sábado, 28 de octubre de 2017

EL CONCURSO

El concurso de Flores y Plantas de la Villa era, sin lugar a dudas, el más importante de la región. Mucho más que el de Pasteles de Castaña Recién Hechos de Navidad, o el de Trufas y Setas del Bosque con el que se despedía el otoño. Cada primavera acudían al certamen personas de todo el reino buscando prestigio y riqueza, pero siempre era en vano. Año tras año era don Malicioso, la persona más rica y más temida de la Villa, quien se hacía con el galardón. Y no era de extrañar, pues sus rosas de brillantes pétalos color púrpura eran las flores más hermosas de todas las que se presentaban a concurso. El resto de las plantas, aún siendo espectaculares, parecían ordinarias, y sus colores pobres y tristes en comparación con aquellas rosas. Lo que aún nadie sabía era que, para conseguir esa excepcional tonalidad, don Malicioso necesitaba regarlas todas las noches con una poción a base de sangre de niño recién nacido, una práctica heredada de su abuela, doña Eleonora, que había sido ajusticiada tiempo atrás por brujería. Por eso don Malicioso, que había aprendido la lección de lo que le había sucedido a su abuela, siempre realizaba sus oscuras prácticas bien entrada la noche, cuando nadie le podía ver.
Aunque hacía muchos años que las gentes de la Villa comentaban las posibles malas artes de don Malicioso, nadie había llegado a acumular pruebas suficientes como para acusarle ante las autoridades. Pero en ocasiones sucede que la justicia divina llega donde no puede hacerlo la humana, y una fría noche de invierno en la que la nieve había cubierto por completo la región, justo después de que don Malicioso regase sus rosas como de costumbre, una pequeña estrella se descolgó del firmamento y fue a parar a su jardín; y allí se quedó, enterrada bajo el blanco manto, siseando mientras se apagaba con la nieve que cubría de nuevo su rastro. Como era el invierno más crudo de los últimos años, hacía horas que las familias de la Villa se habían refugiado en las casas en busca del calor de sus chimeneas, con lo que nadie pudo ver la estrella fugaz mientras caía y el hecho pasó totalmente desapercibido.
Llegó la primavera y don Malicioso se encontró con que ese año sus rosas no adquirían el color púrpura acostumbrado. Por más que las regaba no conseguía que cambiasen el blanco común al resto de rosas; además sus plantas crecían esqueléticas y las que lograban florecer se marchitaban enseguida. Aquella primavera don Malicioso no ganó el concurso de Flores y Plantas, y eso fue toda una sorpresa para las gentes de la Villa, que se atrevían a susurrar a sus espaldas en la pescadería, en la carnicería y hasta en la panadería. Don Malicioso creía escucharles murmurar incluso cuando no lo hacían. La situación se volvió insoportable. Don Malicioso se juró a sí mismo que aquello no debía repetirse la próxima primavera, así que se puso a investigar la razón por la que sus famosas rosas púrpura ya no adquirían la hermosa tonalidad. Enseguida se dio cuenta que las plantas más enfermas formaban un círculo casi perfecto en cuyo centro halló una extraña piedra de color óxido. Don Malicioso concluyó que aquel era el punto del que irradiaba todo el mal que afectaba a sus rosales, así que la cogió con fuerza y tiró de ella con la intención de arrancarla de la tierra pero, por más que se esforzaba, la piedra no se movía de su hueco. Parecía clavada. Después de varios intentos, y cuando ya estaba a punto de rendirse, la piedra salió de su agujero por sorpresa, lo que hizo que el hombre perdiese el equilibrio y trastabillase, con tan mala suerte, que no pudo evitar que su trasero aterrizase sobre el rosal más espinoso del jardín. El dolor y la ira cegaron a Don Malicioso, que por un instante pensó en arrojar la piedra lo más lejos posible de su jardín pero, justo cuando tomaba impulso, se dio cuenta de que podía darle mejor utilidad a aquel guijarro, así que se retiró a su casa para terminar de perfilar el plan que se estaba dibujando en su cabeza.
