domingo, 23 de abril de 2017

LOS COSECHADORES DE ESTRELLAS (1): RODRIGO, EL PEQUEÑO VAMPIRO

Carlos y Pablo descansaban en el jardín, tumbados sobre un colchón de blancas margaritas; justo en la frontera entre el sol y la sombra del viejo roble.
–Se puede ver a simple vista, Pablo, a tu hermano le está chupando la sangre un vampiro –le aclaró Carlos.
–Por un mosquito. Papá dice que se trata de mosquitos.
–¡Ajá! Mi pequeño aprendiz jedi –todo el mundo sabía cuanto le gustaba a Carlos cualquier cosa relacionada con la Guerra de las Galaxias–, ese es uno de los grandes errores de nuestros padres, el creer que vampiros y hombres lobo no existen. Tú sabes cómo son los mosquitos de pequeños, es imposible que un bicho de ese tamaño pueda hacer todo ese desastre. Yo te aseguro que hay un vampiro que le chupa a sangre a tu hermano, y que dentro de unos días Rodrigo también se convertirá en uno de ellos, porque su picadura es muy contagiosa –pausa teatral y mirada fija de saber muy bien de lo que estaba hablando–, y entonces te tocará a ti, amigo mío.
El dramatismo de su voz, acompañado por aquel asentimiento compasivo de cabeza, hicieron que a Pablo se le erizase el vello de la nuca. Carlos, como respuesta a los interrogantes que planteaba la mirada de su amigo, trató de rellenar ese vacío de conocimiento con una de sus particulares y tenebrosas definiciones. A medida que su amigo avanzaba en la descripción de la vida vampírica y sus actividades nocturnas, Pablo no podía evitar sentir un poco de envidia hacia su hermano menor, al que imaginaba volando como una especie de Batman gordito y simpático.
¿Dónde estaba entonces el problema de ser un vampiro?
–Existen más vampiros de los que crees. Me atrevería a decir que incluso estamos rodeados por ellos –Carlos bajó la voz y, antes de seguir revelando más secretos, miró a su alrededor para cerciorarse de que estuviesen solos–. El mundo no lo sabe aún, porque a los vampiros no les interesa salir en los periódicos, pero cuando sean bastante numerosos nos dominarán haciéndonos a los demás también vampiros. Y no es muy bonito ser un chupasangres, créeme. No te puede dar la luz del sol muy fuerte porque te achicharras. También tienes problemas con el ajo, y estás obligado a dormir en un incómodo ataúd de madera. Sin almohada, ni mantas, ni nada, lo mismo en invierno que en verano... ¡ah! y lo que es peor de todo, tienes que volar y chupar la sangre de otras personas para poder comer, amigo mío, que eso no se vende en el super. Olvídate del chocolate y de las chuches, que te dan un mal de estómago que te mueres. Además, y por si todo esto fuese poco, tampoco creces. Tu hermano, por ejemplo, será  enano como un corcho de sidra El Gaitero por siempre jamás.
­–¿Y cómo es eso posible?
–Pues sí, Santa Rita, Rita, Rita, que te quedas como estás el día que te chupan la sangre. Has de saber que el veneno de la picadura te paraliza el crecimiento.
La romántica imagen del vampiro que había comenzado a formarse en la cabeza de Pablo se deshizo como un azucarillo en leche caliente. Definitivamente no compensaba. Lo del chocolate y las chuches requería un esfuerzo, pero podía intentarse. Pero lo de ser un enano para siempre y no poder crecer nunca... eso ya era algo más serio. No se veía Pablo yendo al colegio toda la vida sin poder pasar de curso por cuestiones de la edad, y recibiendo collejas de los mayores por toda la eternidad, que eso debía de ser mucho tiempo.
–¿Y qué podemos hacer para evitarlo, Carlos?
–Pues poco, porque los vampiros son seres muy listos que sólo actúan por la noche, cuando nosotros dormimos –la cara de Pablo se transformó mostrando una clara decepción–, pero tranquilo, que no son invencibles. Para luchar contra ellos tan sólo hemos de conocerlos un poco mejor. Ven, acompáñame a casa, que no tardaremos mucho tiempo y terminaremos antes de que Rodrigo empiece a buscarnos. Es fundamental que tu hermano no sepa nada de nuestro plan.
–¿Y eso por qué?
–Pues... porque... porque... ¿te imaginas a tu hermano Rodrigo sabiendo que le están chupando la sangre? ¿Quieres que le de un mal a la cabeza y, que con lo miedica que es, se desmaye y no despierte hasta Navidad? Para lo que tenemos que hacer es necesario que no sepa nada de esta historia. Es muy importante que Rodri actúe con normalidad, porque sin querer podría ahuyentar al vampiro –Carlos dijo lo primero que se le ocurrió porque sabía que Pablo se creía sin dudar todas sus historias– y quedaría para siempre a medio chupar, que es lo peor que le puede pasar, créeme. Tenemos que eliminar al chupasangres para que tu hermano pueda curarse. No hay otra opción.
Carlos hablaba con tal autoridad sobre el tema, que parecía que llevaba toda la vida, sus escasos doce años, en lucha encarnizada con los vampiros. O al menos esa era la impresión que le daba a Pablo.
Los chicos pasaron como una exhalación por delante de la madre de Carlos, a la que casi no le dio tiempo ni de saludarles.
–Mamá, si ves a Rodrigo y pregunta por nosotros, dile que bajamos enseguida.
–Carlos, ya sabes que no me gusta que dejéis a Rodrigo al margen de vuestros juegos –la madre de Carlos sentía una especial debilidad por aquel vecinito al que tanto se le trababa la lengua.
–¡Qué no se trata de eso, mamá! Es un tema secreto de prioridad uno. No tardaremos nada. ¡Gracias, mami!
