viernes, 23 de diciembre de 2016

LA VIEJA

Hacia tantos días que unas nubes negras como el azabache descargaban agua sin descanso sobre la ciudad, que los más supersticiosos habían logrado contagiar a los demás con teorías sobre un castigo divino o del mismísimo infierno. Y de repente, como si se hubiese agotado el poder que alimentaba el oscuro encantamiento, o la entidad sobrenatural que lo hubiese conjurado estuviese por fin satisfecha con el daño causado y el castigo recibido, el temporal cesó. Quizás fuese solo un pequeño receso que hiciese aún más cruel la vuelta del viento y de la lluvia, pero todos en la villa respiraron aliviados mientras se asomaban incrédulos a las ventanas. Muy arriba, las estrellas brillaban en un cielo limpio de nubes con un fulgor propio del último mes del año. Los destrozos habían sido cuantiosos en toda la ciudad, pero habían sido terribles en los barrios más próximos al curso del río. Las pobres construcciones, levantadas sin orden ni concierto a lo largo de los años en tierras poco firmes, se amontonaban unas sobre otras de forma proporcional al estrato social de las familias que las habitaban: de las más humildes, en las orillas del río, hasta las de las colinas, donde se erguían orgullosas, y a una distancia prudencial de las demás, las mansiones de los más poderosos. Si no fuese por los desagradables olores que casi siempre recorrían el canal y que, en ocasiones, el viento del sur llevaba hasta lo alto de las colinas, ¿a quién le importaría el destino de los de abajo? Allí solo había nidos de prostitutas, fumaderos de opio y tabernas en las que se podía contratar a criminales sin ningún tipo de escrúpulo para ejecutar las tareas más abyectas. Nadie de fuera era bienvenido en los barrios de la ribera. Había que ser muy duro o muy sumiso para sobrevivir en la jungla de callejuelas en las que ni los guardias se atrevían a adentrarse una vez que se había puesto la luz del sol.
En cualquier caso, el agua caída había lavado los callejones malolientes y había borrado las huellas de los crímenes que, noche tras noche, se producían al amparo de la niebla. La crecida del río se había llevado la basura de las orillas, pero también había puesto a prueba el valor de los ribereños, que habían contemplado con impotencia cómo un caudal de agua violento y pestilente entraba en sus casas por las puertas y las ventanas más cercanas al suelo, y se llevaba enseres, animales e incluso a algún niño, para no volver a verlos jamás.
Esa noche la luz de la luna hacía que todo brillase en blanco y negro, y de la lluvia tan solo quedaba una bruma húmeda que calaba los huesos y el espíritu. La pobre luz de gas de las farolas brillaba mortecina entre las ramas sin hojas de los árboles, y apenas alcanzaba a iluminar el adoquinado, que lucía brillante.
La vieja renqueaba por el medio de la calle. Cojeaba ligeramente por una torcedura antigua o una herida mal curada. Caminaba embozada en una negra capa raída que arrastraba por el suelo y que le cubría la deformidad de la espalda y mantenía su rostro arrugado entre las sombras de la capucha. A pesar de su tara, caminaba con la agilidad y la determinación de alguien que tenía una misión. El repiqueteo del bastón sobre el empedrado anunciaba el paso de la lúgubre figura del mismo modo que un leproso lo haría con su campana. Nadie en su sano juicio osaría adentrarse en las calles del canal a esas horas, en las que los malhechores aguardaban como arañas en oscuros soportales a la espera de una víctima que se acercase demasiado a su escondite. Pero ella no temía a nadie. Ladrones, asesinos, todos conocían el soniquete de su bastón y se ocultaban en las sombras al ver su silueta renqueante enfilar el húmedo empedrado de la calle en su dirección. Ella tenía sobe ellos el poder del conocimiento, de saber quiénes eran y cómo se llamaban, de conocer sus pecados. Los más osados murmuraban cosas acerca de ella en los días de mercado, cuando la culpaban de su mala suerte con la cosecha o la muerte repentina del mejor ternero, o al atardecer, mientras arrastraban las pequeñas embarcaciones tierra adentro y volvían a casa con las redes vacías tras una dura jornada de pesca, pero nunca con la voz muy alta. Hubo muchos, incluso, que se atrevieron a pensar en ella como la causa del temporal que azotaba la ciudad, pero ninguno se atrevió a expresarlo jamás en público, por miedo a que llegase a sus oídos quién lo había dicho.