Aquella noche, después de regar con un chorrito de sangre su rosal, Don Malicioso se encaminó protegido por la ausencia de la luna hacia la humilde casa de Tristán, el niño cuyas margaritas triples habían ganado el último concurso de Flores y Plantas, y que este año, si su plan no funcionaba, volvería a ganar.
El siniestro hombre enterró rápidamente la piedra en el punto en el que pensó que sus perniciosos efectos podrían hacer más daño a las plantas de aquel pequeño jardín. Después se retiró satisfecho a su casa, saboreando por anticipado la victoria.
Al día siguiente, Tristán contempló con desolación el triste aspecto que presentaba su jardín. Parecía haber sido arrasado por algún fuego invisible. El niño llamó a su abuelo y juntos pasearon entre las flores devastadas. Tristán fijó su vista en un trozo de la piedra que, con las prisas, don Malicioso había dejado al descubierto. El niño excavó con sus manos desnudas alrededor de ella y la extrajo de la tierra casi sin esfuerzo. Nunca había visto algo tan hermoso, pues la piedra, antes fea y oxidada, en sus manos había adquirido los cristalinos colores del arco iris. El niño la acercó a su pecho y la acunó, y la piedra pareció cobrar vida, palpitando con una frágil luz interior. Tristán supo lo que tenía que hacer, así que, con el beneplácito de su abuelo, la enterró con mucho cariño en el rincón más soleado de su jardín.
Pasaron los días y la fecha del concurso, la única marcada en el calendario de don Malicioso, se acercaba. Estaba ansioso y quizás hasta un poco nervioso, pero por lo menos esta vez estaba de nuevo preparado. Había doblado la dosis de poción y ahora sus rosas presentaban un aspecto aún más lozano que antes del accidente. Su esfuerzo le costaba, porque la sangre con la que elaboraba su poción era cada día más difícil de conseguir, y por una cantidad insignificante de la misma pagaba una fortuna en oro a los hermanos jorobados de la calle de la Luciérnaga.
Un día, cuando estaba comprando el pan, comenzó a escuchar una conversación entre dos vecinos que le preocupó sobremanera. La relación de don Malicioso con sus vecinos era casi inexistente, así que antes de pedir alguna aclaración sobre lo que estaba oyendo, se limitó a aguzar el oído para ver si podía captar más detalles. Aquellos hombres hablaban de una planta maravillosa que cultivaba el último ganador del certamen, y lo hacían con tal fascinación que no le cupo duda de que este año la elección del ganador estaría muy reñida. Decían que la planta en sí era de una belleza desconocida hasta entonces, pero que lo más hermoso sucedía por la noche, cuando sus flores se abrían y sus brillantes frutos flotaban hasta el firmamento para convertirse en nuevos luceros. El proceso reunía a muchos habitantes de la Villa en cuanto se ponía el sol y, tal era la importancia del asunto, que había oído que los jueces del concurso por primera vez visitarían un jardín por la noche.
A don Malicioso eso de una planta fuera de lo común, precisamente en el jardín en el que había enterrado aquella horrible piedra, le pareció demasiada coincidencia, así que, con la hogaza de pan aún caliente bajo su brazo, se encaminó a comprobar por sí mismo lo que sucedía en el jardín del niño.
Alrededor de la casa de Tristán se habían congregado personas de todas partes, incluso de fuera de la región. Don Malicioso se abrió paso a codazos entre las protestas de la multitud y, cuando por fin llegó a la primera fila y la cristalina forma de la planta apareció ante sus ojos, no pudo reprimir un gemido de maravillada sorpresa. Aquellos hombres se habían quedado muy cortos en sus halagos. Nunca había visto nada parecido. Hasta su espíritu, envidioso y mezquino, parecía impregnarse de una paz que nunca antes había conseguido, ni siquiera después de sus victorias en los anteriores Concursos de Flores y Plantas de la Villa.
Estaba perdido. Este año tampoco ganaría y eso era algo que no se podía permitir. Y lo peor de todo era que la había tenido en sus manos; él había sido quien le había regalado la semilla de la que había brotado tan extraordinaria planta. Donde él sólo había visto una maléfica piedra, el chico había visto una semilla. No era justo. Los dioses le habían sonreído a él en primer lugar y merecía otra oportunidad, así que, con gran determinación, don Malicioso atravesó el jardín, llamó a la puerta de la casa y, sin poder apartar la vista de la planta, cuando el abuelo del chico abrió, pasó sin ser invitado.