Y los dos chicos cruzaron corriendo la planta baja de su casa y enfilaron las escaleras que conducían a las habitaciones del piso superior.
Cuando llegaron a la “Guarida del Dragón”, que así era como Carlos llamaba a su habitación, Pablo pensó otra vez en la suerte que tenía su amigo de poder disfrutar como único propietario de todas aquellas cosas. Entre sus posesiones más preciadas estaba un viejo radio cassette con el que los chicos a veces organizaban divertidos guateques en el sótano de la casa. En esas fiestas, en las que se atiborraban de Coca Cola y palomitas, todos bailaban al ritmo de viejos éxitos musicales que Carlos había encontrado en un armario de su madre. Carlos también tenía en su habitación una consola de juegos de última generación y una televisión con la pantalla más grande que muchas de sus ventanas. Además, repartidas por mesa y estantes, había varias docenas de figuras de diferentes tamaños y aspecto amenazador, colocadas en un misterioso orden tan sólo conocido por su amigo. Pablo podía ver a la bruja escarlata, a la momia, al hombre lobo, a la cosa del pantano, y muchos otros seres horribles que conocía de oídas gracias a las historias de Carlos. Desde las paredes de aquel santuario, un par de dragones de terrible aspecto y boca erizada de colmillos asomaban detrás de un tenebroso castillo. Ambos le vigilaban sin descanso mientras seguía a Carlos por el cuarto hasta su atiborrada librería. En aquellas baldas su amigo atesoraba una interesante colección de comics y libros de aquella clase que a él, por motivos de la edad, todavía le estaban prohibidos. Pablo era el único que conocía el lugar exacto en donde éste lo guardaba todo, y en verdad era mucho, lo relacionado con la Guerra de las Galaxias; a salvo de miradas profanas, mentes ignorantes y manos torpes y demasiado largas. Aquel secreto otorgaba a Pablo el grado de amigo preferente,  una situación de la que disfrutaba con enorme satisfacción, porque Carlos hacía las veces de hermano mayor que a menudo deseaba y no tenía.
–Mira, Pablo –Carlos se subió al testero de su cama para alcanzar un libro de la estantería–, el Conde Rúcula –continuó–. Observa estas imágenes.
Carlos comenzó a pasar hoja tras hoja con delicadeza. Esperaba contagiar a su amigo de la misma emoción que a él le embargaba.
–Pero todos estos… son dibujos, no fotografías –objetó Pablo un poco decepcionado, ya que esperaba un poco más de realismo de aquella historia.
–Ya, ¿y qué? ¿Tú crees que se los inventaron? Pues no. Todos estos dibujos tienen que haberlos sacado de algún sitio. O ¿crees que la gente tiene imaginación suficiente para inventarse algo así? Además mira, son relatos de personas que dicen que vieron y lucharon contra vampiros. Historias auténticas, Pablo. Que sucedieron de verdad –explicó Carlos por si no quedaba muy claro el significado de la palabra “auténticas”–. ¿No te dicen tus padres que todo está en los libros? Los libros no dicen mentiras. ¿O vas a dudar también de lo que dicen los del cole?
La verdad era que las imágenes impresionaban, y de todas ellas, la que más le ponía los pelos de punta era la de la que ilustraba la cubierta del libro. El dibujo reproducía a un ser escasamente iluminado, de largas y delgadas extremidades, y con sus manos cruzadas sobre el pecho. La figura reposaba en el interior de una caja de madera muy recargada de tallas y grabados. Lo más impresionante eran sus ojos. Aquel par de brasas se clavaban en tu mirada y no te abandonaban pusieras el dibujo en la posición en la que lo pusieras. Quizás fuese porque los colores de la lámina eran predominantemente grises y aquel par de ojos estaban pintados con un rojo fuego vivísimo, pero lo cierto era que cortaban la respiración.
–Mira, Pablo –Carlos abrió el libro buscando una página concreta, y siguiendo con su dedo el título de uno de los capítulos, leyó– debilidades del vampiro y cómo acabar con él.
Pablo se sentó al lado de su amigo, sobre el edredón en el que se representaba el momento en el que la Estrella de la Muerte era destruida y se colapsaba en una fulgurante explosión, y aguardó a que le contase aquello que quería que escuchase.
–A los vampiros no les gusta el ajo, ni la luz del sol...
–Hombre, a Rodrigo no le gusta mucho el ajo... pero a mí tampoco... y lo de la luz del sol... ya sabes que mi hermano viene con nosotros a la playa.
–Bueno, bueno, eso es porque el contagio está todavía en su fase inicial. Yo creo que no debemos desviarnos de la prueba principal, esas mordeduras... Hummmmm, el ajo... se me está ocurriendo un plan, a ver qué te parece.
Cuando Pablo salió de la casa de Carlos, lo hizo con la firme determinación de combatir a aquel vampiro que se atrevía a atacar a Rodrigo. No estaba dispuesto a consentir que ningún chupasangres de tres al cuarto masticase ni poco ni mucho a su hermano menor.
El plan de Carlos parecía además algo muy sencillo de ejecutar y era aparentemente inocuo para la salud de todos, excepto la del vampiro, así que decidió que lo pondría en práctica esa misma noche. Carlos le había dicho que no tenían tiempo que perder si querían llegar a tiempo de salvar a su hermano.
Pablo se comprometió en informar a su amigo al día siguiente de los resultados obtenidos.
Cuando volvieron a salir al jardín, Rodrigo ya les estaba buscando. 

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