sábado, 9 de diciembre de 2017

LOS COSECHADORES DE ESTRELLAS (23): LA AMENAZA

–Ya te dije que no sabían leer, hermano.
La voz provenía de arriba. Pablo y Rodrigo se detuvieron y alzaron la vista. Los gemelos estaban sentados en una gruesa rama del nozal que crecía en el jardín de la casa abandonada. Llevaban puesta la camiseta oficial de su pandilla, negra y con un dibujo en el pecho de una calavera blanca sobre dos tibias cruzadas. Pablo ya se había olvidado de la amenaza del día anterior, y también de los carteles que les prohibían el paso a la finca. Parecía que los gemelos estaban solos. En otras circunstancias, el instinto de Pablo le hubiese aconsejado salir de allí pitando, pero en aquel momento no sentía miedo, tan sólo contrariedad porque sus planes volvían a torcerse con otro imprevisto más.
–Hemos venido a daros una oportunidad –les dijo Rómulo–. No es del todo justo que os echemos de aquí sin más.
–¿Qué es lo que queréis de nosotros? –le preguntó Pablo, que no estaba de humor para tonterías y quería terminar con aquello cuanto antes.
–Veréis, os retamos a un duelo –continuó Rómulo disfrutando de la situación–. Será mañana por la tarde, a las seis. El que gane se queda con la casa. Los perdedores nunca más se acercarán por aquí.
–Ni lo sueñes, amigo. Vosotros nunca jugáis limpio –objetó Pablo, como si tuviesen alguna posibilidad de ganar si las cosas fuesen de otra forma.
–Me da igual lo que pienses, enano, es vuestra última posibilidad de recuperar la casa abandonada.
–No noz poléiz echal de aquí, polque no mandaiz en ezta caza –les espetó Rodrigo.
–Tendrías que haber dejado que entrasen en la casa, así les podríamos haber atrapado y después les hubiésemos dado una buena zurra –le dijo Remo a su hermano–. Me muero de ganas por retorcer un poco el brazo a estos listillos.
Pablo sopesó sus posibilidades de escapatoria y retrocedió con disimulo un par de pasos. El más bruto de los gemelos hizo ademán de bajar del árbol, con tan mala suerte, que resbaló con una rama húmeda y aterrizó con su trasero sobre el césped.
–¡Uf!, ezo tene que dolel un montón –exclamó Rodrigo divertido.
Remo, más herido en su orgullo que en las posaderas, se levantó como un resorte y se abalanzó sobre los niños, pero su pie se enredó en una raíz de glicinia y de nuevo acabó sobre la hierba, sólo que esta vez de bruces. Esta no debía de ser una de sus mejores tardes. Pablo y Rodrigo no se quedaron a ver cuánto tardaba en levantarse, y se dieron la vuelta para alcanzar con rapidez la seguridad de su jardín.
–¡Recordad!, ¡mañana por la tarde! –les gritó Rómulo todavía subido al árbol.
Los gemelos no se atreverían a traspasar el límite de su jardín. No mientras permaneciesen frescos en su memoria los rotos que Lucas les había hecho el mes pasado en la parte trasera de sus pantalones. Menos mal que aquel par de brutos no sabían que el pequeño perro estaba enfermo.
Pablo necesitaba ahora más que nunca hablar con sus amigos y, cuando descubrió por la madre de Carlos que ambos se habían ido a jugar a casa de Sara, cambió de nuevo el rumbo y se encaminó junto a su hermano a casa de la niña. A Pablo le extrañó un poco que su mejor amigo no hubiese acudido a buscarle a él primero, pero estaba tan atontado por la derrota de la mañana, que no le dio más vueltas al asunto. Después de saludar a los padres de Sara los chicos subieron a la habitación de su amiga, abrieron la puerta y entonces se quedaron sorprendidos con lo que vieron.
Su amigo estaba jugando con Sara. Lo increíble era a qué estaba jugando Carlos-el-jedi.  Habían montado el Palacio Mágico y frente a él habían aparcado un carruaje. También habían construído un pequeño pueblo, con cajas de zapatos de colores, y por todos lados había muñecas vestidas de rosa. Carlos, que estaba de espaldas a la puerta, tenía en su mano a la princesa y parecía estar muy involucrado en su papel. A Pablo no le dio la impresión de que su amigo estuviese sufriendo precisamente con el juego.
–¡Hola, chicos! –exclamó alegre Sara al verles–, sentaos aquí con nosotros y elegid personaje. Lo estamos pasando muy bien, ¿verdad Carlos?
–Bueno, estoooo. Yo… –acertó a balbucear Carlos, un poco azorado y muy sonrojado, y soltó el pony de forma automática.
–Lo ziento, muchachoz –se adelantó Rodrigo a su hermano mayor–, pelo hoy no eztamoz pala jueguezitoz.
–¿Y eso por qué? –Carlos se levantó y se alejó del castillo mágico como si el juguete tuviese una enfermedad contagiosa.
Fue Pablo el que tomó la palabra. No quería que, para justificar su abatimiento, Rodrigo acabase hablando de Flik y su problema.
–Casi nos pillan los gemelos. No vamos a poder volver a la casa abandonada.
Y el niño les contó el asunto del encontronazo y lo del duelo, sin omitir las dos cómicas caídas del matón, lo que provocó las risas de sus amigos.
–Alguien tiene que pararles –dijo Sara–, tenemos que planear algo para que dejen de meterse con nosotros.
–Sí, pero qué podemos hacer –objetó Carlos–. Son más fuertes.