Don Malicioso sabía que sus permanentes groserías, su tono de voz autoritario y sus desplantes no funcionarían a la hora de pedir favores, así que decidió disfrazarse de cordero hasta lograr su objetivo y utilizó un tono de voz y unas maneras poco habituales en él.
—La semilla de la que ha brotado esa planta me pertenece —dijo mientras se llevaba a la boca un trozo de galleta de jengibre que le habían servido acompañando a un aromático té de jazmín—. Hace tiempo que la compré en la capital y aún no sé cómo, pero la perdí; eso me causó profunda tristeza, puesto que quien me la vendió por una enorme suma de oro me dijo que era de una rara belleza; de hecho me la describió exactamente tal y como es vuestra planta.
Y acto seguido detalló las características de la semilla con tal lujo de detalles como sólo podía hacerlo alguien que la conociese perfectamente. El corazón del chico se encogió de tristeza. Si lo que contaba aquel hombre era cierto, ya podía despedirse de su planta pues, aunque sólo era un niño, conocía a la perfección la reputación que precedía a don Malicioso.
­­­­—Disculpe mi atrevimiento —le respondió el abuelo con desconfianza—, no pretendo dudar de sus palabras, pero si tan importante era para usted esa semilla, es muy extraño que no halla reclamado su pérdida hasta hoy. Para estar seguros de que estamos ante su legítimo propietario me gustaría que nos condujese a la persona que se la vendió y que así pudiese corroborar su historia.
Don Malicioso se dio cuenta de que el proceso iba a ser más duro de lo en un principio se había imaginado, pero aún así no abandonó su tono de falsa dulzura.
­­—Eso es imposible buen hombre. Se trata de un buhonero que estaba de paso en la ciudad. Fui muy afortunado al poder dar con él. Yo, que viajo mucho a la capital, jamás le había visto antes y tampoco le volví a ver después.
—Pues entonces tiene un problema de difícil solución —el abuelo se mostró firme en su decisión—, porque esa versión de los hechos no es suficiente para demostrar su propiedad.
Don Malicioso no perdió la compostura y volvió a la carga.
—Bien, dada la importancia que esa semilla tiene para mí y la dificultad que tendría para hacerme con otra de su misma especie, estaría dispuesto a ofrecerles un precio justo por ella, aunque eso significase tener que pagarla dos veces —y el hombre sacó una abultada bolsa de cuero marrón de su faltriquera de la que se escapaba el tintineo del oro—.
La cantidad de monedas que mencionó don Malicioso mareó a Tristán, que miró a los ojos de su abuelo. Aquel podría ser el fin de los problemas de la familia para siempre, nunca más tendrían que pasar apuros de dinero. Pero, por otra parte, nadie sabía como podría afectar un trasplante a su planta y hasta los oídos de Tristán habían llegado los comentarios acerca de las extrañas prácticas de don Malicioso. Por nada del mundo quería que su hermosa planta acabase en las manos de aquel hombre. El chico miró otra vez a los ojos de su abuelo que, mientras mesaba su gran barba, parecía que esperaba su respuesta a la propuesta de don Malicioso.
—No —dijo Tristán con seguridad—, mi planta no está en venta.
El abuelo sonrió. La ira de don Malicioso creció de tal forma que podía leerse en sus ojos y en el color cada vez más bermellón de su piel. No estaba acostumbrado a que alguien le contradijese. El dinero podía comprarlo todo, siempre había sido así, tratase con quien tratase. Pero aquel chico tan obstinado…
Don Malicioso de levantó del sillón y salió de la casa dando un portazo, sin despedirse, agradecer el té que no había probado o la galleta recién hecha que había dejado a medio comer. En su cabeza sólo había sitio para una idea, si aquella planta no podía ser suya, entonces no sería de nadie.
La noche anterior al concurso don Malicioso se desplazó sigiloso hasta el jardín de Tristán e hirió de muerte a la planta, cercenándola lo más cerca que pudo de la raíz con un herrumbroso cuchillo.
