Pelayo estaba encantado con todo lo que veía en Mundo Flik.
No parecía que extrañase de ningún modo su nuevo entorno, con lo que todos los
temores de su hermano mayor se desvanecieron al instante. El más pequeño de los
tres hermanos reía con grandes carcajadas los movimientos de aquellos seres
juguetones que se acercaban juguetones hasta él. Pablo y Rodrigo se aproximaron
hasta donde estaba su hermano menor con mucho sigilo para evitar que volviese a
esquivarles.
–Elez un azuldo, Pelalo –le espetó Rodrigo en cuanto llegó a
su lado.
–No. Un testarudo y un desobediente, eso es lo que es –remató
Pablo, contento de lo bien que se encontraba Pelayo después del susto que les
había dado al marcharse sin más de su lado.
Rodrigo y Pelayo estaban encantados. Jugaban y reían rodeados
de aquellos animalillos de aspecto simpático y bonachón, que más bien parecían
juguetes de bebé por su tamaño, colorido y forma de moverse.
Pero Pablo no era capaz de disfrutar del momento como sus dos
hermanos. Estaba terriblemente agobiado y apesadumbrado por la enorme presión
que le encogía el pecho. Y esa carga aumentaba a medida que miraba a su
alrededor, y podía ver el enorme deterioro que se había producido en aquel
hermoso mundo. El árbol de cristal, para Pablo un termómetro muy preciso de la
situación real de Mundo Flik, se alzaba menos erguido. Desmadejado. Latiendo
con menos intensidad. La mayoría de sus hojas, ya marchitas, reposaban sobre el
plumón del suelo, que a su vez ya no era de un color tan intenso como
recordaba. Todo aquello que veía le entristecía mucho.
Flik se acercó para interrumpir sus observaciones.
–No tenemos tiempo que perder, Pablo. Lamento ser tan brusco,
pero si logramos acabar hoy te prometo que podréis venir a visitarnos cuantas
veces queráis –le comentó.
–Flik, nos conocemos desde hace poco tiempo –Pablo se apartó
de sus hermanos para que no escuchasen lo que le tenía que decir a su amigo–,
pero creo que ya sabes que haría cualquier cosa porque vuestro mundo volviese a
ser como era antes. No soy un cobarde.
–Lo sé, Pablo. Decidas lo que decidas hacer, nunca pensaré
que pueda tratarse de la decisión tomada por un cobarde.
–Tengo miedo, Flik. Miedo de no conseguir ganar hoy. Miedo de
que todas las cosas hermosas que nos enseñaste el primer día no vuelvan jamás,
y de que todo eso pueda ser por mi culpa.
–Pablo, estamos seguros de que no hay nadie más capacitado
para llevarnos de nuevo a los días de antes que tú. Pero si no lo consiguieses,
ya lo habrías hecho mejor que cualquiera de nuestros anteriores campeones. Sé
que es una responsabilidad muy grande, pero nadie podrá reprocharte nada jamás.
No pienses en lo que pueda pasar y juega como sabes hacerlo. Sin presiones de
ningún tipo.
–No sé, Flik...
–Pablo, esta es la última prueba. Tan sólo te pido un pequeño
esfuerzo más. Imagínate por un momento que todo sale bien. Habrías acabado con
una eternidad de conflictos. Además tampoco tenemos elección, Pablo, no se
trata de que haya alguien mejor que tú o no. Es que no hay nadie más, y el
tiempo apremia.
–Flik, también tengo miedo de no poder detener a las máquinas
y de que eso pueda ser el fin de la Tierra. Miedo de perder a mis padres y a
mis amigos, de que todo lo que conozco desaparezca.
–Estoy sobre la pista de lo que le sucede al Sol y sigo sin
creer que tenga que ver con las máquinas. Llegaré al fondo del problema,
créeme. Quizás pueda devolveros este favor antes de lo que pensaba.
Pablo apartó su mirada de Flik. Casi podía escuchar a todas
aquellas indefensas criaturas implorándole que lo intentase. Ojos, antenas y
demás apéndices visuales estaban clavados en él, suplicándole. Mientras tanto,
sobre ellos pero cada vez más cerca de sus cabezas, la oscura nube venenosa
crecía amenazante. A Pablo no le cabía duda alguna de que dentro de muy poco
comenzarían los problemas realmente graves para Mundo Flik.
–Bien, vale. Me has convencido. Pero ¿qué haremos mientras
tanto con Pelayo? –preguntó Pablo.
–Le tendremos vigilado en todo momento, confía en mí. No le
sucederá nada. Es más, creo que lo pasará genial con sus nuevos amigos.
–Bueno, pues entonces al plato deslizador. ¡Rodrigo,
sígueme!, tenemos una misión que cumplir –Pablo buscó a sus dos hermanos con la
mirada– ¿Rodrigo?, ¿Pelayo?
No hubo respuesta. Ni rastro de sus hermanos. Allí donde
debían de estar esperándole no había nadie humano, sólo una multitud diminuta y
multicolor.
–Pero bueno, ¿es que no
hay nadie sensato en mi familia? –lanzó Pablo al aire la pregunta– ¿y ahora
dónde demonios están estos dos?
No hay comentarios:
Publicar un comentario