La vieja llevaba dos sacos cogidos con fuerza con unos dedos nudosos que apenas eran piel sobre hueso. Uno de arpillera, en cuyo interior unos bultos pequeños se movían débilmente y gemían de hambre y frío, y otro de tela gruesa que rezumaba un líquido pardo que de vez en cuando dejaba gotas gruesas en el camino. Enormes ratas de lomos arqueados se apresuraban a lamer el rastro viscoso una vez que consideraban que la anciana se había alejado lo suficiente.
La encorvada figura cruzó un pequeño puente construido con piedras milenarias. Bajo sus pies el cauce del río se estrechaba y la corriente se volvía una violenta sucesión de remolinos y turbulencias capaces de triturar a un hombre. Después abandonó el adoquinado para tomar un pequeño y oscuro sendero, medio comido por la maleza, que serpenteaba hasta una pequeña loma. En la cima se adivinaba la sombra de una construcción más sólida y grande que las que había dejado atrás. Franqueó una verja oxidada cuya cancela había perdido uno de los goznes y permanecía clavada en la tierra, y atravesó unos jardines abandonados que servían de refugio varios gatos que la miraban fijamente, con unos ojos que brillaban con un fulgor extraño, casi místico. Subió la pequeña escalinata de la entrada con dificultad y empujó el grueso portón, que cedió con un chirrido. Probablemente era la única casa de toda la ciudad cuya puerta no se cerraba con llave, pero también era la única a la que nadie se atrevería a entrar sin ser invitado. Y esa era una ley no escrita que no había sido violada jamás.
Dentro de la casa el estruendo del río se amortiguaba por las gruesas paredes. La luz de la luna atravesaba con dificultad la suciedad de la claraboya del tejado, pero era suficiente para poder ver con cierta claridad y evitar los golpes con los desvencijados muebles. Dejó el bastón junto a la puerta, apoyado el una pared desconchada por la humedad, y la capa mojada colgada de una percha. Encendió una pequeña vela con la llama de un cirio rojo que iluminaba un pequeño altar, y con la temblorosa luz recorrió la planta baja hasta llegar a una habitación cerrada con llave. Escogió con cuidado una del manojo que colgaba de la cintura y abrió la puerta con sigilo. No hacía mucho tiempo que se habían acostado y en una noche como aquella los nervios les impedían conciliar un sueño profundo. Dejó con cuidado el saco de tela gruesa sobre una vieja cama y al instante se escaparon tres pequeños gatos que comenzaron a investigarlo todo. No importaba. Ya se ocuparía de ellos más tarde. Ahora tenía otra tarea más urgente que completar. Pero antes de ponerse con ella, quiso cerciorarse de que todo estaba tal cual lo había dejado, así que recorrió el largo pasillo hasta la entrada de la habitación comunal y atisbó por el quicio de la puerta entreabierta. A la luz de la vela comprobó que los pequeños dormían plácidamente bajo sus gruesas colchas. Satisfecha, se dirigió a la cocina, donde desenvolvió el segundo hatillo y descubrió tres grandes tarros con un contenido espeso y parduzco.
La anciana removió las brasas de carbón para avivar el fuego y acercó las manos para calentar sus viejos huesos durante un instante. Después comenzó a amasar con mucho cariño un montón de bollos de Navidad con la mermelada casera de arándanos que, de vez en cuando pero siempre en Nochebuena, le conseguía el padre Matías. Esa noche, además, había tenido la fortuna de encontrarse con tres pequeños gatos que alguien había arrojado al río en un saco para que muriesen ahogados. La tela se había quedado enganchada en un tronco que la corriente había arrastrado hasta la orilla, al alcance de su bastón, y así había podido rescatarlos. El olor de la masa recién horneada comenzó a flotar por la cocina e inundó todos los rincones del caserón. La anciana recordaba con satisfacción la enorme cantidad de niños huérfanos y sin hogar que se habían alojado en la casa a lo largo de los años. Nada ni nadie garantizaba que cuando se hiciesen mayores les fuese a ir bien en la vida, de hecho la mayoría no lograba escapar del barrio y ya había tenido que asistir a demasiados funerales, pero con que solo uno de ellos lo consiguiese, su esfuerzo habría merecido la pena. Y así sería mientras no le fallasen las fuerzas. Cuando los pequeños se levantasen al día siguiente, se encontrarían con un montón de bollos rellenos de mermelada y la sorpresa de los tres hermosos gatitos. Casi no podía esperar a ver sus caras de felicidad.


Dedicado a todos aquellos que esperaban que sucediese algo que al final no sucedió, porque hasta en este blog es Navidad.

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