La mañana siguiente amaneció con un hermoso sol de primavera.  Los sabios que componían el jurado que habría de fallar el premio se pasaron la jornada visitando huertos, jardines y casas particulares, y calificando centros florales, tiestos y demás en la plaza del mercado. Las calles de la Villa hervían de gente ansiosa por conocer el desenlace del concurso. Al caer la noche la frenética actividad había disminuido de tal forma que ya sólo quedaba uno de los concursantes por participar. Todo el mundo se había reunido en los alrededores de la casa de Tristán. Don Malicioso estaba satisfecho por un doble motivo. Por un lado los jueces habían dejado caer que sus rosas eran lo más hermoso que habían visto durante la jornada, y por otro él sabía que el último concursante no iba a poder desbancarle del primer puesto. No después de lo que él había hecho la noche anterior. El pueblo entero lloraba la desgracia de Tristán. Incluso el alcalde, don Belisario, había intentado interceder en nombre del muchacho y de todo el pueblo para conseguir que se retrasase la fecha del concurso y que así Tristán tuviese tiempo de recomponer su jardín, pero el jurado había sido implacable. La fecha del concurso había permanecido inamovible desde la primera edición, hacía ya cientos de años, y ni siquiera las tres guerras la habían modificado.
El niño estaba de pie, al lado de su planta cercenada, tal y como mandaban las normas del concurso. Había intentado replantarla, enderezando su tallo con la ayuda de dos varas de bambú, pero era evidente que se moría por momentos. Su luz interior apenas alcanzaba a iluminar la figura del chico y disminuía a cada instante. Entre la multitud allí congregada reinaba el más absoluto de los silencios, roto tan sólo ocasionalmente por algún llanto. Don Malicioso disfrutaba con la situación. La multitud abrió paso a los jueces, que aguardaron a la espera de un milagro hasta que la luz de la planta se apagó. Cuando acababan de agradecer ceremoniosamente al niño que se hubiese presentado, y ya se estaban dando la vuelta para retirarse a deliberar, un murmullo de asombro que crecía entre la multitud los hizo detenerse. Todos levantaron la vista hacia el cielo nocturno, que repentinamente se había iluminado con un resplandor verde. En la más absoluta oscuridad se dibujó una increíble aurora boreal, que precedió a una lluvia de estrellas como nunca nadie había visto. Los luceros descendían como plumas del firmamento y, al tocar el jardín de Tristán, se transformaban con rapidez en cientos de plantas como aquella que yacía muerta en el suelo. De las ramas de estas plantas colgaban millares de pequeñas estrellas multicolores que se encendieron a la vez, arrancando gritos de asombro y aplausos entre los presentes. En el jardín del chico se hizo de día en plena noche. A nadie le cabía duda alguna acerca de quién sería el ganador del concurso de ese año.
Don Malicioso comenzó a alejarse del clamor de la multitud en cuanto se dio cuenta de que su plan no había funcionado. Profundamente humillado y muy enfadado, llegó a su casa sólo para darse cuenta de que sus plantas habían sido de nuevo arrasadas por las mismas piedras que en el jardín de Tristán se transformaban en hermosos luceros. Pero lo que todavía no sabía era que su desgracia no terminaría ahí, porque días después también se daría cuenta de que, después de la lluvia de estrellas, su tierra se había vuelto estéril a cualquier semilla.
Don Malicioso se marchó del pueblo y sus habitantes no volvieron a verle jamás, pero cuenta don Federico, el boticario, que su hijo, que trabaja como médico en la capital, visita habitualmente a un hombre al que trata de unas fiebres incurables producidas por unas heridas de púas de rosal, tan dolorosas, que le impiden sentarse. A su paciente, antes un rico terrateniente, parecía que le perseguía una especie de maldición, pues cultivase tabaco, algodón o café, sus exuberantes plantas siempre morían de la noche a la mañana, justo después de la aparición de una estrella fugaz en el firmamento. Y así una y otra vez, hasta que sus tierras acababan por volverse yermas, una situación que había terminado por arruinarle.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

domingo, 22 de octubre de 2017

LOS COSECHADORES DE ESTRELLAS (13): LA PLAYA

Cuando Pelayo se despertó de la siesta, el sol de principios de julio ya no calentaba tanto, así que después de que Macarena embadurnase a los pequeños con una buena ración de crema solar, padres y niños se encaminaron hacia la playa.
