiento.
Todo fue genial durante los primeros meses. Incluso llegó un momento en el que comencé a hacerlo no como un favor, sino porque yo misma lo necesitaba. Salir del trabajo y acercarme a casa de mi padre se convirtió en una terapia con la que volví a descubrir el placer de la conversación.
Hasta que un día de invierno que no acababa de clarear sonó mi móvil a media mañana. Era Betty, la mujer que atendía la casa de mis padres desde hacía más de veinte años y a la que considerábamos una más de la familia. A duras penas entendí lo que me decía entre tanto llanto. La buena mujer había llegado a casa bien temprano, como todos los días, y se había encontrado a mi padre tirado sobre la alfombra de la biblioteca, frío, con solo un hilo de respiración, así que hizo lo primero que se le ocurrió: llamar a su hijo Carlos, que es médico, para que enviase una ambulancia que se lo llevase al hospital.
Tomé las llaves del coche, cogí la gabardina y me fui de la oficina sin decir nada a nadie. Conduje de forma automática bajo una lluvia fría y desagradable y el camino hasta el hospital se me hizo eterno. Estaba enfadada conmigo misma. Me preguntaba una y otra vez si la tarde anterior no se me habría pasado por alto algún detalle que me hubiese podido advertir de la tragedia. Avancé por pasillos interminables entre personas que formaban parte de un decorado al que no prestaba atención. Hablaban y reían como si todo el mundo tuviese que hacerlo. Yo no podía pensar en otra cosa que no fuese en mi padre. Nunca fui muy creyente, pero comencé a pedir a quien quiera que pudiese escuchar mis plegarias que no se lo llevase todavía. Carlos, el hijo de Betty, me esperaba en la puerta de la UCI y me recibió con un cálido abrazo tranquilizador. Betty nos había contado un millón de veces lo orgullosa que estaba de su hijo y cada logro que conseguía en su carrera. Por ella sabía que estaba haciendo la residencia de ginecología, con lo que no podía haber atendido a mi padre, porque no era su especialidad, pero me dijo con palabras que yo podía entender que estaba fuera de peligro. Había sufrido una insuficiencia cardiaca, algo que, para una persona de su edad, seguramente tendría consecuencias que todavía estaban valorando pero que, afortunadamente, se había llegado a tiempo. Luis llegó justo cuando Carlos comenzaba a comentar lo que para él era inevitable, que papá tendría que ingresar en una residencia en la que estuviese atendido por personal médico de forma permanente. Al liberarme de la tensión contenida desde que había recibido la llamada, comencé a llorar de alegría. Lo de la residencia en ese momento, se me antojaba un mal menor.
Unas horas después, y del mismo modo repentino en el que nos había abandonado, mi padre regresó de su purgatorio particular y abrió los ojos. Escrutó la habitación con un gesto que me pareció de contrariedad, pero cuando fijó la vista en mi sonrió con debilidad.
A partir de ese momento mi padre comenzó a contar las horas que le faltaban para volver a casa, a la seguridad de su espacio conocido. Yo, mientras tanto, solo pensaba en cómo comunicarle lo inevitable.
En ese tiempo habíamos decidido poner a la venta la casa familiar, convencidos por los doctores de que mi padre ya no la necesitaría. En un fin de semana cubrimos los muebles con sábanas y le ofrecimos a Betty la posibilidad de seguir con nosotros, aunque sabíamos que lo rechazaría porque siempre decía, con su gracioso acento venezolano, que ya que tenía edad para jubilarse iba a aprovechar para viajar y ver mundo.
Las tardes se sucedieron, y entre papá y yo todo volvió a la normalidad, salvo por una cosa: no cesaba de hablar del pasado y de mamá, a todas horas. Como si no existiese el presente, pero, y eso era lo que más me preocupaba, como si no hubiese futuro. Yo escuchaba las historias, alguna de ellas nueva para mi, con los ojos empañados en lágrimas.
Los plazos de la recuperación se acortaron de forma sorprendente. Tanto fue así que los doctores no salían de su asombro y así me lo comentaban cada vez que nos reuníamos. Uno de ellos incluso llegó a mencionar como algo sumamente importante el hecho de que hubiese recibido visitas todos los días, mañana y tarde. Mantener el vínculo lo llamaba él. Desconcertada, le pregunté al doctor quién había visitado a mi padre por las mañanas, y él solo acertó a responder que había visto a una señora a su lado en la cama en varias ocasiones, y que le constaba que los enfermeros también la habían visto. Tan extrañada me vio que incluso llegó a preguntarme si todo estaba bien. Hasta que Luis sugirió que quizás había sido Betty en una demostración más del cariño que sentía por nuestra familia. La verdad es que yo estaba tan contenta por cómo se estaba desarrollando todo, que no le di más importancia al asunto.
