sábado, 16 de diciembre de 2017

LOS COSECHADORES DE ESTRELLAS (25): SOLOS FRENTE AL PELIGRO

Al día siguiente Pablo se despertó antes que el dormilón de su hermano. Mientras se quitaba las telarañas del sueño de su cabeza y con sus párpados todavía cerrados, apostó consigo mismo sobre si esa mañana habría sol o nubes. Que el sol se decidiese a brillar, y fuese capaz  de vencer al plomizo gris del día anterior, sería muy importante para su maltrecha moral. Así que cuando abrió sus ojos, y estos se acostumbraron a la oscuridad, sonrió al darse cuenta de que la luz del sol atravesaba con trazo fino la  habitación.
El día empezaba bien. Pablo levantó la persiana y permitió que la luz entrase por completo en su cuarto.
Ni rastro de nubes. Otro hermoso día de verano.
Pablo se acercó hasta la cama de su hermano, que continuaba profundamente dormido. Rodrigo era capaz de quedarse dormido dentro del bombo de una orquesta durante un redoble de tambor. Para Pablo seguía siendo un misterio cómo demonios hacía su hermano para no mover ni un ápice sus sábanas en toda la noche. No sería un vampiro, porque había pasado con éxito la prueba del ajo, pero vaya si se parecía al conde Rúcula durante su descanso nocturno.
–Vamos, Rodrigo. Tenemos que estar preparados para cuando venga Flik.
–No quelo. Décame dolmil un poco máz –y se volvió hacia la pared para esconderse de la luz. Exactamente igual que lo haría el conde Rúcula, pensó Pablo.
–Anda, vamos remolón. A ver si va a llegar Flik y nos pilla todavía con el pijama puesto –Pablo tiró de las sábanas y dejó a su hermano con las piernas al aire.
–¡Demonioz! –exclamó Rodrigo mientras se levantaba– No decáiz a uno dezcanzal en paz.
A Pablo le dio la impresión de que no era la hora a la que acostumbraban a levantarse. Su estómago no fallaba en cálculos como ese. Anoche habían tardado mucho tiempo en dormirse, y sus pequeños cuerpecitos, para compensar las horas necesarias de descanso, habían hecho que el sueño se prolongase hasta bien entrada la mañana. Cuando salieron de su habitación, se dieron cuenta de que todo en la casa estaba ya en marcha, aunque a mínimo volumen para no despertarles.
–¡Vaya! –gritó Macarena en cuanto les vio aparecer por el pasillo– ¡Ya están aquí las bellas durmientes!
–Buenos días, mis preciosos niños –les abrazó su madre, que salía radiante de su habitación–. A ver mis dos hombretones. Dejad que os eche un vistazo –continuó–: ¡guapísimos!, ahora id a desayunar, que nosotros tenemos que ir a hacer unos recados al centro. Necesito que os portéis igual de bien que siempre y no hagáis enfadar a Macarena.
–¡No caerá esa breva...! –concluyó la frase Macarena desde el fondo de una de las habitaciones, mientras arreglaba a toda velocidad las camas.
–¿De acuerdo chicarrones? –terminó su madre a la vez que esbozaba media sonrisa por el comentario de Macarena.
–Pero, pero... ¿y tenéis que marcharos precisamente hoy? –Pablo se daba cuenta de que el destino pretendía jugarle otra mala pasada. No podría tener la ayuda que, por fin y tras mucho cavilar la noche anterior, había decidido solicitar a sus padres.
–Claro, cielo –se irguió su madre mientras contestaba– la cita con el doctor está fijada desde hace mucho tiempo. Llevamos días hablando de esto, ¿no os acordáis? No la podemos posponer –su madre recordó de pronto lo extraños que habían estado los niños durante la cena del día anterior– ¿acaso queréis contarnos algo chicos?
Claro, “la cita”, pensó Pablo. Ahora recordaba que sus padres llevaban días hablando de ella. Con todo el lío en el que estaba metido, lo había oído, pero su cerebro no lo había procesado.
–Gueno, puezzzzz... velaz mami.... –Rodrigo acudió al rescate de su hermano.
–No... nada –Pablo retorcía los dedos, debatiéndose en su interior entre si hablar o no del problema con sus padres– es que...
El padre de Pablo apareció de repente y saludó a los niños con efusividad. Sin la bata de su mujer ganaba mucho, pero los pelos de su cabeza seguían dándole un aspecto de científico loco muy divertido. Hay cosas que no cambiaban aunque uno las disfrazase.
–¿Tenemos reunión familiar y no me habéis invitado?, ¿me habéis avisado y lo he olvidado? –comentó entre risas, consciente de sus muchos despistes–. Cariño, si no salimos ahora mismo no puedo garantizarte que lleguemos a tiempo. El tráfico en el centro es horrible a estas horas de la mañana.
Los dos niños se miraron. Rodrigo vio en los ojos de su hermano que las dudas de la noche anterior estaban muy lejos de despejarse. Sintió cómo le pedía ayuda en silencio.
–Velaz papá. Ez que antemanana –que era la forma de Rodrigo de decir anteayer– una lanita vino de muy, muy, muy lecoz... –gesticulaba con las manos para apoyar su discurso– y noz dico que en zu paneta tooodo, toooodo ze eztaba muliendo...