La casa de Pablo se hallaba a unos escasos quinientos metros de la playa de San Lorenzo y la familia siempre realizaba el trayecto caminando. Pablo y Rodrigo solían jugar a adivinar quién, de entre las personas con las que se cruzaban, comenzaba o terminaba sus vacaciones tan sólo con mirar la expresión de sus caras. Pelayo, mientras tanto, iba sentado como un marqués en el carrito que empujaba su padre.
Era un hermoso día de verano, que había que disfrutar como si fuera el último, porque en Asturias nadie era capaz de predecir la meteorología de la mañana siguiente. Pero eso también formaba parte del encanto de aquellas tierras del norte.
La familia llegó a la escalera diecisiete. Pablo se encaramó a la barandilla para contemplar la playa en toda su extensión y comprobar cómo estaba de alta la marea. La línea de las olas era un lejano hilo de nata montada que cercaba un mar tranquilo y cristalino. La retirada de la marea había dejado al descubierto una gran superficie de arena dorada en la que algunos chicos corrían persiguiendo balones o volando cometas. A Pablo le gustaba contemplar la estridente mezcla de colores de las casetas de baño y las sombrillas. Las personas, vistas desde aquella distancia, no eran más grandes que las hormigas. Si estiraba la mano delante de sus ojos y la cerraba podía atraparlas por docenas.
Aquel era uno de esos días tan brillantes que a Pablo le parecían tan especiales y eran tan escasos. El cielo estaba alto y el aire parecía liviano, frágil. Pequeños y casi transparentes velos algodonosos no eran capaces de enturbiar el intenso azul del horizonte. ¡Qué lejos parecían aquellos otros oscuros días de invierno, en los que el cielo estaba a sólo unos palmos por encima de la cabeza y el aire se volvía espeso y pesado! Aquella tarde olía a mar batido. A sal y a arena. A sol y a alegría... a vacaciones en definitiva.
La villa de Gijón envolvía en toda su longitud la playa de San Lorenzo, enmarcándola con los brillos de los cristales de los edificios, que  refulgían como diamantes al reflejar el fuego del astro rey. Al fondo, y al final de la bahía, sobre un verde manto de hierba y dominando como un incansable centinela el cerro, más allá del barrio antiguo, se erguía el símbolo de la ciudad, el Elogio del Horizonte. Contaba la leyenda, según la mamá de Pablo, a la que le encantaban todo este tipo de historias, que el monumento era un regalo del dios del mar. Una muestra del reconocimiento de éste al valor de los marineros del lugar. Su madre decía que Poseidón respetaría su compromiso, y sería benevolente con las tempestades que arrojase el violento mar Cantábrico sobre la villa, siempre que los marineros honrasen su presente.
Pablo adoraba las historias que les contaba su madre, y adoraba su ciudad. Por supuesto que conocía otras, gracias a sus viajes con la familia o a las excursiones con el colegio, pero nada de lo que había visto hasta ahora podía compararse con su Gijón.
Cuando los niños llegaron donde siempre solían acampar, se despojaron con rapidez de sus ropas y las dejaron de cualquier manera sobre la arena. Rodrigo, con un físico a medio camino entre Pelayo y Pablo, tenía un cuerpo redondito y lucía una graciosa barriguita. Pablo ya había empezado a hacer deporte en el colegio y eso se notaba en su anatomía un poco más fibrosa. En cuanto a Pelayo... bueno, pues Pelayo todavía era un bebé, y tenía unos mofletes sonrosados muy graciosos y la alegría siempre reflejada en la mirada.
Las familias tenían por costumbre ocupar más o menos el mismo lugar en el arenal. Así, en el caso de que los niños se despistasen y se perdiesen entre la gente, siempre tendrían una referencia con la que poder buscar a sus padres. Con esa práctica también se había conseguido crear un buen ambiente de amistad entre todos los que frecuentaban la misma escalera. Era muy habitual que los amigos de los chicos se acercasen para invitarles a jugar nada más verles. Los padres de Sara les saludaron con la mano al llegar. Pablo se dio cuenta, no sin cierta decepción, de que la mamá Carlos aún no había llegado. Quizás su amigo siguiese sufriendo “problemas técnicos”.