Y llegó el día del alta. Ya no podíamos demorar más lo inevitable. Pero sucedió lo que me temía. Menos mal que la brutal crisis inmobiliaria había impedido que vendiésemos la casa a la primera y que habíamos decidido esperar a tiempos mejores. En cuanto mi padre ese enteró de nuestros planes, montó en cólera de tal forma que pensé que le daría de nuevo un ataque. A todos los que estábamos en la habitación nos quedó claro que no estaba inhabilitado, que nadie vendería la casa sin su consentimiento y que, si llegaba el caso, moriría entre aquellas cuatro paredes. Una vez que había puesto los puntos sobre las íes, y mientras caminábamos por aquellos interminables pasillos hacia el aparcamiento, Carlos se acercó para despedirnos y, cuando nos quedamos a solas, yo le agradecí el detalle que Betty había tenido con mi padre al visitarlo todos los días. Y su gesto de extrañeza me recordó al mío cuando me lo había contado el doctor la primera vez. Inmediatamente bajó la mirada al suelo avergonzado y me dijo que no podía haber sido su madre, porque había sido incapaz de volver a ver a mi padre, ya que decía que le traía demasiados recuerdos dolorosos. Recuerdo que balbuceé que quizás se había acercado alguna mañana sin que él lo supiese, pero Carlos descartó de forma tajante esa posibilidad.
–Tiene que tratarse de otra persona –me dijo–. Mi madre se fue con la familia a Venezuela nada más que cerrasteis la casa.
Yo iba a añadir algo, pero en ese momento anunciaron su nombre por megafonía, así que se disculpó, me hizo la diplomática promesa de permanecer en contacto y desapareció engullido por un ascensor atestado de gente.
La verdad es que con el cambio de planes tuvimos que hacer tantas cosas, y con tanta urgencia, para que papá volviese a vivir en su casa, que ninguno de nosotros volvió a darle vueltas al asunto de las visitas. Limpiamos la casa y contratamos de nuevo todos los servicios. Entrevistamos a decenas de personas con titulación de enfermería y experiencia suficiente para que pasara con él las noches. En alguna ocasión, agotada en la cama, recordaba aquel cabo suelto y me decía que tendría que comentarlo con mi padre más adelante, pero ahí se acababa todo.
Hasta que una tarde radiante de primavera, después de que llamase de forma insistente a la puerta y que nadie me abriese, utilicé mi llave para entrar. Ni por un momento se me pasó por la cabeza que pudiese haber un problema. Mi padre había vuelto a ser aquella persona que siempre estaría ahí. No recuerdo bien, pero creo que pensé que podía haberse dormido. Hasta que lo oí hablar. Su voz salía de la biblioteca, y parecía dirigirse a otra persona. Me acerqué sin hacer ruido preguntándome quién sería su amigo, y en ese instante comencé a oír otra voz que conocía muy bien pero que hacía mucho tiempo que no escuchaba. Luis me creyó sin dudas cuando se lo conté, y sabe que no estoy loca, pero me preguntó en mil ocasiones de qué estaban hablando y yo, a pesar de haberlos oído con claridad, no sé qué responderle. Y desconozco la razón porque, hasta donde yo sé, las lágrimas solo afectan a la vista, no al oído.
Esperé un instante que me pareció una eternidad, pero nadie volvió a hablar, así que con el temor de haber roto un momento mágico, entré a la biblioteca.
Recortadas contra la luz del gran ventanal, dos siluetas cogidas de la mano parecían contemplar el atardecer. Ante mi sorpresa, las dos formas se dieron la vuelta y me miraron. Y juraría que se despidieron mientras se desvanecían con la luz.
Papá estaba muerto, sentado con placidez en su sillón favorito, y en el aire permanecían los rescoldos del perfume de mamá.

Yo sé lo que vi, y aquella imagen, que tengo grabada a fuego en mi memoria, no me la podrá robar nadie. Todavía conservo la casa de la familia, su casa, con su biblioteca y sus libros. Se los guardo por si algún día deciden volver al sitio en el que se sienten seguros. Las personas necesitan lugares a los que acudir cuando están perdidas, sitios en los que se puedan reunir con las personas a las que quieren. Ahora sé quién visitaba a mi padre todas las mañanas, y también que lo hizo hasta que llegó el momento de acompañarlo en su viaje final. Por eso ya no tengo dudas de que los que queremos velan por nosotros y que estarán ahí cuando los necesitemos. Por eso ya no tengo miedo. Solo espero que mi experiencia sirva para disipar los temores de los que sufren al pensar qué habrá al otro lado.

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