Rodrigo tomó aire.
Silencio.
En cierta manera Pablo se alegraba de que su hermano hubiese tomado la iniciativa. Así su conciencia podría quedar tranquila porque no había sido él quien había desvelado el secreto. Miró a sus padres, que seguían sin decir nada. Sólo observaban a su hermano con atención.
–Entoncez... 
–Rodrigo, cielo... ¿te importaría contarnos esa historia tan bonita cuando volvamos? Es que ahora tenemos un poco de prisa... –su padre se agachó a la altura de sus ojos y le miró con ternura.
–Pelo, pelo... –Rodrigo no sabía qué decir– ez que a lo mecol luego ez talde...
–Te prometo que llegaremos enseguida. Entonces nos sigues contando ese cuento tan bonito, ¿vale? –su padre no dejaba alternativa. Estaban solos de nuevo.
–Gueno... vale.
El peso del que Pablo había comenzado a sentirse liberado por un segundo, volvió a recaer con más fuerza todavía sobre su infantil espalda. No les creían. Los chicos no eran capaces de transmitir a sus padres la importancia de la situación. Para ellos no era más que otro hermoso cuento inventado, y la verdad es que no podían reprochárselo. La historia era poco menos que increíble.
–Rodrigo, no importa –dijo Pablo–, ya les contaremos después la historia a papá y mamá –y lo tomó por los hombros agradeciéndole el intento.
–¡Ah!, se me olvidaba chicos –su madre se volvió desde la entrada para dirigirse de nuevo a ellos–. Me gustaría que cuidaseis de Pelayo durante nuestra ausencia. Sé que lo vais a hacer muy bien. Macarena os va a echar una mano, pero no puede estar pendiente toda la mañana del pequeño porque ha de preparar la comida.
–¡Pero mamá! –protestó Pablo pensando en Flik–. ¡Eso va a ser imposible! No vamos a poder... esto... hemos quedado con Carlos en el jardín.
–Hummmm. De acuerdo. Le voy a comentar a Macarena que os ponga una mantita sobre la hierba. El césped ya no está húmedo, porque las cuatro gotas de ayer se evaporaron con el calor de la noche. Así estaréis todos juntos. Estoy segura de que a Pelayo le encantará estar con tantos niños a su alrededor. Además no le vendrá mal un poquito de sol.
–¡Pero mamaaaá...! –Pablo sabía que era inútil. La decisión estaba tomada.
Su madre hablaba con Macarena para indicarle que no se olvidase de ponerles crema solar a todos y de anudarles el pañuelo en la cabeza. Sobre todo a Pelayo, que estaba demasiado pálido.
Desde luego, cuando las cosas comenzaban a torcerse... se torcían de verdad, pensó Pablo.
Sus padres desaparecieron como por arte de magia. Unos segundos más tarde los chicos escucharon el petardeo del viejo coche de la familia al arrancar. El traqueteo lo producía su motor, modificado por sus padres para que consumiese sólo agua, aunque para ello fuesen el hazmerreír de todo el mundo debido a la escasa velocidad que lograba alcanzar, y la densa estela de vapor que dejaba tras de sí.
Se habían quedado solos. Ahora sí que estaban en un lío. No podían contar con la ayuda de sus padres. Y por si eso fuese poco se verían obligados a tratar de evitar la muerte de un planeta, y con toda probabilidad del Universo, cuidando de un hermano que no decía más que “Gaaaaaa” y que todavía se hacía pis y caca.
–¡Gaaaaaaaaa! –se escuchó dentro de la habitación de sus padres como respuesta a sus pensamientos.
Me rindo, ahora sí que no puedo más, pensó Pablo. Y entonces llegó Macarena para envolverles a los tres como un huracán. Cuando terminó con ellos todo había cambiado profundamente. Los tres niños estaban aseados y peinados, eso último en la medida de las posibilidades de los pelos de cada uno, y también vestidos y desayunados. Después Macarena les llevó a los tres al exterior, tendió una gran manta de cuadritos rojos y verdes sobre el césped, e hizo aterrizar sobre ella con suavidad a Pelayo. De lo preocupados que estaban los niños por cómo se estaba complicando todo, ni siquiera repararon en que Lucas seguía tumbado en su camita.
–Bueno –dijo Macarena dirigiéndose a Pablo– si tenéis algún problema me llamáis, ¿vale? Estaré por la cocina. Y mucho cuidado con el bestia de vuestro vecino.
No les dio ni tiempo a responder. El torbellino Macarena desapareció, dejándoles sumidos en la tranquilidad de los musicales trinos de los pájaros y algún que otro ladrido difuminado por la distancia. Pablo miró a Pelayo.
–Esto es un desastre total, Rodrigo.
–¡Gaaaaaaa! –respondió divertido Pelayo, mientras abría su boca sin dientes de par en par y gateaba hacia sus hermanos.
–A ver cómo nos saca Flik de ésta –comentó Pablo, y levantó con cariño a su hermano más pequeño y se lo llevó en brazos hasta un lugar más próximo al roble, allí donde la lógica le decía que sería más probable que Flik apareciese. Rodrigo, alicaído, arrastró la manta en la misma dirección.

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