–Mamá, ¿por qué todo el mundo mira hacia arriba? –preguntó Pablo, intentando adivinar qué era lo que se le escapaba en aquel limpio cielo azul.
–Pues... pues no lo sé... será que quizás está pasando un avión o algo así –la madre de Pablo colocó una mano sobre sus ojos a modo de visera, buscando algo inusual. Pero no encontró nada. Aunque sí reparó en que muchas personas miraban hacia arriba.
–Es por lo que pasa con el Sol –dijo el padre de Sara–. No puedo creer que no os hayáis enterado. Si lo comenta todo el mundo.
–Pues... la verdad es que no –respondieron casi al unísono y un poco sorprendidos los padres de Pablo.
–¿Y qué es lo que le pasa al Sol? –continuó su madre.
–¡Madre mía! –continuó con la noticia el papá de Sara–, ¿pero en qué planeta vivís? No se habla de otra cosa desde ayer por la noche.
–No seas melodramático –le reprendió su mujer–, cuéntales ya de qué va la historia.
–Pues resulta –continuó el hombre haciéndose el interesante– que unos científicos rusos, porque parece que todos los que descubren estas cosas son rusos... bueno, bueno, ya sigo, ¡caramba!, no hace falta que me des más codazos, cariño, que ya voy al grano... ¿Por dónde iba?
–Por los científicos rusos –le ayudó su mujer mientras se daba crema en los brazos.
–¡Ah! ¡sí!, pues que esos científicos rusos han descubierto una actividad solar mucho más baja en la superficie del sol.
–¿Pero cómo de baja? –preguntó la mamá de Rodrigo.
–Pues tanto como para hacer saltar la alarma y que eso sea motivo de portadas en todos los periódicos. Y ahora sucede lo de siempre. Encuéntrame a un científico que te hable del fin del mundo, y yo te encontraré a otro, igual de cualificado, que certifique que el proceso es beneficioso para nuestra salud –y le entregó el periódico de la villa, en cuya portada aparecía recogida la noticia con grandes titulares.
La mamá de Pablo sí se había dado cuenta de que, a pesar del hermoso día y de la altura del año en la que estaban, la afluencia a la playa parecía anormalmente inferior. Eso podía ser debido a que la gente, ante la duda, evitase el sol hasta que alguien aclarase un poco la situación.
–Bueno –comentó el papá de Pablo– seguro que será algo de tipo temporal.
–No, no –le respondió su mujer mientras leía la noticia– lo que está sucediendo no es algo muy normal. Debería de tener su origen en un motivo justificado –concluyó mientras dejaba de hojear el periódico, porque la información recogida en sus hojas era muy imprecisa. Con términos poco científicos.
–Al llegar a casa recuérdame que me ponga en contacto con el laboratorio –continuó refiriéndose al Centro Tecnológico de Investigación, en donde desarrollaba su labor como responsable del Departamento de Energías Alternativas.
–Muy bien, cielo –le respondió su marido recostándose en la toalla, dispuesto a rendirse a una soberana siesta bajo la sombrilla– pero, por ahora, concéntrate sólo en disfrutar de este hermoso día. Aunque el sol caliente un poco menos. Despiértame para el segundo turno de vigilancia, ¿vale?
–Sí, cariño, de acuerdo.
Los padres de Pablo se turnaban para que uno de los dos pudiese estar siempre atento a las evoluciones de Pelayo. Lo que en la práctica suponía que su padre dormiría toda la tarde bajo la sombrilla, mientras que su madre, entretenida en tertulia con sus vecinas de toalla, sería la que permanecería atenta a los niños. Alguna relación tenía que haber entre los padres, la siesta y la playa, para que todos cayesen fulminados en cuanto aterrizaban en sus toallas.
Los chicos, después de pedir permiso a sus respectivos padres para poder distanciarse con prudencia del campamento base, y repetir la promesa diaria por la que aseguraron no irse nunca solos a las olas, se alejaron en pandilla. Pelayo se quedó sentado bajo la sombrilla, a la vera de sus padres, muy ocupado en coger el puñado más grande de arena que poder llevarse a la boca.