Pablo se sorprendió de que Carlos no pudiese ofrecer solución a un problema. Siempre se le ocurría algo. La mayoría de las veces lo que proponía no funcionaba, pero eso nunca le había detenido. Sin embargo, en presencia de Sara su amigo parecía más cauto.
–No lo sé, pero hemos de hacer algo –continuó Sara–. Hoy es la casa abandonada, pero mañana será otra cosa. Si cedemos siempre ante sus amenazas, van a acabar por no dejarnos salir de nuestras casas. No cabe duda de que nos tienen en el punto de mira. Somos sus juguetes, y no pararán hasta que les demos una lección.
En eso todos estaban de acuerdo, porque nadie protestó. El problema era cómo darles una lección.
Sara notaba que Pablo tenía su cabeza puesta en otro sitio. Su amigo estaba diferente, poco comunicativo. Los enfrentamientos con los gemelos estaban al orden del día, y la indigestión de Lucas pasaría, por eso Sara no creía que fuesen motivos suficientes para abatirle así. Pero no conseguía que confiase en ella para que le contase más, con lo que tampoco podía ayudarle.
Pablo estaba triste y apesadumbrado. Mientras que Carlos trataba de desviar su atención, haciendo chistes fáciles que no tenía ganas de reir, Sara intentaba acercarse a él para averiguar el origen de su problema. Podía ver el esfuerzo que hacía la niña, y Pablo lo apreciaba. ¡Cuánto le hubiese gustado poder hablar con ella de Flik y de la Prueba! Hasta en algún momento había estado tentado de compartir el peso que le agobiaba, pero al final su sentido del deber le había hecho resistir. Aunque no podía demostrárselo, aquella tarde Pablo se sintió muy unido a Sara y agradeció su preocupación.
Los chicos continuaron hablando, pero no encontraron ninguna solución al tema de los gemelos. La tarde pasó y al final de la misma se despidieron hasta el día siguiente. Hiciesen lo que hiciesen ante la amenaza de los gemelos, se comprometieron a hacerlo juntos.
A la hora de la cena su madre se dio cuenta de que algo raro pasaba. Entre cucharada y cucharada de papilla de Pelayo, intentó averiguar, con sutiles preguntas de madre, el motivo de la apatía de sus dos hijos mayores.
Silencio.
Comprobó entonces si tenían fiebre. Tampoco.
Bueno, pensó, mientras que no estuviesen enfermos... mañana sería otro día. Como madre experta estaba acostumbrada a los repentinos cambios de humor de los niños, a los que cualquier revés insignificante podía sumirles en una especie de letargo que de otra forma pasaba rápido.
Su padre bajó a cenar después de que tuviesen que llamarle con la alarma luminosa hasta en tres ocasiones. Pablo estaba seguro de que, de no avisarle, podría pasarse dos días sin comer. Cuando su padre se sentó por fin a la mesa, Pablo advirtió que tanto él como su madre estaban preocupados. Se notaba por el tono de su conversación, y el bajo volumen antiniños que utilizaban. Ambos hablaban con palabras de mayores, pero aún así Pablo fue capaz de quedarse con términos como “problema grave”, “el Sol se apaga”, “difícil solución” o “los mejores investigadores del mundo están tratando de buscar una solución”.
Para Pablo, el que las mejores personas del mundo estuviesen tratando de buscar una solución, lejos de tranquilizarle le preocupaba aún más, porque le daba una idea de cómo era de serio el problema. Pero ya tenía bastantes preocupaciones como para añadir una más a la lista. El suyo sí que era un gran problema, y además estaba solo. Bueno, solo no. Con su hermano Rodrigo. Y no podía pedir ayuda a nadie más.
Pablo y Rodrigo se fueron a dormir cabizbajos. Como les costaba mucho conciliar el sueño, todavía se quedaron un buen rato charlando. Pablo, de forma espontánea e inconsciente, comenzaba a tratar a su hermano menor como a un igual. Necesitaba hablar con alguien. Necesitaba recuperar un poco de su moral perdida. Además, su hermano había demostrado ser todo un valiente acompañándole a una aventura tan grande como aquella, y sólo por eso ya se merecía su respeto. Pablo ni se planteaba la posibilidad de pasar a Mundo Flik sin la compañía de su hermano. Y Rodrigo, que notaba la diferencia de tono en las conversaciones con su hermano, por fin se sentía importante y trataba de ofrecerle el apoyo que Pablo necesitaba. Su hermano mayor seguía siendo el espejo en el que se miraba, y siempre estaría muy orgulloso de todos y cada uno de sus actos.
–Rodrigo –susurró Pablo–, la verdad es que no sé si puedo ganar a esa máquina.
–Tú elez el mecol, Pabo. Manana acabalaz con ella, ya velaz.
–Pero, ¿y si no soy capaz? –en su voz había muchas dudas–. Si perdemos mañana, es muy probable que Mundo Flik desaparezca. Ya viste como estaba hoy todo de estropeado. Además, creo que algo mucho más importante que Mundo Flik está en juego en este enfrentamiento. Pienso que es hora de que se lo contemos todo a nuestros padres para que traten de ayudarnos. Creo que lo que va a suceder mañana puede ser demasiado  grande como para que intentemos manejarlo solos. 

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